Nacido en los 50

¿Dónde vas con la calor?

El Gran Wyoming

Hubo épica en el hemiciclo en la moción de censura.

Lo siento, pero soy de efecto retardado, no paso la página tan rápido.

La desproporción de fuerzas era tal que la gente honrada sólo podía estar de un lado. Es una pena que la ideología, como el sentimiento religioso, nuble la razón, pero la moción dio para una película de buenos y malos.

Nunca se habían oído esas cosas en el Congreso, y nunca se hubieran oído porque nunca había llegado hasta allí un recién nacido. Sólo desde la osadía de la juventud, que no pide permiso, se pudo producir un “cante de pollo” semejante al que escuchamos dirigido a un Gobierno. No hubo esos cubatas previos en la cafetería del Congreso en los que, como decía Celia Villalobos, sus señorías se acaban entendiendo. Se comieron la voz de la calle en todo su esplendor, sin el filtro del corporativismo.

Una de las cosas que más me llamó la atención la primera vez que fui a EEUU fue la imagen de muchas personas mayores. Eso que los españoles llamamos “pintas”. En cualquier parte encontrabas a un paisano de sesenta o setenta años, con una camiseta rockera y un tupé a lo Elvis. Te dejaba un poco estupefacto porque esas extravagancias, en España, están reservadas a la juventud. El español es reaccionario por naturaleza. Tiene un sentido del ridículo tan exacerbado que le convierte en el ser más convencional de los posibles, paradójicamente, el más ridículo. Hay muchas personas allí que se niegan a envejecer. Envejecer en el sentido oficial, quiero decir, ese que le hace a uno renegar de lo que ha sido. Aquí la edad lleva implícita un proceso involutivo inevitable. Es posible que se deba a que el individuo acaba renunciando a eso que, en realidad, nunca fue.

Nos pasamos la vida disfrazándonos de esquimales, de pingüinos o de indios, en lugar de convertirnos en esquimales, pingüinos o indios con lo cual no nos tendríamos que disfrazar. El español sienta la cabeza. Se convierte en algo diferente cada vez que cambia el primer dígito en el espacio reservado a la edad en los impresos oficiales. Esa diferente manera de comportarse en función de los años conlleva una regresión en la psique que acaba transformando al individuo. Uno es lo que hace, no lo olvidemos. Por eso, a mis 62 tacos, sigo subiéndome al escenario para hacer rock and roll, quiero seguir siendo el mejor que fui. Sé que a muchos les resultará patético, allá ellos en sus mesas camillas cascando nueces. A mí me funciona. Me mantiene vivo, y más joven que algunos a los que doblo en edad, pero no por tocar en un grupo, sino por hacer lo me da la gana. Cuando lo cuento, intentando explicar que otra realidad es posible, muchos lo interpretan como un acto de insoportable arrogancia. No tiene nada que ver con eso, me produce una inmensa tristeza ver como el personal renuncia a lo que verdaderamente es, a su esencia, a aquello que siempre le ha gustado, sea pintar, salir por ahí, tocar la guitarra o los cojones, escribir, lo que sea, a cambio de nada. Renuncia a cambio de nada. Triste. Luego no encuentra sentido a su vida, probablemente porque no lo tiene. Mata ese sentido para incorporarse a lo oficial, para abrazar lo que Buñuel llamaba “el discreto encanto de la burguesía”.

Con esto de los partidos políticos pasa lo mismo. Se anquilosan, y en esa artrosis degenerativa característica de la edad, caen en la decadencia de la estrategia, el crecimiento, lo rentable, lo conveniente, lo práctico y lo correcto. Se quedan sin margen de maniobra. Se tienen que abstener ante lo evidente por no dar alas al rival, o evitar lo que llaman “una sangría de votos”. Es el ciudadano, y no el rival político, el que acaba pagando esta estrategia de supervivencia que les define, aunque su gesto sea alabado por entendidos en la cosa política que han seguido ese mismo camino de la decrepitud.

Como decía al principio, lo del otro día de la moción de censura, que todavía colea y asusta por el nuevo discurso de Pedro Sánchez en el congreso del PSOE, tenía una parte épica que disfrutaron los que se lo pueden permitir.

Da para un western clásico. Los buenos y los malos estaban bien definidos.

Rajoy era el cobarde en esa farsa. El hijo del ranchero que contempla desde la ladera como sus matones fustigan a los de la aldea. Disfruta con el palillo entre los dientes, y media sonrisa, mientras sus pistoleros dan una paliza al chico de la peli, satisfacción que le permite ese régimen de injusticia donde el sheriff no se mete, todos dependen del rancho grande. Es el villano que produce la náusea en el espectador al tiempo que la ira de los buenos, con la venganza consecuente.

En la ficción siempre pierde en la pelea larga que viene al final. Empiezan en el bar y acaban rodando por el campo. En la realidad se va de rositas, pero es que, amigos, ya sabemos que la realidad es una mierda, por eso nos evadimos de ella. ¡Qué rico está el vino! ¡Qué buena y fresquita la cerveza!

Compramos la ficción en un autoengaño que compensa un poco la balanza. Para eso estoy yo. No voy a cambiar el mundo, pero sirvo de consuelo y me consuelo sirviendo.

