Suramérica

¿Qué sucede en Brasil?

Un juez suspende el aforamiento de Lula da Silva y el Gobierno anuncia que lo recurrirá

¿Cómo se puede afrontar una comida familiar de domingo sin terminar dando un portazo y adiós muy buenas? He ahí una de las preocupaciones que se dejaban sentir en las redes sociales el pasado fin de semana, en un Brasil que se encuentra más dividido que nunca. ¿Hay que respirar hondo cuando un cuñado convencido de haber ganado te llama petralha –un juego de palabras insultante para referirse a los militantes del Partido de los Trabajadores (PT)– o morderse la lengua cuando una tía afirma que eres una coxinha, una fritura brasileña a base de pollo, símbolo de la burguesía conservadora?

Brasil está dividido a raíz de la entrada en el Gobierno del expresidente Luiz Inacio Lula da Silva. Su nombramiento como jefe de la Casa Civil, equivalente en Brasil al primer ministro, ¿es legítima o estamos ante una maniobra para que escape de la Justicia? Como responsable de esta cartera, la suerte de Lula depende del Tribunal Supremo y no de un juzgado de primera instancia. De esto modo, evitaría fundamentalmente al juez Sergio Moro, el mismo que tenía previsto imputarlo en el marco de la operación Lava-Jato (literalmente, lavado a presión), que investiga desde hace dos años la corrupción en el seno de la empresa nacional de hidrocarburos Petrobras.

Se divide todavía más, hasta ser la gota que colma el vaso, después de que el juez Moro proporcionase a la prensa una conversación telefónica entre Dilma Rousseff y Lula. En esta llamada, la presidenta le dice a su mentor que le va a enviar el “decreto oficial” de su nombramiento. “Utilízalo sólo en caso de necesidad”, añadía. La conversación, que se ha percibido como la prueba de que la entrada en el Gobierno de Lula es el salvoconducto destinado a evitar que ingrese en prisión, ha llevado a cientos de miles de opositores a manifestarse en las calles. Inmediatamente, la Justicia ha dejado sin efecto este nombramiento.

Otro tema de disputa tiene como protagonista al juez Sergio Moro. ¿Estamos ante el “salvador de la patria” o el “juez que promueve el golpe de Estado”? Hasta la semana pasada, incluso en las filas progresistas se concedía al magistrado el beneficio de la duda. Bien es verdad que recurría A métodos más que discutibles e inéditos en Brasil –prisión preventiva desmedida, incitación a la denuncia e instrumentalización de la prensa–. Bien es verdad que ha hecho gala de una parcialidad perturbadora, puesto que sólo ha emprendido medidas contra las figuras más próximos al Gobierno, no así contra los líderes de la oposición, pese a que también aparecen salpicados por la corrupción. Sin embargo, todo parecía indicar que se trataba de una estrategia temporal y que, rápidamente, los partidos de derechas sumarían muchos imputados en sus filas.

Sin embargo, con la divulgación de las grabaciones las cosas han cambiado porque se pone de manifiesto que Sergio Moro está dispuesto a todo para debilitar a Lula y a Dilma Roussef. De hecho, la grabación se obtuvo a primera hora de la tarde, tras hacerse público el nombramiento del expresidente. Y todo ello pese a que el mismo juez en persona había puesto fin a las escuchas dos horas antes, lo que tendría que impedir la utilización de dichas conversaciones.

El magistrado de Curitiba, provincia del sur del país desde donde lleva a cabo la investigación, al reconocer que actúa hasta el límite que permite la ley, cree que está en su derecho. “La democracia en una sociedad libre exige que los gobernados sepan lo que hacen los gobernantes, incluso cuando buscan protegerse”, ha declarado. También ha comparado su actuación a la de los jueces del caso Watergate, que desencadenó la dimisión del presidente Richard Nixon para evitar ser destituido. Sin embargo, en opinión de cientos de juristas reunidos en la Universidad de São Paulo, la actuación del juez Moro “abre la veda al fin del Estado democrático de derecho en Brasil”, en aras de un “Estado policial”.

