Ensayo

Constantino Bértolo: “Hoy lo máximo que se pide es un capitalismo mejor”

El editor y crítico literario Constantino Bértolo.

Constantino Bértolo (Lugo, 1946) ya no lee novela. Que lo admita él, que ha sido editor de Debate y Caballo de Troya (que abandonó con su jubilación en 2014) y que sigue siendo una figura clave de la cultura española, resulta descorazonador: "Tiene que ver con la edad, porque es un género adolescente, que te abre al mundo, y el mundo, a mí, ya no... Pero también es verdad que he acabado un poco desencantado, del ambiente literario y de todas sus parafernalias". Habla, sin embargo, desde la sede de la editorial Turner, donde acaba de publicar Cartas desde la revolución bolchevique, de Jacques Sadoul (1881-1956), cuya traducción ha realizado con su hija Inés y al que han añadido un prólogo que arroja luz sobre el turbio diplomático francés... y sobre los sucesos de 1917, a unos meses de que se imponga el centenario. 

El editor se topó con la edición francesa del volumen de cartas, escritas entre el 2 de octubre de 1917 y el 17 de enero de 1919, y se sorprendió de que jamás se hubieran publicado en España. Le sedujo especialmente hacer coincidir la edición de estas cartas desde y no sobre la revolucióndesdesobre en un momento en que la cultura se prepara para aplicar barniz de nuevo sobre el significado y las consecuencias de aquellos hechos. En el prólogo defiende cómo la Guerra Fría, y más tarde la caída de la Unión Soviética, definió una interpretación única de esos años: "Todas aquellas interpretaciones que no acepten como juicio final el fracaso del experimento comunista que aquella revolución puso en marcha son cultural y políticamente, aparte de 'sospechosas', minoritarias". Por eso no espera gran cosa del centenario. O sí, "una avalancha de libros bolcheviques y anticomunistas, como ya se ha hecho". "A diferencia de la Revolución Francesa, la de octubre, de tan despreciada, está ignorada, y yo diría que casi afortunadamente, porque prefiero que los jóvenes se acerquen a ella desde la ignorancia que desde el relato hegemónico actual", protesta.

Aunque Bértolo solo figuró en las listas del Partido Comunista entre 1972 y 1978, no abandonó nunca la militancia, con más empeño incluso en terrenos tan despolitizados como la cultura. Su acidez —contra los premios literarios, contra la promoción desmedida, contra la concentración editorial— sigue ahí, todavía disonante y minoritaria. Hay cierto parentesco en su forma de mirar con la de Jacques Sadoul, el autor que le ocupa desde hace más de un año, un observador capaz de comprender que la revolución bolchevique no sería cosa de una semana y capaz de reivindicar su propio análisis del asunto, aunque esto le supusiera acabar siendo condenado a muerte. Un personaje que el mismo editor define como turbio —se le acusó de colaboracionismo con Vichy tras el pacto germano-ruso—; pero cómo no serlo "en un tiempo turbulento", cuando "las aguas manchan".

"También es verdad que él es honesto", objeta. Informa a su superior, el exministro de Armamento Albert Thomas, tanto de los logros de la organización bolchevique (la redistribución de los víveres, la gerencia del ejército) como de la violencia (las violaciones al batallón de mujeres que defendía el palacio de invierno). Y esto le permite ser certero. Sadoul es enviado a Rusia por el Gobierno francés con la excusa de informar sobre el comercio del alcohol y el platino y la verdadera misión de actuar como informante sobre los acontecimientos políticos que inquietaban a los aliados. "Llama la atención que él, desde la primera semana, capta lo que está pasando, que es que la gente no aguanta", explica, "No el proletariado organizado, sino que en la calle, en los comercios, la gente quiere que se firme la paz ya. Y los bolcheviques son los únicos que lo defienden".

