La sociedad civil y los militares acaban con el sueño iliberal de Netanyahu

Entre cánticos a favor de la democracia, ritmos de tambores y ambiente festivo, más de 100.000 personas se manifestaron este lunes en Jerusalén para protestar contra la reforma judicial del Gobierno de Benjamín Netanyahu.

René Backmann (Mediapart)

Benjamin Netanyahu pretendía imponer una reforma judicial que le daría los poderes de un dictador y transformaría Israel en un régimen iliberal, pero se encontró enfrente, desde hace doce semanas, una oposición sin precedentes en la historia de Israel. El lunes, ante las crecientes protestas, el primer ministro anunció que aplazaba la tramitación del proyecto.

En una comparecencia por televisión tras celebrar consultas con algunos de sus socios de la coalición gobernante, anunció que la aprobación definitiva se aplazaba hasta la próxima sesión parlamentaria, cuya apertura está prevista para después las fiestas de la Pascua judía (del 5 al 13 de abril). Se toma un descanso y, a cambio, acepta financiar la "guardia nacional" solicitada por su ministro de Seguridad de extrema derecha, Itamar Ben Gvir. Al mismo tiempo, hizo un llamamiento a sus partidarios a manifestarse contra el aplazamiento.

Durante los dos últimos meses, la sociedad civil ha librado una lucha de una determinación y un alcance históricos. Cada fin de semana, más y más manifestantes han tomado las calles, las plazas y los principales cruces. Desde el mundo empresarial hasta la universidad, artistas, intelectuales, banqueros, activistas de derechos humanos y personalidades de la diplomacia. Y desde los ingenieros y técnicos de la "start-up nation" hasta los militares que se supone que la defienden.

Sí, los militares –o más exactamente, una parte de los militares israelíes– han desempeñado y siguen desempeñando un papel importante en esta insurrección pacífica de la sociedad civil. Es más, la destitución del Ministro de Defensa, Yoav Gallant, un ex infante de marina que llegó a ser general de las fuerzas terrestres, fue lo que desencadenó, el domingo por la noche, la explosión de ira popular a la que Netanyahu se enfrenta hoy, con la espalda contra la pared.

Gallant, diputado del Likud, político de dudosa ética, pero consciente del descontento creciente en el seno del ejército, así como en la población en general, había pedido públicamente el aplazamiento de la reforma de la justicia. Furioso por haber sido desobedecido por uno de sus allegados y, como de costumbre, ciego y sordo a todo lo que le disgusta, Netanyahu pensó que podría recuperar el control al tiempo que sofocaba la rebelión que se estaba gestando en el seno del Likud destituyendo a Gallant. Ocurrió lo contrario. 

Creyendo controlarlo con un acto de autoridad, Netanyahu avivó la ira en la calle. "Es el pirómano en jefe de un gobierno de pirómanos", comentó su ex amigo y predecesor como primer ministro, Naftali Bennett, y el jefe de gobierno saliente, Yair Lapid, actual líder de la oposición, le acusó de ser "una amenaza para la seguridad de Israel".

Nada más hacerse pública la destitución de Gallant, decenas de miles de manifestantes salieron a las calles en plena noche, bloqueando la circunvalación de Tel Aviv y provocando una reunión de urgencia del sindicato Histadrut para estudiar la convocatoria de una huelga general, que provocó el cierre del aeropuerto internacional de Tel Aviv. Al mismo tiempo, decenas de alcaldes y dirigentes de consejos regionales se declaraban en huelga de hambre cerca de la residencia del primer ministro, las universidades cerraban y los grupos de la oposición convocaban "una semana de parálisis".

Yoav Gallant no lo había ocultado a sus colaboradores y allegados: rompió la solidaridad gubernamental, a costa de su puesto, no porque compartiera las preocupaciones de la oposición sobre el futuro de la democracia en Israel, sino porque la amplitud del movimiento de protesta en el seno del ejército le hizo temer, ante las amenazas regionales que Israel debe afrontar, una peligrosa vulnerabilidad operativa de las fuerzas de defensa. Y una fractura, igualmente peligrosa, de la convicción de vivir un destino común que, a sus ojos, sería una baza importante del ejército israelí.

