Plaza Pública

¿Qué ha sido de la niña de Rajoy?

Marc Pallarès

Seis años después del debate Zapatero-Rajoy en el que el segundo habló de una niña para la que iba a preparar las bases de una sociedad inmersa en el país de las maravillas, ya casi nadie se acuerda de ella. La niña se llama Berta y es ya una adolescente de 16 años. Hace primero de bachiller y vive con su madre, que trabaja a media jornada, con su padre, en paro desde hace tres años, y con su hermano mayor, que está en tercero del grado de derecho.

La familia pasa por unos momentos muy difíciles. Los ingresos que la madre aporta no son suficientes, y si el padre no encuentra trabajo la matrícula del último curso de derecho de su hijo volverá a pender de un hilo. Este año ya le han retirado la beca y la matrícula la tuvo que pagar su abuela. Para ellos, la crisis no tiene preludio ni epílogo, solo es presente. La supuesta salida de esta crisis que tanto predican Rajoy, De Guindos y Montoro quizá sea música en los oídos de algunos, pero es una desfachatez en los de la familia de Berta, para quien la mejoría que nos vende el PP no es más que un cúmulo de palabras vacías anunciadas desde la posición de una conciencia alineada en favor de una realidad inventada.

A Berta, cuando llega del instituto, cada día le cuesta más sonreír. El ambiente casi funesto que se respira en casa es algo así como la neutralización de cualquier esperanza, es la aniquilación lenta de los refugios que, en otra época, separaban cada destino particular de los acontecimientos del mundo, es, como escribió Philippe Ariès, la invasión maligna que la persona recibe de la historia. Lo que Berta siente cuando ve que su padre prepara la comida con los ojos vidriosos no es la factura de una tragedia, porque ellos de momento todavía pagan los recibos y llenan el estómago, es la epopeya de la falta de futuro, la conquistadora racionalización de una realidad que, con alguien que tiene 56 años y a quien nadie llama para ir a ninguna entrevista laboral, les aboca a algo incierto: el advenimiento progresivo de una vida precaria en sí misma, que se aprecia en cosas tan cotidianas como haber dejado de ir en vacaciones al pueblo de Cuenca donde vive la abuela porque llenar el depósito de gasolina ahora se considera un lujo.

Después de comer, el padre de Berta lava los platos y vive el transcurso de la tarde en un ritmo de repetición de actos. Berta y su hermano se van a la habitación a estudiar y el padre permanece sentado en el sofá, en un estado de parálisis despierta y monótona, envuelto de su pequeño mundo, adormecido. El tiempo gira a su alrededor. En el interior de su cuerpo se producen derribos y se construyen cosas, como en una obra. De vez en cuando mira el papel de las ofertas de trabajo que le han dado esa mañana en la ETT con ojos de científico frío. Revisa el registro de llamadas recibidas del móvil, pero no aparece el número de la ETT y la materia de los hechos le devuelve a le realidad. Cierra un momento los ojos, pero del pasado solo le llega la textura del dolor.

La madre viene a media tarde e intenta transmitir optimismo al resto de la familia. Mientras cenan, hablan poco y se miran a los ojos. Los secretos del padre y de la madre (que son los únicos que saben el dinero que queda en la cuenta corriente) no pueden ocultarse del todo, Berta y su hermano hace meses que han descubierto que existe una forma de leer los labios que callan.

Berta siente que todos los objetos del comedor tienen ojos. Cuando el padre hace algún comentario, breve, se le nota una impaciencia disimulada. Entonces la madre coge la palabra: “Ya saldrá algún trabajo, no te preocupes”. Le habla con palabras suaves y le ofrece una mirada benigna, pero la contracción de la boca confiere a la mitad izquierda de la cara de la madre una expresión de persona que sufre. Al cabo de diez segundos, él contesta un lacónico “Sí” que no le nace de la boca, puesto que las cuerdas vocales solo resultan ser el presagio de algo parecido a una voz. Se palpa la frustración de una catástrofe que, como todavía tienen un plato todas las noches encima de la mesa, de momento no llega.

El padre pone el telediario. Tras dos noticias que hacen referencia al FMI y al Banco Central Europeo, los cuatro piensan que no están solamente desorientados por la política de la inacción, también están desilusionados por el activismo de los que pueden ser elegidos: los que parece que sí que se deberían preocupar por ellos, los partidos de izquierdas, están todavía arrinconados entre la casuística de la inoperancia (porque ahora no tienen responsabilidades de gobierno) y la casuística del activismo agudo.

Berta necesita que alguien le ayude a entender las cosas que le pasan, que algo le vuelva a despertar las ganas de abrazar el mundo de las sensaciones, que alguien le proporcione alguna esperanza con la que modular su destino. Su hermano ya es un adulto, pero ante la incertidumbre de no saber si el año que viene podrá matricularse en el último curso de la carrera de derecho empieza a percibir que la adultez se le revela como cualquier otra utopía perdida.

Rajoy aparece en pantalla. Desde que accedió a la Moncloa, sus políticas rancias demuestran su poder deliberadamente trascendental a través de una inmovilidad atemporal. Los problemas de la familia de Berta se han ido acumulando, y la forma en que la le afectan se mantiene incólume.

El presidente asegura que “todo empieza a ir bien”. Sus palabras irrumpen en el comedor en forma de fluido. Berta no dice nada, pero ya no es la niña del debate del 2008, ahora sabe que la bondad de un sistema social no es que “todo” vaya bien sino que pueda ir bien para todos y todas._____________________________________________________________________________________________________________

Marc Pallarès es profesor de Teoría e Historia de la Educación y Sistemas Educativos Europeos de la Universidad Jaume I de Castellón

Más sobre este tema
stats