¿Y qué hay de los magistrados que han suspendido el nombramiento del expresidente? Itagiba Catta Preta Neto, el primero, juez federal de Brasilia, antes de su pronunciamiento, había publicado en su cuenta de Facebook fotos suyas en manifestaciones contra la presidenta, al grito de Fora Dilma. También hay imágenes de la bandera francesa en la que se puede leer Libertad, igualdad fratenidad... e Fora Pété (fuera PT) y un comentario dirigido a conquistar a las clases medias: “Colabora en la derrota de Dilma y podrás regresar a Miami y a Orlando. Si ella pierde, el dólar baja”, se dice en alusión a la devaluación del real frente al billete verde, que hace prohibitivo cualquier viaje a Estados Unidos.

En cuanto a Gilmar Mendes, el juez del Tribunal Supremo que ha ratificado la suspensión, imposibilitando la entrada de Lula en el Gobierno, es conocido por sus vínculos con la oposición y por sus virulentos discursos contra el jefe del Estado.

La semana que se acaba de vivir en el país ha estado marcada por las protestas reiteradas en la calle. Al contrario de lo que sucede en los países latinoamericanos vecinos, en Brasil no son habituales las grandes movilizaciones, salvo en momentos muy convulsos, como en 1964, en vísperas del golpe de Estado militar, o en 1992, cuando el presidente Fernado Collor prefirió dimitir para evitar su destitución. El pasado domingo 13 de marzo, tres millones de brasileños vestidos de verde y amarillo, los colores de la bandera nacional, salieron a la calle para exigir la dimisión de la presidenta, reclamar el ingreso en prisión de Lula y para homenajear a Sergio Moro, al que se podía ver en pancartas y camisetas. De todo ello dio cumplida cuenta los principales medios de comunicación, que se encuentra en campaña contra la presidenta.

Lucha de clases

En ese momento era impensable imaginar que, cinco días más tarde, cientos de miles de personas, el 18 de marzo, volviesen a tomar las calles de las principales ciudades del país para mostrar su rechazo a lo que se percibe –cada vez más– como un “golpe de Estado civil”. Algunos dudaron mucho antes de volver a sacar del armario la camiseta roja, dada la decepción que sienten por el Gobierno, el PT y Lula, hasta el punto de pensar que han roto el sueño de toda una generación. Sin embargo, al ver cómo se aliaban líderes opositores de discurso revanchista, jueces partidistas, medios de comunicación sin escrúpulos e incluso la patronal –la Fiesp, principal patronal del país, llegó a repartir comida entre los manifestantes anti-Dilma que exigían dimisión–, una parte de Brasil respondió.

Los manifestantes, mucho menos numerosos que los que se movilizaron el 13 de marzo, no eran pro-Dilma ni siquiera pro-Lula, quien durante mucho tiempo pareció un símbolo intocable y que participó en la primera marcha, la de Sao Paulo. Entre los que salieron a las calles había militantes de izquierdas y de movimientos sociales, pero también votantes de derecha que rechazaban la retórica del fin justifica los medios para volver al poderfin justifica los medios. En las calles se veía la otra cara de Brasil, manifestaciones en las que negros, obreros y jóvenes eran multitud.

La lucha de clases entraba en escena. El 13 de marzo, los manifestantes exigían la marcha de Dilma Roussef. Una parte aprovechaba la ocasión para reclamar el fin de la discriminación positiva para con los negros en las universidades, las ayudas sociales para los más pobres y el aumento sistemático del salario mínimo.

El 18 de marzo, la calle pedía “más derechos y menos odio”, la solidaridad, la inclusión social, la cultura y las oportunidades para todos. A veces contra Dilma Roussef, cuyo segundo mandato ha estado marcado por las medidas conservadoras, a veces retrógradas. “Un Gobierno injustificable”, murmuraban los manifestantes, entre el enfado y la resignación. En las miradas que se reconocían en la calle no había ni rastro de alegría, sino que se percibía una bocanada de oxígeno, el alivio de ya no estar solos.