Estado de desobediencia

Los "militares rebeldes" no niegan esos problemas. Los reservistas, que están informando por centenares a los mandos de sus unidades de que no acudirán al próximo llamamiento a filas para un "milouim" (período de servicio activo), o los oficiales, que advierten a sus superiores de que se negarán a obedecer las órdenes de un régimen no democrático porque sería una violación, dicen, de "su juramento, su conciencia y su misión", a sabiendas de que con ello debilitan al ejército. Porque, como les dice en vano el Estado Mayor, erosionan su cohesión y reducen sus capacidades operativas. Pero, a los ojos de estos militares-manifestantes, en estas circunstancias, lo que está en juego es demasiado importante como para sufrir vacilaciones o "miramientos".

¿Es esto sorprendente? No. En un país de siete millones de habitantes que ha librado media docena de guerras con sus vecinos en tres cuartos de siglo, donde cada ciudadano salvo que sea ultraortodoxo o árabees, ha sido o será militar, donde el ejército se vive como el crisol ideológico de la nación, donde el servicio militar desempeña el papel de agente principal de integración dentro de la sociedad, las fuerzas armadas siempre han estado afectadas por las mismas corrientes y han experimentado las mismas tensiones y contradicciones que todo el cuerpo social. Así pues, no sorprende que un movimiento de revuelta que ha lanzado a la calle hasta medio millón de manifestantes pueda movilizar también a miles de descontentos entre los 170.000 oficiales y reclutas y los 465.000 reservistas del ejército israelí. Sobre todo porque las revueltas de soldados se han convertido en una especie de tradición en el país.

En 1948, poco después de la creación del Estado, David Ben-Gurion se enfrentó a la resistencia de las unidades del Palmach antes de conseguir integrarlas en las nuevas Fuerzas de Defensa de Israel. En 1973, tras la guerra del Yom Kippur, en 1982 y en 2006, tras las dos guerras del Líbano, los reservistas pidieron la dimisión del ejecutivo. Posteriormente, activistas de extrema izquierda intentaron en repetidas ocasiones convencer a los soldados de que no sirvieran en Cisjordania, mientras que la extrema derecha intentó convencerlos de que no participaran en el desmantelamiento y la evacuación de los asentamientos. Pero en estos casos, las protestas no movilizaron a más de unas docenas de manifestantes.

Pero ya no es así. Ahora son miles de soldados, oficiales, reservistas, de las unidades más respetadas y admiradas del ejército, y miles de miembros en activo o retirados de los servicios de inteligencia interior y exterior los que se declaran en estado de desobediencia. Los primeros en mostrar su enfado fueron 330 veteranos de las unidades especiales de inteligencia, que firmaron y difundieron una petición a finales de febrero en la que declaraban que se negarían a prestar servicio si continuaba el cambio de régimen sin un amplio debate y un acuerdo negociado. Pocos días después, se les unieron 80 reservistas del Departamento de Investigación de Inteligencia Militar, seguidos por 500 veteranos de la unidad de inteligencia electrónica 8200 y al menos 45 médicos militares.

Uno de esos médicos militares, el teniente coronel Yuval Horowitz, director del departamento de nefrología del Hospital Ichilov de Tel Aviv, explicó al diario Haaretz a principios de mes por qué estaba enfadado: "Nosotros, que nos oponíamos a la ocupación, servimos durante décadas bajo gobiernos de derechas. Bajo sus órdenes, hicimos cosas que eran claramente ilegales. Usábamos ambulancias para montar patrullas, dábamos seguridad a los colonos cuando nos lo pedían porque era nuestro deber y era el gobierno de un país democrático quien lo ordenaba. Ahora todo es diferente. Los dirigentes actuales han llevado a la Knesset a los "jóvenes de las colinas", esos colonos a menudo violentos que ocupaban los puestos de avanzada ilegales. Se trata de personas para las que la noche es día y el día es noche. La verdad es mentira y la mentira es verdad. Creen ser la sal de la tierra, mientras que a los oficiales que han dedicado toda su vida a la defensa del Estado se les llama anarquistas. Aquí falla algo fundamental”.

