El drama humanitario de los cinco millones de sirios y afganos atrapados a las puertas de la UE

Cola de migrantes y refugiados en Edirne, Turquía.

Zafer Sivrikaya (Mediapart)

En la noche del 10 de enero, un grupo de hombres que decían ser policías entraron en un piso de Bayrampasa, un barrio obrero de Estambul, y se dispusieron a robar a sus ocupantes, refugiados sirios que compartían piso. Se produce entonces una refriega en la que Naïl El-Naif, de 19 años, muere apuñalado. Delito infame o acto racista, los asaltantes decidieron en cualquier caso atacar a refugiados, considerados blancos fáciles.

En todo el país aumentan los incidentes violentos. A finales de noviembre de 2021, en Esmirna, tres refugiados sirios perdieron la vida en un incendio reivindicado por un ultranacionalista. Y las redes sociales, en las que una banda ultranacionalista cuelga vídeos de refugiados apaleados, están llenas de improperios contra los extranjeros.

El país está sumido en una crisis económica y una inflación galopante y preocupado por la posible llegada de nuevas oleadas de personas que huyen de Afganistán o Siria. Aumenta la hostilidad hacia los cinco millones de refugiados (cifras oficiales) que han encontrado refugio en el país en los últimos diez años.

“Al principio, todo iba bien, pude estudiar en una universidad turca, aprender el idioma, tenía la intención de hacer mi vida aquí, sobre todo cuando me ofrecieron la nacionalidad turca”, recuerda Amer, de 28 años, que llegó en 2014. “Luego la situación se deterioró, el racismo contra los sirios reina y las perspectivas económicas son limitadas. Si tengo la oportunidad, me iré a Europa”.

Desde 2016, un acuerdo firmado entre Turquía y la Unión Europea bloquea el paso de migrantes. Sólo unos pocos se arriesgan a pasar clandestinamente a Grecia, arriesgándose a naufragar o a ser deportados ilegalmente por las fuerzas de seguridad griegas, manu militari.

“Es un acuerdo indigno de los valores que reivindica Europa, que condena a estos migrantes a una vida de miseria y que sirve de instrumento de chantaje para el Gobierno turco, que lo utiliza regularmente para obtener concesiones políticas de los europeos”, afirma Özgür Atakan, activista de la asociación.

Si quiere obtener el estatus de refugiado en Europa, Amer tendrá que renunciar a la nacionalidad turca que le han concedido, como otros 150.000 sirios: “Me lo estoy pensando, sí, pero mientras tanto, tengo derecho a votar y tengo que decir que no soy muy fan de Erdogan, pero no tengo más remedio que intentar bloquear a la oposición, dado lo que nos prometen si llegan al poder”.

Refugiados señalados por la oposición

Por conveniencia política, por nacionalismo y por miedo a que estos refugiados tengan simpatías por los islamistas y considerados como la futura base electoral y demográfica del AKP (partido islamonacionalista en el poder), la oposición hace demagogia. “En los dos años siguientes a nuestra llegada al poder, todos nuestros hermanos sirios serán devueltos a su país”, promete regularmente Kemal Kiliçdaroglu, líder del principal partido de la oposición (CHP, partido kemalista laico y nacionalista). El derecha dura del IYI, en la oposición, tampoco escatima las declaraciones incendiarias.

Sólo el HDP, que congrega una parte del voto kurdo y de la izquierda turca, se abstiene de participar en el concierto de maldiciones.

Abdullah Omayra, de 35 años, es originario de Damasco. Llegó a Turquía en abril de 2013, procedente de una familia pequeño burguesa y licenciado en ingeniería informática, pero huyó de Siria tras resultar detenido. Corría el riesgo de ser encarcelado o ser reclutado a la fuerza por el Ejército del régimen de Assad.

Abrió su pequeña tienda de comestibles, el Cham Market (mercado de Damasco), en el popular, conservador y cosmopolita barrio de Fatih. “Es cierto que la tensión va en aumento, pero personalmente sigo teniendo buenas relaciones con mis vecinos turcos, y los clientes turcos siguen viniendo a la tienda”, relativiza.

El ayuntamiento del barrio, bastión del AKP, ha dado instrucciones para disuadir a los propietarios de alquilar sus pisos a extranjeros. “El racismo está aumentando con la crisis económica y me preocupa el futuro, pero aun así me gustaría obtener la nacionalidad turca y quedarme aquí hasta que se estabilice la situación militar, económica y política en Siria”, explica Abdullah Omayra.

Para este padre de familia, la salida clandestina hacia Europa está descartada: “Mucha gente a mi alrededor sueña con Europa, pero yo he invertido aquí, es un país más cercano a mí culturalmente hablando y, además, cruzar las fronteras, encontrarse a merced de la Policía y los guardias fronterizos, encerrado en campamentos, es una humillación que me resultaría insoportable”.