No es que el francés, entonces un socialista moderado, fuera un defensor de la causa. Al contrario. En una de sus primeras cartas define a "las bandas de bolcheviques" como "una horrible mezcla de idealistas utópicos, imbéciles, malhechores, traidores y provocadores anarquistas". Dos años después, escribía: "A pesar de las espantosas dificultades, las realizaciones maximalistas son asombrosas y dignas de toda nuestra admiración". Para Bértolo, esto no es un bandazo sino un aprendizaje: "Las palabras con las que nosotros nos llenamos la boca, él las ve. Qué significa el poder, qué significa desafiar los privilegios, qué se hace con los sabotajes de los funcionarios, o con los atentados. Él nota la coherencia de los bolcheviques en todo esto, y eso le va ganando". Ayuda también la conciencia de las dificultades con las que se encuentran los bolcheviques, lo que Bértolo llama "la materialidad de la revolución": que el pan siga llegando, los tranvías funcionando y que alguien le dé a Aleksandra Kolontái las llaves de su ministerio. 

Jacques Sadoul (2d), junto a Petit, Pierre Pascal y Marcel Body, informantes del Gobierno francés, en 1922.

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Le cuesta caro. Bértolo compara el caso Sadoul con el caso Dreyfus. Su defensa progresiva de la acción bolchevique y su crítica al Gobierno socialista francés —que prometía fidelidad a los revolucionarios mientras situaba a sus tropas en Ucrania y animaba a los japoneses a entrar por Siberia— le había ido creando enemigos en su país. "Han decidido impedirme volver por todos los medios. Primero han intentado ejecutarme. (...) Ahora piensan en el asesinato legal, es decir, un juicio". Así era. En 1918, Sadoul se adhiere al grupo comunista anglo-francés dentro de la federación de grupos extranjeros, un conjunto creado por los bolcheviques para lograr apoyos internacionales. Eso y su cercanía a Lenin y Trotski bastan para que en Francia le acusen de traición y le condenen a muerte, sentencia que nunca se cumplió y que fue revisada en otro proceso en 1925. De hecho, la primera edición de estas Cartas quería suponer una defensa del diplomático. El escritor, periodista y militante comunista Henri Barbusse, en su prólogo, aseguraba: "Jacques Sadoul ha sido víctima de su sinceridad". 

La implicación de Francia y las demás potencias aliadas es uno de los rasgos más actuales que detecta Bértolo en las crónicas. "Ellos se ven acosados desde fuera, y este acoso obliga a que la revolución vaya hacia un lado y no hacia otro", explica. Hablamos de la cuestión de "la revolución en un solo país" —que los bolcheviques, acorralados por los aliados, consideraron un mal menor o un "bien pequeño"—, tema manoseado por los militantes de los años treinta y de los setenta y que el editor ve de nuevo vigente: "Lo que hoy podemos concluir es hasta qué punto una revolución en un solo país no está encaminada a tener que sobrevivir con enormes dificultades. Ese acoso perturba y distorsiona un proyecto revolucionario". Bértolo habla de Cuba, pero también de Grecia. 

Lo que no ve de actualidad es la revolución misma. Ni siquiera en un momento en que, según dice en el prólogo, "desde distintos y nuevos espacios que se reclaman, con no mucho entusiasmo en verdad, como herederos morales de aquel relato, se busca hoy la construcción de un nuevo imaginario revolucionario". No solo es que no vea las "condiciones subjetivas" para ello, sino que tampoco ve las "objetivas". "La crisis ha sido grave, pero sobre todo para determinados sectores. Otros, aunque se han desclasado, conservan el capital acumulado; va a haber una generación que heredará dos pisos", reflexiona. Y carga de nuevo, sin una pizca de desánimo, más bien con una distancia divertida: "La derrota ideológica de la Guerra Fría ha dado lugar a que no sea posible una revolución, porque hoy lo máximo que se pide es un capitalismo mejor. Habrá luchas políticas por gestionar la plusvalía, pero no por cambiar la propiedad de la plusvalía". Y otra más: si "la conciencia revolucionaria, o es organización, o es mera palabrería", eso supone que las hipoéticas masas populares necesitan un partido que "canalice el impulso". "Y eso, hoy... No sé". 

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