Con los mismos argumentos, o anunciando que rechazaban los llamamientos de su unidad mientras el gobierno buscara el cambio de régimen desde la Knesset, otros oficiales o grupos de soldados se declararon en estado de desobediencia.

"Rebeldes de uniforme”

Pero es en el Ejército del Aire, objeto de un verdadero culto en Israel, donde la "rebelión" anti-Netanyahu es probablemente más espectacular. En este ejército de élite, cuyos efectivos y organización son secretos, y del que sólo se sabe que dispone de cerca de 400 aviones y 300 helicópteros de combate, unos 1.200 pilotos y navegantes han avisado de que no se presentarán voluntarios para las misiones que se les pedirían si sale adelante la "reforma judicial" de Netanyahu. Unos 100 oficiales de una unidad especial de las fuerzas aéreas entre ellos dos ex jefes de Estado Mayor del Ejército del Aire han amenazado con no presentarse a las citaciones del mando si prosigue el "golpe judicial" del gobierno. Varias docenas de tripulantes de la unidad 669 de "búsqueda y rescate" del Ejército del Aire, encargada de encontrar y repatriar a los pilotos derribados en territorio enemigo, han adoptado la misma actitud.

Más espectacular aún, la prensa israelí informó de que 37 de los 40 pilotos y navegantes del "Escuadrón 69" advirtieron que no asistirían a la reunión informativa a la que habían sido convocados el 8 de marzo, para poder dedicar la jornada a un debate sobre la crisis que atraviesa el país. El asunto ha hecho tanto ruido porque que el "Escuadrón 69", con base en Hatzerim, a las puertas del Néguev, equipado con una veintena de bombarderos americanos de largo alcance F-15-I, diseñados especialmente para Israel por McDonnell Douglas, es una de las unidades de ataque estratégico de la fuerza aérea israelí. Sus aviones, adquiridos a finales de la década de 1990 con vistas a atacar las instalaciones nucleares de Irán, participaron en la destrucción del reactor nuclear de Siria en 2007. Uno de los ex comandantes del "69" es el general Tomer Bar, actual jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas.

El general Bar, a caballo entre la obediencia a las órdenes del gobierno y la solidaridad con sus tripulaciones en la crisis más grave a la que se ha enfrentado el ejército israelí en tiempos de paz, optó inicialmente por cesar al coronel Gilad Peled somo reservista: no pertenece a la escuadrilla del 69, pero mandó una base aérea antes de pasar a la reserva el año pasado y convertirse en portavoz de los militares indignados. Pero ante las reacciones de todo el ejército, el general Bar revocó su decisión unas horas más tarde y restituyó al coronel rebelde en sus responsabilidades de piloto de combate en la reserva.

El coronel Peled dice que nunca había sido "el Che Guevara de las manifestaciones militares" y afirma que solo se había ocupado, "con otros oficiales, de recoger las decisiones tomadas por los múltiples escuadrones del Ejército del Aire, para dar cuenta de ellas, y no difundir instrucciones de desobediencia". "Este episodio", afirma un alto oficial retirado que reconoce haber firmado uno de los primeros llamamientos militares contra las "reformas" de Netanyahu, "ilustra en realidad la sensación de pánico que se apoderó del Estado Mayor al descubrir el nivel de enfado en el ejército, y que ahora se ha extendido al ministro de Defensa y a los políticos que rodean a Netanyahu."

Lejos de disuadir a los aviadores israelíes de entrar en vereda, la aventura del coronel Peled ha tenido en realidad el efecto contrario: hace una semana, 180 nuevos pilotos, 50 controladores de vuelo y 40 operadores de drones de vigilancia y combate se negaron a participar en sus misiones de entrenamiento, y 650 reservistas de inteligencia del Aire anunciaron que boicoteaban su llamamiento al servicio activo. Es cierto que los "rebeldes de uniforme" de las fuerzas de defensa israelíes tienen motivos para sentirse cada vez menos solos. 

