Cultura

¿Pueden los libros salvar la democracia?

Imagen del preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos.

Recientemente, Arturo Pérez Reverte lanzo un tuit que agitó a los piantes:

La cita está entresacada de El mundo de ayer, de Stefan Zweig, y en su versión extensa, sigue con un reproche a las democracias complacientes:

"Y puesto que la conciencia europea —para vergüenza e ignominia de nuestra civilización— insistía con ahínco en su desinterés, y a que aquellos actos de violencia se producían ‘al otro lado de las fronteras’, las dosis fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta tal punto que al final toda Europa cayó víctima de tales actos. Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya de tantear el terreno poco a poco e ir aumentado cada vez más su presión sobre una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos".

Para el que quiera leerlas, las señales están ahí, en las estanterías, entre La libertad de ser libres, de Hannah Arendt, y Contra el fascismo, de Umberto Eco, al lado de Cómo mueren las democracias, de Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, y junto a Así termina la democracia, de David Runciman. Son, al decir de algunos, "libros para salvar la democracia", aunque hay quien sonríe displicente ante ese sintagma. Porque, ¿existen tales libros?

"Existen ―responde José María Lasalle―. Son aquellos que nos ayudan a pensar la política sin tutelas, fomentando nuestra libertad y cooperación responsables. Hoy, más que nunca necesitamos salir de esto dentro de una narrativa que nos haga libres y dispuestos a cooperar con los otros".

La cultura escrita "es imprescindible para que la democracia pueda existir y para que pueda haber procesos de democratización", viene a coincidir Jule Goicoetxea. Hay otros, desde luego, pero los libros son uno de los elementos necesarios para que la población pueda alcanzar igualdad y emancipación política, social y económica, precisamente porque son la base de la educación, y la educación es esencial para que la población o el pueblo pueda autogobernarse. "No hay democracia sin cultura, y la cultura está compuesta por todo tipo de convenciones que nos convierten en sujetos concretos, nos da identidad y agencia."

La bengala de emergencia lanzada por Lassalle (profesor, exdiputado, escritor) se tituló Ciberleviatán. Su tesis: la revolución digital destruye la democracia "porque el diseño algorítmico va haciéndonos más eficientemente nosotros cuando ejercemos nuestras decisiones. La prescriptibilidad de los algoritmos nos resta espontaneidad y falibilidad. Nos encierra en un bucle de preferencias y decisiones que nos hacen ser más eficientemente lo que ya somos. Vivimos una libertad asistida que va haciendo que nuestra huella digital sea el resultado de comportamientos algorítmicamente inducidos". Si advierte de este peligro es porque cree que se puede revertir, que "siempre estamos a tiempo si se preserva una estructura de derechos y un marco institucional que permita nuestra emancipación crítica".

La señal fumígena de Goicoetxea (filosofa política y escritora) fue Privatizar la democracia. "El análisis central son las condiciones que la democracia requiere para desarrollarse en esta era de capitalismo global que privatiza obstinadamente los mecanismos y estructuras que empoderan políticamente a las personas y las capacitan para el autogobierno. La idea central es que no hay democracia sin que las personas puedan, y estén por tanto capacitadas, para gobernarse a sí mismas". Entre esas capacidades cita la sanidad pública, la educación pública, el cuidado público, los recursos y los servicios públicos, "en definitiva, todo aquello que el capitalismo patriarcal y racista odia en tanto que impide la acumulación de capital mediante explotación". Sostiene que la democracia y el capitalismo patriarcal no son compatibles, son sistemas socio-políticos y económicos con objetivos antitéticos: "el capitalismo no quiere que la población se pueda gobernar en base a sus propias decisiones, dado que eso conllevaría la desaparición del capitalismo. El capitalismo se basa en la explotación de la población, y muy en especial de los cuerpos sexualizados y racializados. La democracia se basa en el autogobierno de la población, donde los cuerpos sexualizados y racializados dejan de ser 'la otredad'".

El final de un sueño 

Vivimos días amargos en un tiempo que parecía llamado a ser glorioso para la democracia. Entrevistado por Daniel Capó, Manuel Arias Maldonado (autor de Nostalgia del soberano) admite que la suya (nació en 1974) es "una generación bendecida por la Historia, aunque las personas de nuestra misma edad que vivieron su infancia y juventud al otro lado del telón de acero no podrían decir lo mismo. De ahí que el optimismo de los años 90 estuviera plenamente justificado y fuera natural abandonarse a él". Es posible, añade citando a John Gray, "que en esas dos décadas de despreocupación que van de la caída del Muro de Berlín a la Gran Recesión que comienza en 2008, hiciéramos de la sociedad liberal global un nuevo ídolo; que una utopía liberal tomase forma. Todo eso acaba con la crisis económica, que trae consigo el retorno del nacionalismo y el inédito crecimiento del populismo en Europa y Estados Unidos".

