Los libros

El único poeta que vivía de la pluma

Portada de Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero.

José Luis López Bretones

Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero

Manuel Fernández Sanz

Reino de Cordelia

Madrid

2020

En el desdichado limbo de los “raros y olvidados”, que suele mostrarse poroso y siempre deja sitio para más, flota una imprecisa tribu literaria que ha logrado llegar hasta allí por los más variados caminos: la bohemia, la enfermedad, la repentina desaparición, el talento interrumpido, la caprichosa moda, la desatención, el fracaso, la pereza y otra suerte de pecados capitales a veces inexplicables. De vez en cuando sale de ese limbo un autor, por el que se muestra un repentino entusiasmo, y entra otro sin que acabemos de entender muy bien por qué. Pere Gimferrer, que bebía de Rubén Darío —que bebió de Verlaine y de Téophile Gautier—, afirmó que raro era “lo mal leído o mal comprendido o mal difundido.” En todo caso, parecía referirse a esos autores que no encajaban bien en ninguna normatividad canónica o que parecían ajenos —fuese de manera voluntaria o no— a cualquier otra tradición que no fuera la suya propia, la de los raros. Una tradición excéntrica y, como tal, muy dada a las mitologías y los malditismos. Cuando esos escritores desatendidos, excluidos o autoexcluidos lograban eludir los fangales de la mediocridad (que de todo hubo siempre) se nos revelan nombres tan destacables como los de Armando Buscarini, Jacobo Sureda, Isaac del Vando-Villar, José de Ciria y Escalante, Carranque de Ríos, José Rivas Panedas, Francisco Vighi o Juan Pérez Creus, por citar a bulto.

Sea como fuere, al tratar de abrirnos paso entre las densas neblinas del olvido se debe ser consciente de que no todos los autores que las habitan eran canonizables —o que ni siquiera podían serlo—, a despecho incluso, en algunos casos, de la posible fama que pudieron tener en su momento, literaria o biográfica. Uno de esos raros del medio siglo fue Manuel Fernández Sanz (1909-1966), más conocido como Manolito el Pollero. El único libro que llegó a publicar fue póstumo: salió justo un mes después de su muerte, gracias a los buenos oficios de su amigo Camilo José Cela, que lo incluyó, con el número XIV, en la colección Juan Ruiz de las ediciones de los Papeles de Son Armadans. Aquel poemario, agotadísimo desde hace décadas, llevaba el curioso título de Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero y recogía todos los poemas que su autor iba esparciendo por aquí y por allá, en tertulias, francachelas, recitales de ocasión e incluso antologías de más o menos campanillas.

Rico por su casa y bohemio por los cafés y tascas del Madrid de los años cincuenta, alardeaba siempre de ser "el único poeta que vivía de la pluma": concretamente de la próspera pollería que tenía su familia y en la cual trabajó sólo tres días, y eso porque era Navidad y había mucha clientela que atender. Manolito fue un tipo que, al parecer, nunca se tomó demasiado en serio, a pesar de su estimable cultura literaria, de su educación francesa y de tenerse bien aprendidas todas las mañas del oficio.

El título de Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero es bastante celiano y, aunque se diga otra cosa, nos barruntamos que fue sugerido por el propio don Camilo. Libro raro, del que se tiraron en su día pocos ejemplares, llega ahora a los lectores curiosos gracias a una oportuna reedición que sacó Reino de Cordelia en 2020 y que está a cargo de Mario Fernández, quien escribe una esclarecedora introducción e incluye fotos e ilustraciones bastante curiosas además del prólogo original de Cela.

Comilón, bebedor, derrochador con sus amistades del dinero proveniente de las rentas familiares, con el aspecto de un Lezama Lima ibérico, Manolito era un habitual de aquellos cafés literarios de un Madrid perfectamente retratado en La colmena o en Café de Artistas. Solía vérsele por el Café Varela, en la calle Preciados, donde se celebraban los Versos a Media Noche (allí oficiaban también Rafael Azcona, Adriano del Valle, Gloria Fuertes o García Nieto), en la antigua taberna La Cruzada (frecuentada por Mingote o Manuel Alcántara), o incluso en Alforjas para la poesía, unos recitales que se celebraban los domingos a las doce en el teatro Lara y que mezclaban lo más selecto y lo más pedestre de la poesía de la época.

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Podría decirse que Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero reúne las poesías completas de su autor: casi una treintena de composiciones de variada extensión, casi siempre atenidas a moldes estróficos clásicos, aunque su actitud era la del juego y la experimentación, no la de la observancia sumisa. Sus poemas dejan ver en seguida aquello que comentaba Leopoldo de Luis en una reseña para la revista Poesía Española: “no era un ingenio lego ni sus versos brotaron sólo de la espontaneidad y la improvisación. Por el contrario, se trata de un poeta con mucha huella de lecturas y preparación culta”. Efectivamente, al leer a Manuel Fernández Sanz encontraremos, junto a un finísimo sentido del humor, a lo Vighi o a lo Foxá, una notable audacia metafórica, un gusto por la acrobacia léxica y rimaria, una sorprendente versatilidad estrófica repartida en tercetos, cuartetas de varia medida, romances, sonetos, silvas, décimas y otras combinaciones, en las cuales son frecuentes el uso acertadísimo de las aliteraciones, el sabio empleo del anticlímax que evita alifafes sentimentales y, en fin, un modo de producirse entre expresionista y ultraísta, entre ingenuo y malicioso, tremendista y sentimental, sin excluir el chafarrinón lírico a lo Valle, la cabriola rítmica y conceptual a lo Bergamín y, siempre, la percepción del mundo como una feria donde cabe la sorpresa y el horror, la ternura y el hastío, la humorada y la broma gruesa del tiempo y de los días.

Manolito el Pollero escribía porque le divertía, sin reclamar ni ambicionar laureles o puestos en el escalafón. Por eso era también un raro. Tal vez su concepción de la gloria literaria era hacer disfrutar a sus amigos con esos poemas concebidos como versos de ocasión, no para la imprenta o la antología, sino para la carta, el papel volandero o la servilleta del café. Como las del Varela, cuyos tumultuosos recitales nocturnos acabaron siendo prohibidos por la autoridad competente en base al sospechoso jolgorio que provocaban: Manuel Alcántara, otro de los grandes amigos de Manolito, confesó que eran “como un saloon del Oeste”, no apto para poetas pusilánimes o temerosos del insulto, el pataleo bullanguero o la chanza descarnada. Ahora bien, si uno conseguía actuar con éxito en esos recitales se le reconocía como poeta “con derecho a ocupar una mesa sin la obligación de hacer gasto, e incluso a pedir una jarra de agua” (Rafael Azcona). Those were the days.

Y el lector de hoy se acerca a esta Silva, grillera y cigarral con curiosidad y un cierto sentimiento de complicidad, mientras imagina que él forma parte también del cenáculo de los singulares, de los escogidos, que se sumerge en estas páginas como quien desciende a una catacumba secreta para leerlo. Es la extravagante simbiosis operada entre nosotros y Manolito, un raro a quien el mismísimo Jorge Guillén confundió con un heterónimo de Cela y no dudó en felicitarlo por su “garbo poético” y su “extraordinario dominio del lenguaje”. La transgresión, la confusión y el cachondeo: dignas ceremonias para celebrar esta nueva salida a escena del Pollero.

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