Porque las manifestaciones “contra el golpe de Estado” han logrado romper con el relato del que se hacía eco la prensa internacional de buen grado, según el cual la caída del Gobierno es fruto de las protestas de la calle y de las élites contra la corrupción. El caso Lava-Jato habrá tenido el mérito histórico de hacer tambalearse a altos cargos políticos y responsables de empresas que hasta ahora gozaban de impunidad real, pero ha quedado desnaturalizado por sus propios promotores y recuperado por instituciones para las que la lucha contra la corrupción no se encuentra, en absoluto, entre las preocupaciones.

Las denuncias han demostrado a los más ingenuos que el PT ha sido incapaz de inventar otra forma de hacer política y sobre todo de financiar sus campañas electorales. Aunque de momento no han quedado probadas, las acusaciones contra Lula –por beneficiarse supuestamente de favores por parte de empresas implicadas en casos de corrupción de Petrobras– deben ser realmente investigadas. Estas investigaciones, las ordene un juez de primera instancia o, si se convierte en ministro, el Supremo, que ha demostrado estos últimos años que ser al menos tan rigurosa.

Del mismo modo, si se confirman las acusaciones contra Dilma Roussef –supuesta financiación de campaña ilegal y tentativa de obstrucción de la justicia–, efectuadas recientemente por el exsenador del PT, Delcidio Amaral, a cambio de una reducción de penas, su destitución sería prácticamente inevitable. El problema es que el proceso hasta alturas ya habrá adquirido tintes de farsa.

Por su parte, el presidente de la Asamblea Eduardo Cunha ha aprovechado el caos jurídico institucional en el que se halla inmerso el país para acelerar la constitución de la comisión parlamentaria encargada de examinar los eventuales “delitos de responsabilidad” de la presidenta. Incluso ha decidido que las sesiones se celebren a diario, también lunes y viernes, algo excepcional en Brasilia. El objetivo sería que la comisión recomiende antes de finales de abril a la asamblea plenaria la destitución. Para ello, será necesario contar con los votos de los dos tercios del Parlamento y del Senado para que sea efectiva.

También hay que recordar que Eduardo Cunha está acusado –y no imputado como Lula y Dilma– y es objeto de varias investigaciones tras conocerse que cuenta con cinco millones de dólares en cuentas secretas en Suiza. La comisión parlamentaria, donde ha conseguido nombrar a uno de los suyos como ponente, está lejos de ser un modelo de ética. De los 65 diputados, 36 sonobjeto de investigaciones por varios delitos y por diferentes casos de corrupción.

Entre los acusados se encuentra Paulo Maluf, contra quien pesa una orden de detención de Interpol, y que hace varios años que no ha salido del país. También ha sido condenado en Francia por blanqueo de dinero. El presidente del Senado, Renan Calheiros, cuyo papel será primordial en la eventual destitución –la Cámara Alta tiene la última palabra en la decisión– también aparece en varias ocasiones en la investigación Lava-Jato.

Renan Calheiros no sale mejor parado que el senador Aécio Neves, presidente del PSDB (Partido de la Socialdemocracia Brasileña, de derechas) y candidato derrotado en los comicios de octubre de 2014 en los que venció Dilma Rousseff. Calheiros aparece al menos en cinco ocasiones en el caso de corrupción de Petrobras, sobre todo con relación a las confesiones del arrepentido Delcidio Amaral, quien también ha implicado al vicepresidente Micherl Temer, hombre que se pondría al frente del Gobierno en caso de que Dilma Rousseff si se viese forzada a dimitir.

Así las cosas, el panorama es bastante más ambiguo y para la población, angustioso, de lo que podría parecer a simple vista. Al fingir que se hace justicia, incluso al actuar al margen de la ley, instrumentalizar la policía y los medios de comunicaciones, los magistrados que trabajan para Sergio Moro asumen un papel político cuyas consecuencias prácticamente inevitables serían las de llevar al gobierno a persona y partidos al menos tan corruptos como aquellos a los que se combate. De lo que no hay duda es que los perdedores serán la democracia brasileña y las clases populares, cuyos derechos, ya menoscabados, serán cuestionados tras la caída del Gobierno.

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Traducción: Mariola Moreno

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