Desde la tramoya

Telerrealidad política y otras ficciones

La campaña electoral va a reducirse prácticamente a ocho programas de telerrealidad y un debate a cuatro. Si asisten los cuatro candidatos, los ocho entretenimientos televisivos serán cuatro encuentros con niños moderados por Ana Rosa Quintana, y cuatro noches y sus respectivos días con Susanna Griso. Las dos feroces competidoras en la televisión de la mañana se pasan al prime time con formatos aparentemente puros, amables e inocuos. Esta semana Pablo Iglesias ya compartió pupitre con los niños y noche con Susanna.

Se supone que el infoentretenimiento, con esos “nuevos” formatos (en realidad no tienen nada de nuevos, hace décadas que vimos a Rajoy haciendo un cameo ridículo en Jacinto Durante, representante o a Alfonso Guerra otro de mejor factura en Siete Vidas), son buenos para presentar el lado más espontáneo, natural y cercano de los candidatos. En ese sentido, serían también buenos para la democracia, porque las electoras y los electores conocerían mejor a sus pretendientes.

Pero no. No es cierto. Nada más artificial que esos formatos supuestamente innovadores. Cuando Soraya Sáenz de Santamaría baila, o Sánchez lanza unas canastas, bajo la supervisión de Pablo Motos, responden ambos a un formato perfectamente guionizado y aceptado y preparado por el invitado. Cuando Pablo Iglesias toca la guitarra en la televisión o Rajoy cocina con Bertín, lo hacen sobre partitura o receta medida y estudiada. Si a los asesores de un candidato un programa les propone hacer una “sombra” del personaje (como esos “dos días y medio” de Griso), es obvio que la primera tarea consiste en decidir qué cosas debe hacer el candidato esos dos días y esa noche. Se crea una agenda “ficticia”, para que el candidato y su equipo puedan ofrecer la cara más conveniente: probablemente unas jornadas “frenéticas” de trabajo intenso.

Es cierto que se aprende mucho de alguien cuando se pone delante de unos niños de ocho años que preguntan lo que quieren y como quieren. Pero se aprende mucho más de un político cuando responde a preguntas de periodistas que saben de qué hablan y no dejan que les pongan en la mesa gato en lugar de liebre. De estos últimos quedan ya pocos. Casi nadie está dispuesto a pagar a esos viejos redactores que, libreta en mano, buscaban como sabuesos hasta el último dato de una información. Las redacciones se han llenado de periodistas que cobran a la pieza. Las empresas del periodismo escrito se convirtieron en la última década en meras pedigüeñas que tienen que rendir pleitesía a los acreedores. El papel necesariamente más pausado se rindió ante la volátil y veloz efervescencia de Internet. Y en los platós de televisión no triunfan los más listos, ni los más informados ni los más equilibrados, sino los que tienen más desparpajo o líneas editoriales más duras.

Tampoco hay mucho por lo que lamentarse. Nunca ha habido más información que hoy. Todo está disponible: los programas electorales, las declaraciones de la hemeroteca, los vídeos y los sonidos de lo que sucede. Todo está ahí. No es verdad que los ciudadanos de hoy, a pesar de ello, estén más desinformados que antes. Los datos constatan que las generaciones contemporáneas están más informadas que las de antaño. No nos rasguemos las vestiduras. Pero lo cierto es que algo se pierde si mientras se ve a los políticos hacer carantoñas a unos niños o tomarse un gin tonic en la calle, como si lo hicieran todos los días, no se protege al periodista de la vieja escuela, que no se deja embaucar por el envoltorio. Si a mí, que me dedico a envolver, me dan a elegir entre un encuentro con escolares o una rueda de prensa con periodistas de verdad, me voy con los niños. Y eso está bien para mí, pero quizá no tanto para la salud de la democracia.

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