¡Insostenible!

Diecinueve razones en contra de la desigualdad (que no son la justicia)

Ramiro Feijoo

Tenemos muchos datos científicos sobre la desigualdad como para quedarnos en el debate pedestre, dicotómico e ideológico que suele plantearse.

Para sus defensores, la desigualdad es el premio por el valor y acierto social de algunos y el castigo, o por lo menos la falta de recompensa, por los errores o la falta de esfuerzo de otros. Para estos primeros, la desigualdad es no sólo justa sino positiva, pues fomenta la competencia y el trabajo duro. Para sus opositores, en cambio, la desigualdad es fundamentalmente injusta, pues nada justifica tales diferencias de renta.

Sin embargo, podemos centrar el debate en las consecuencias sociales, económicas e incluso políticas que conocemos sobre la desigualdad. Como en otros casos, intentaré resumir y divulgar trabajos académicos de forma sucinta.

El más valioso en mi opinión es el estudio de Richard Wilkinson y Kate Pickett, publicado en España con el título de Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva. El libro se resume de manera no fácil, sino facilísima: la desigualdad influye negativamente en la mayoría de las variables de salud y bienestar social. Obsérvese el cuadro resumen del estudio en el cual el eje de abcisas describe la desigualdad creciente y el de ordenadas los problemas de salud y sociales.

 

Pongamos en palabras lo que dice el gráfico y así nos saldrán las primeras diez razones:

– En países desarrollados, cuanto mayor es la desigualdad, menor es la esperanza de vida, la comprensión lectora y el dominio matemático, la confianza de la sociedad en sus conciudadanos y mayor es la mortalidad infantil, el porcentaje de población reclusa, los homicidios, los nacimientos de madres adolescentes, la obesidad, las enfermedades mentales de todo tipo y las adicciones a las drogas.

El autor desagrega los resultados por países, variables e incluso por Estados de EEUU, llegando siempre a las mismas conclusiones. Llama también la atención que las consecuencias de la desigualdad pueden llegar a ser entre el doble y diez veces más negativas entre los países menos afectados (Japón o los escandinavos) y el que más (Estados Unidos).

Los autores dejan claro que correlación no es causalidad, por lo que a veces, para entender la relación entre una variable y la desigualdad, debemos transitar por varios pasos lógicos. Pero los mismos autores nos revelan el vínculo intermedio necesario que parece existir entre unas y la otra: el estrés social que acarrea, las amenazas a la estima social (recordemos que la autoestima social es una de las necesidades humanas señaladas por Maslow en la mitad de su pirámide), la inseguridad que conlleva afecta en términos de salud al sistema inmune e incluso al cardiovascular, y en términos sociales genera una tensión que puede manifestarse y explotar de diversas maneras. De la manera más suave, mediante el consumismo y la ostentación. De la manera más grave mediante problemas mentales, adicciones, inseguridad ciudadana y finalmente homicidios. Las pruebas son abrumadoras. Pero hay más:

– La desigualdad afecta a las cifras agregadas y por supuesto a los más desfavorecidos. Pero atención: también a los ricos. En los países desiguales los ricos tienen una esperanza de vida menor que en los más igualitarios. El estrés asociado a la desigualdad parece que afecta también a los de arriba.

Se podrían describir caso por caso, si tuviéramos el tiempo, las causas particulares de esta relación inversa. Sin embargo, nos centraremos en uno especialmente relevante que no hemos mencionado del cuadro expuesto:

– A mayor desigualdad menor movilidad social. ¿Cómo sucede esto? Tampoco es difícil entender que en sociedades desiguales el acceso a una educación dispar influye en el futuro, o que la diferente herencia, las relaciones personales o los muy variables recursos financieros para comenzar una aventura de vida, condicionarán las consecuencias favoreciendo la segmentación social del éxito. Quiere esto decir también que se destruye así uno de los principales argumentos de los que defienden la desigualdad. Esta no impulsará a los mejores, sino que favorecerá a los que heredaron la riqueza. La desigualdad no estimula la meritocracia, sino que la entorpece.

Veamos este gráfico de Piketty sobre el “porcentaje de riqueza heredada en el total de la riqueza de Francia entre 1850 y (la previsión de) 2100”. Aunque referente a este país, se nos aclara que no existe gran diferencia con otros casos europeos:

 

Como puede observarse, la tendencia a la desigualdad creciente que vivimos desde que los paradigmas de la posguerra mundial dejaron de tener vigencia, se ve acompañada por un crecimiento de la importancia de la riqueza heredada en detrimento de la riqueza originada en el mérito y el trabajo duro, desde abajo. Vaya paradoja.

– En otro rango de consecuencias, la menor movilidad social provocada por la creciente desigualdad explica además los aprietos de la estabilidad política actual, el auge de los populismos y de los discursos antisistema que comprometen la sostenibilidad política. Por el contrario, los países con mayor igualdad tienden a fomentar el sentido de ciudadanía y las conductas socialmente responsables. La igualdad favorece la inclusión y con ella el desarrollo de comportamientos pro-sociales.