Claro que esa canalla también tiene su público.

El segundo día, como desapareció el que les echa el alpiste, el que quita y pone, decidieron ausentarse por turnos. La parte del hemiciclo correspondiente a los censurados estaba vacía. No les interesa lo que puedan decir los perdedores, ellos sólo van a aplaudir al líder supremo, al carismático Mariano. Llegó el jefe y con él sus huestes al completo para apuntalar la puesta en escena que había preparado su portavoz. Soltaron a la bestia. Esa mezcla de pijo chulesco y acosador de colegio de pago que ofende sólo con el tono de voz, olvida que obviar el desprecio que sienten por aquellos que no les votan y se quejan, con razón, del latrocinio generalizado que se ha organizado en ese partido, denigra también a la institución que representa.

Es la viva imagen del Gobierno. La cara real de ese Rajoy que se vende como un moderado, mientras ríe desde el escaño las gracias de la extrema derecha que encarna su portavoz, el que él ha puesto. No pueden ser más opuestas las imágenes que pretenden dar Rajoy y su portavoz que, en buena lógica, deberían representar el mismo rol. Claro que, en ese partido, todo es falso, todo es una gran mentira. ¿Cuál es el Rajoy real?: el que se queja de la subida del IVA de “los chuches” que haría llorar a los niños, el que se presenta en el debate de candidatos con una niña ficticia exigiendo u futuro para ella, o el que nombra a un matón para que nos recuerde que las leyes en democracia son papel mojado y que sigue vigente el régimen del que proceden. Es un portavoz que representa a su partido y que, cuando se entera de que las cunetas están llenas de españoles asesinados, para el coche para bajarse a mear.

Esa escenificación del prohombre que lleva un guardaespaldas sin escrúpulos detrás, que se encarga de que la sangre no salpique al jefe, para que al llegar a casa pueda dar la cena al nieto sin cambiarse de camisa, está bien para el cine negro, pero resulta repugnante cuando se trata de obviar la hipocresía que preside las acciones de aquellos que manejan nuestro futuro. Por eso decía que Rajoy es el cobarde de la película.

Hubo un momento en el debate que no se ha destacado demasiado, en el que el presidente del Gobierno se dirigió a Pablo Iglesias, con el disfraz de Heidi, para anunciarle que él nunca le haría un escrache. Debe entender, y creo que entiende el señor Rajoy, que los pobres no tienen medios de comunicación a su servicio. Ni banqueros, ni empresarios, ni donantes altruistas, ni abogados, ni fiscales, ni jueces, ni policías. No tienen nada. Sólo pueden manifestar su indignación haciéndose presentes, pacíficamente, por supuesto, arriesgan años de cárcel. El señor Rajoy, con esa promesa de ejercer el juego limpio, solo dice una verdad a medias. Es cierto que él, personalmente, no va estar presente en el escrache, pero eso no significa que el señor Iglesias pueda estar tranquilo, dormir al margen del juego sucio. El señor Rajoy no hace escraches, tiene quien se los haga, y de los chungos, de los que merecerían castigos ejemplares. Periodistas a los que compran, policías que, como en el fascismo, se encargan de putear desde las sombras. Asociaciones que se hacen llamar sindicatos, o represores desde el sentimiento religioso que extorsionan a ciudadanos con la colaboración de una justicia que, a veces, no es ciega. Allí tienen puestos vigías leales.

Todo lo sucio, se lo hacen otros. En el colmo de la crueldad, en estos escraches de Estado, son las víctimas las que, además, pagan su propio suplicio. Cómo se tiene que reír con Rafael Hernando, al terminar la jornada, de esos perroflautas bolivarianos que todavía pretenden cambiar el mundo y pretenden competir desde la honradez.

En la moción de censura muchos disfrutamos con la épica del David perdedor que sólo pretendía, usando las formas que sus señorías exigen al decoro del espacio que les contempla, pero que no se aplican a sí mismos, hacer uso del espacio que le permite la ley y señalarles con el dedo para gritarles una gran verdad que ni siquiera negaron: “Ladrones”. Y se la comieron. Y se la tragaron delante de todos los españoles. También de los suyos. Ya lo creo que tragaron. Eso es todo, la cosa no da para más.

Su única respuesta fue sacar a ese perro de presa que lleva siempre de la correa para que dejara claro que las denuncias les resbalan. Tienen callo.

De las cenizas de la sede de Ferraz resurge un Pedro Sánchez efusivo que promete llevar al PSOE a un lugar que tenga que ver con sus siglas. Su única acción, por el momento, ha consistido en abstenerse de ratificar lo evidente, en un acto de vil estrategia que deja fuera a los ciudadanos. Toca ver si se dejará, como denunció en la televisión tras ser defenestrado, llevar por los que mandan, por la senda de la política correcta, o viene a intentar poner las cosas en su sitio. Falta hace.

Ya ha conocido la sensación de tener a la opinión mediática en contra, a toda. Ha elegido quienes son los suyos dentro del partido, le queda por decidir quienes lo son fuera.

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La causa merece la pena. No le van a faltar apoyos.

Está claro quiénes son los malos. Van a degüello.

Lo tiene a huevo.

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