En su opinión, la democracia liberal es la mejor forma de gobierno para sociedades pluralistas, ahora bien: "los ciudadanos tienen que querer ser ciudadanos, en lugar de preferir convertirse en súbditos sin derechos políticos". Súbditos que lo supeditan todo al acto de consumir.

El ciudadano demediado

"La ciudadanía se va disolviendo en un contexto cotidiano donde la famosa transformación digital se está consumando ―afirma Lassalle―. Trabajamos online, consumimos contenidos y usamos apps constantemente. Nos vivimos desde la tecnología y esta nos trata como consumidores y usuarios, no como personas o ciudadanos. Entre otras razones porque en Internet no hay privacidad ni tampoco derechos".

Y nos tomamos por ciudadanos de una democracia de pleno derecho, aunque la soberanía popular haya quedado reducida a un conjunto de ritos vacíos. Votar cada cuatro años, por ejemplo. Que es fundamental, apunta Lassalle, "nos puede parecer esclerótico y limitado, pero es la premisa fundamental de la democracia". Sin uno no existe la otra.

Sin embargo… "Nunca jamás todos los habitantes de un territorio específico llegaron a ser ciudadanía, ni hoy ni hace un siglo. La ciudadanía, ser sujeto de derechos, solo ha estado al alcance de algunos y en muchas ocasiones se ha relacionado con el derecho a votar y ser votada, derecho a comprar y vender, y derecho a no ser asesinada directamente por el estado, y poco más." Jule Goicoetxea rechaza las propuestas para resolver los déficits democráticos tanto globales como europeos que basadas en la premisa de que la democracia puede funcionar sin comunidades políticas soberanas y sin la capacidad política (capacidad institucional y territorial) que hace posible una comunidad política, "precisamente porque los ideólogos predominantes no quieren sujetos políticos o ciudadanas plenas sino consumidores". Si la mayoría de los pensadores liberales han rechazado la soberanía nacional, popular y estatal como un mecanismo para democratizar el mundo actual es porque son fundamentales para la democratización, "entre otras cosas, porque cuanto menos poder institucional y constitucional tiene una comunidad política, menos soberanía podrá adquirir y, por lo tanto, menos poder tendrá para reproducirse a través del tiempo y el espacio como una democracia". La soberanía puede ser divisible, pero no puede desaparecer, ya que una comunidad sin capacidades políticas y un lugar indiscutible de autoridad no puede gobernarse de acuerdo con sus propias decisiones políticas.

Lo único inaceptable es no hacer nada 

¡Todos a cubierta!

¡Todos a cubierta!

El debate es largo, complejo, esencial para nuestro futuro. La tentación de establecer paralelismos con otras épocas convulsas (los años 30 del siglo XX, sin ir más lejos) es difícil de resistir; los pilares de la democracia liberal que creíamos sólidos se resquebrajan, y de las grietas surgen brotes de engendros que llamamos "democracia iliberal", "autoritarismo por consenso"; el envilecimiento del espacio público es una evidencia palmaria. Sobran motivos para no aceptar el estado actual del mundo, su curso catastrófico, escribe Frédéric Gros en Desobedecer, donde recoge una "provocación" de Howard Zinn: el problema no es la desobediencia, el problema es la obediencia "en la que reverbera la frase de Wilhem Reich: 'La verdadera cuestión no es saber por qué se rebela la gente, sino por qué no se rebela'".

En esa tarea de construcción de pensamiento e independencia de criterio, los libros seguirán guiándonos, balizando el camino. Pido consejo a Lassalle y Goicoetxea. Él me recomienda La monarquía del miedo, de Martha C. Nussbaum, "porque permite precisamente despertar nuestra conciencia frente a ese miedo que alimenta la ira de un fascismo que vuelve a intentar la quiebra de la democracia a partir de la mentira y la búsqueda de culpables"; ella, Territorio, autoridad y derechos, de Saskia Sassen, "porque explica perfectamente en qué consiste el capitalismo global y neoliberal, diferenciándolo del capitalismo industrial de la era internacional: analiza cómo funciona el capitalismo global a nivel supraestatal desnacionalizando el territorio, los parlamentos y todo el entramado político-público, incluido el sistema de justicia, dejando en manos de unas pocas corporaciones las decisiones políticas más relevantes mediante las que nos gobiernan, que es básicamente cómo funciona la Unión Europea, la cual considero un dispositivo del neoliberalismo capitalista".

Leer no basta, pero ayuda.

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