Otro dato destacado por Wilkinson y Pickett, que contradice la creencia neoliberal en la desigualdad como algo natural y positivo, es el siguiente: las variables de salud y sociales enunciadas no tienen nada que ver con la riqueza per cápita. En el gráfico se coloca ahora en el eje de abcisas el PIB per cápita, observándose que este no tiene relación con los problemas de salud y sociales:

 

En otras palabras, en los países desarrollados no existe relación alguna entre riqueza y bienestar social. O, dicho de otra manera: crecer como pollo sin cabeza no ayuda en NADA a la hora de mejorar nuestras sociedades.

Precisamente a las consecuencias de la desigualdad en términos económicos atiende Joseph Stiglitz en su clásico El precio de la desigualdad, publicado unos pocos años después del anterior. Su tesis también es sencilla: no, ni siquiera la desigualdad favorece el crecimiento económico. Veamos algunos de los factores:

– En primer lugar, la clase media invierte el 130% de su riqueza, pues siempre suele endeudarse fuertemente. Todo lo contrario que los ultrarricos, cuya riqueza tiene más tendencia a generar ahorros ociosos o invertirse en fondos especulativos de dudosa relación con la economía real. En Estados Unidos se calcula que los ricos dejan de invertir hasta un 37% de su riqueza. La teoría del goteo, según la cual el enriquecimiento acabará empapando hacia abajo y enriqueciendo a las clases menos favorecidas, es verdadera sólo en cierta medida, porque parte de esta riqueza se atesorará sin consecuencias prácticas para la economía real o para el resto de la población. Primera razón de la ralentización económica de las últimas décadas.

– Segunda razón, que destaqué en mi anterior artículo: la desigualdad social corre pareja con la concentración empresarial y el fortalecimiento de los oligopolios. Las grandes corporaciones tienden a manipular los precios y a distorsionar los mercados sectoriales, por lo que esta no favorece en absoluto la honesta e igual concurrencia de los actores económicos. A mayor desigualdad, menor perfección de los mercados.

– Tercera razón. Existen causas extra políticas a esta distorsión del mercado, pero también políticas: las poderosas corporaciones que dominan el mercado tienden también a tener una sobredimensionada influencia en el legislativo e incluso en el ejecutivo. Con ella llegan los subsidios reales o encubiertos, gracias a los cuales se calcula que, por ejemplo, la industria armamentística en Estados Unidos está sobrepreciada en un 25%. Por eso la productividad general también se resiente y a la postre se ralentiza la economía. ¿Hablamos de nuestro sector energético?

– Aún más grave: la desigualdad va en contra de los principios de los que presume el liberalismo económico, al cual paradójicamente no parece preocuparle la desigualdad. La igualdad de oportunidades real (por ejemplo, mediante una educación pública generalizada) favorece la emergencia de los elementos humanos más innovadores, valiosos y dinámicos. Es un argumento que ya hemos mencionado, pero con otro enfoque. La igualdad favorece la meritocracia. Y ahora sí le daremos la razón a los liberales: la meritocracia es muy buena para la economía. Cuidado, señora Cifuentes: la segregación educativa puede tener consecuencias económicas.

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– Las consecuencias políticas van más allá, por supuesto, de la capacidad de las grandes compañías de conducir los precios. También afectan a las decisiones políticas en general. Esto agrava la clásica tensión entre capitalismo y democracia de la que se ha hablado siempre en teoría política. El poder inclina la balanza de las decisiones políticas, tanto más cuanto mayor es la disparidad en este. ¿Cabe hablar de una persona-un voto o de un dólar-un voto?, se preguntaba Stiglitz. La percepción de la población en general de que su parecer queda ninguneado por la influencia de los grandes poderes también está detrás de la creciente crisis de legitimidad, de la desafección política y del auge de los proyectos alternativos que cuestionan el estatus quo.

– Una última razón dejada en el tintero. No sé si se fijaron que la desigualdad está relacionada con la población reclusa. Como destacan los autores, la desigualdad también parece incrementar el talante punitivo de nuestras sociedades. Quisiera ir más allá, sin el mismo apoyo empírico, pero con la constatación que aporta la observación de nuestro tiempo y de tiempos históricos parecidos. La desigualdad nos convierte en sociedades más intransigentes, intolerantes, xenófobas y racistas. Miremos a nuestro alrededor. Miremos el debate de estos días sobre la prisión permanente revisable. Pobre Pescaíto.

La paradoja está servida. La ideología dominante defiende la desigualdad como acicate para el crecimiento económico, cuando a la postre ésta, por todas las razones enumeradas, no sólo condiciona negativamente las variables de bienestar psicológico y social, sino que puede estar contribuyendo a la ralentización de la economía, poniendo en peligro la estabilidad política y descubriendo, en términos socioculturales, lo peor de nosotros mismos. Me he olvidado adrede de las razones de índole ética que atañen a la justicia y me he centrado por el contrario en los rubros mensurables que cooperan para hacer más eficaz y eficiente el sistema económico y político. Por todo ello es urgente que la desigualdad sea puesta en primer lugar en la agenda política. _________Ramiro Feijoo es geógrafo e historiador, profesor universitario y activista social y ambiental.

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