Ni la creciente participación de los militares en la movilización de la sociedad civil que también es cada vez más masiva, ni los llamamientos de los jefes de los cuatro mayores bancos de Israel para que "detengan inmediatamente" esta "reforma que transformaría Israel en una dictadura" parecían capaces de influir en Netanyahu. Hasta ahora, sólo parecía obedecer a una preocupación: protegerse lo más rápido posible ante los procesos judiciales que tiene abiertos. Había desechado sin más la propuesta de compromiso del jefe del Estado, Isaac Herzog, y tratado con la misma desfachatez, antes de cesarlo, al ministro de Defensa porque le sugirió "congelar" sus proyectos de reforma.

Después de haber permitido que sus allegados y sus comunicadores calificaran a los manifestantes tanto civiles como militares de "anarquistas", "terroristas" y "sionistas provisionales dispuestos a abandonar Israel a la primera oportunidad", intentó en vano jugar a la connivencia con los militares "disidentes" haciendo que periódicos amigos publicaran la foto en blanco y negro de su carné militar de identidad, para recordar que también había pertenecido a la unidad Sayeret Matkal de las fuerzas especiales La maniobra fue burda y le costó cara.

Los israelíes saben que Benyamin Netanyahu reivindica dos legados desde que entró en política. El ideológico de su padre, Bension Netanyahu, secretario de Vladimir Jabotinsky, teórico del nacionalismo sionista, que soñaba con un gran Israel que se extendiera a ambos lados del río Jordán, desde el Mediterráneo hasta las fronteras de Irak. Y el legado patriótico de su hermano, Yonathan, comandante del Sayeret Matkal, muerto en julio de 1976 en Entebbe, cuando dirigía la operación de rescate de los pasajeros de un Airbus de Air France secuestrado en Uganda por terroristas.

Indignados por su cinismo y el uso abusivo, en estas circunstancias, del héroe nacional que fue su hermano, una docena de supervivientes del comando de Entebbe enviaron una mordaz carta al primer ministro en la que le recuerdan que "Yoni", su compañero de armas, hizo "conscientemente el sacrificio de su vida por el Estado de Israel y el pueblo de Israel" mientras que él, "Bibi, está sacrificando conscientemente a Israel y al pueblo de Israel por sus intereses personales". Y le recuerdan que su padre "abandonó Israel en 1939 y sólo regresó en 1949 (de los EEUU), cuando terminó la guerra de independencia".

Su obstinación, hasta la explosión de cólera del domingo por la noche, lo demuestra: al parecer el primer ministro no comprendió que para una buena parte de los manifestantes y a los ojos de muchos observadores, el movimiento de protesta, originalmente dirigido contra sus proyectos de reforma judicial, está en vías, con el tiempo y con el paso de las manifestaciones, de ampliarse a una población diferente, y a otras luchas: contra las opciones políticas, culturales y sociales que desde hace tiempo ha asumido el electorado del líder del Likud y que ahora apoyan los grupos de extrema derecha, nacionalistas y religiosos que se han unido a la nueva coalición y al gobierno.

Una de esas batallas es la voluntad de poner fin a la ocupación de los territorios palestinos, otra es la lucha contra el creciente peso de la religión en la sociedad. “Por fin ha llegado el tan esperado levantamiento de los laicistas", escribe uno de los columnistas de Haaretz. “Durante décadas, muchos israelíes lo han estado esperando. Y ahora nos estamos sublevando la mayoría de los que no somos ultraortodoxos, que servimos en el ejército y enviamos a nuestros hijos a servir, que nos oponemos a que el Estado financie a los que estudian la Torá y están exentos del servicio militar y de trabajar. Ese momento ha llegado, aunque nadie hable de ello". Esta dimensión de la protesta el apoyo a los palestinos, que se hizo aún más audible tras el pogromo de Huwara, y el hartazgo de los privilegios de los religiosos no es dominante, es cierta. Pero no por ello es menos real.

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Traducción de Miguel López

 

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