En lugar de optar por el estatus de “protección temporal” del que pueden disfrutar los sirios, que les da derecho, al menos en teoría, a una serie de beneficios, entre ellos el acceso gratuito a la educación y la sanidad, prefiere mantener su permiso de residencia de turista. “No quiero que me acusen de aprovecharme del Estado”.

En la frontera iraní, un muro de 43 kilómetros

No todos tienen este lujo, especialmente los refugiados de Afganistán –300.000 según las cifras oficiales, más teniendo en cuenta sus intentos de permanecer invisibles por miedo a las autoridades–. Huyendo de los combates y luego del avance de los talibanes, los afganos acudieron en masa durante el verano, aunque no se produjo la oleada temida por las autoridades debido a las dificultades que tienen los aspirantes a exiliados para salir.

Asumiendo todos los riesgos, guiados por contrabandistas que pueden regresar en cualquier momento, los refugiados atraviesan Irán, sumido en una gravísima crisis económica debido a las sanciones internacionales, para llegar a Turquía, principalmente a la provincia de Van, en el extremo oriental del país.

Un muro de 43 kilómetros se extiende ahora a través de la cresta de la montaña, el comienzo de un proyecto para hacer impenetrables los puntos de paso más concurridos. Un proyecto condenado al fracaso ante el ingenio de los contrabandistas, la determinación desesperada de los refugiados y la gran extensión de la escarpada frontera de 513 kilómetros, pero que, según la prefectura, ha permitido “evitar 120.000 cruces de frontera a lo largo del año”.

Mientras Abdullah Omayra se ve a sí mismo en Turquía, la gran mayoría de los refugiados afganos ven el país como un punto de tránsito hacia Europa.

Najibullah, de 28 años, era un soldado del Ejército afgano. Tras la caída del país en manos de los talibanes, se exilió con su mujer y sus dos hijos. “Llegué en septiembre, después de un mes de ruta, cruzar la frontera turca fue muy complicado, nos devolvieron al lado iraní varias veces los soldados turcos, que me golpearon”.

Las fuerzas de seguridad turcas están intensificando los controles para identificar a los inmigrantes y llevarlos a centros de detención financiados por la UE hasta que se restablezcan las relaciones diplomáticas con Kabul, de modo que puedan ser deportados a Afganistán o, según algunos activistas de derechos humanos, devueltos ilegalmente a través de la frontera.

“No puedo ir a pedir papeles porque me detendrían, así que no tengo permiso de trabajo, tengo que trabajar en negro con el miedo constante a un control policial. Mi jefe me paga 1.500 libras, pero con el alquiler y los gastos, me quedan 100 libras a final de mes, no podemos alimentarnos, sobre todo porque cuando voy a comprar, los comerciantes me cobran el doble del precio normal”, se desespera el padre de familia que sobrevive día a día con la esperanza de llegar a Alemania.

La situación de los que llevan más tiempo aquí también se está deteriorando. Seddiqa Haidari está en Turquía con su marido y su hija desde 2018. Cuando llegó, consiguió papeles a través de la agencia de la ONU para los refugiados, pero no se los renovaron.

“Ahora no tengo papeles, por lo que no tengo seguro médico, aunque tengo problemas que requieren asistencia médica, ya no puedo ser un inquilino legal y tuvimos que mudarnos a un cuchitril con goteras y desde el inicio del curso escolar el colegio se niega a matricular a mi hija de 11 años. Habla muy bien turco, le gusta mucho la escuela y quiere mucho a sus compañeros, pero ahora languidece en casa a la espera de saber si podrá volver”.

Una frontera mortal

En la zona destinada a indigentes del cementerio de Van, junto a un grupo de tumbas frescas que contienen los cuerpos de los guerrilleros del PKK, hay lápidas con las palabras “bebé”, “afgano” o “lago”. Estas son las tumbas de los exiliados que han perdido la vida en esta zona montañosa, donde las temperaturas caen regularmente hasta los 30 grados bajo cero, por agotamiento, frío, una caída, ahogarse en el lago o ser víctimas de un accidente de tráfico. Los contrabandistas conducen minibuses a una velocidad vertiginosa, quitando los asientos para que quepa más carga humana.

El empeoramiento de la crisis económica y las tensiones políticas apuntan a un futuro más precario para millones de refugiados en Turquía. Europa, en cambio, pretende mantener el rumbo de su política migratoria. En junio de 2021, el Consejo Europeo decidió asignar 3.000 millones de euros de ayuda adicional a Turquía como continuación del acuerdo de 2016. En diciembre ya se pagaron unos 516 millones de euros.

En esa ocasión, Olivér Várhelyi, Comisario de Ampliación y Vecindad, declaró: “Esta nueva financiación para los refugiados y las comunidades de acogida en Turquía demuestra que la Unión Europea sigue cumpliendo sus compromisos. Permitirá que cientos de miles de niños refugiados sigan yendo a la escuela y reciban una educación de calidad”. Seddiqa Haidari y su hija lo juzgarán.

Traducción: Mariola Moreno

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