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Muros sin Fronteras

La buena muerte frente a la mala vida

El doctor Luis Montes merece una calle en Leganés y que la futura ley española sobre la buena muerte lleve su nombre. Es lo que significa la palabra eutanasia, muerte dulce. Sobre el caso que le amargó los últimos años de su vida y sus ramificaciones políticas, de la política como ejercicio delictivo en beneficio privado, escribió esta semana El Gran Wyoming un artículo titulado El linchamiento del doctor Montes, de lectura obligada, en el que llama a las cosas y a las personas por su nombre.

¿Por qué no se legisla sobre la eutanasia en España? ¿Qué dicen las encuestas? ¿Quiénes se oponen a dignificar la muerte y por qué? ¿Por qué tanto miedo al poder de la Iglesia si la mayoría del electorado del PP está a favor de una ley?

Se oponen los mismos que se opusieron a las leyes de divorcio y aborto con argumentos catastrofistas similares, que si se iban a disparar las separaciones, que si se multiplicarían las interrupciones de embarazo. También se opusieron a la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo. El argumento es que no se podía llamar “matrimonio”. Un eufemismo ideológico en el que camuflan su homofobia.

Advierten que con la eutanasia habrá un aumento de suicidios y se producirá el asesinato de miles de ancianos. Lo dice Jaime Mayor Oreja, el que fuera ministro de Interior con José María Aznar (hombrecillo insufrible) y miembro del sector ultra de un partido que recorta pensiones y destruye la Sanidad pública en beneficio privado. La defensa de los vivos es un argumento retórico, no una política de Estado.

Llevan así desde las guerras carlistas. La Iglesia católica sigue en el centro del escenario por mucho que la Constitución nos defina como Estado aconfesional. Según la web InfoVaticana, “la vida es un don de dios y solo Él tiene el poder para darla y quitarla”. Es una concepción cerrada que obliga a creyentes y no creyentes.

El 84% de los españoles está a favor del derecho a una muerte digna, según una encuesta de Metroscopia publicada en marzo de 2017. La pregunta clave era la siguiente: “¿Debería tener derecho un enfermo incurable a que los médicos le proporcionaran algún producto para poner fin a su vida sin dolor?”.

El gráfico que encabeza la información es esclarecedor. El grupo menos entusiasta se define “católico practicante”, y está a favor en un 56-40%. Entre los “católicos poco practicantes”, el se dispara al 84%; cuatro puntos más entre los “católicos no practicantes” y un 97% en los agnósticos, ateos y no creyentes. Todas las encuestas se mueven en la misma dirección. Entonces, ¿cuál es problema? ¿Por qué los políticos van por un lado y la sociedad por otro?

Una película deliciosa sobre el tema: Las invasiones bárbaras de Denys Arcand.

En esta entrevista con La Voz del Sur, el doctor Carlos Barra, miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente, define los marcos legales. A la pregunta sobre los supuestos que debería recoger la ley, responde: “Cuando haya unos procesos de enfermedad incurables e irreversibles que van a llevar a la muerte de todas las maneras y cuando el individuo de manera reiterada, libre, permanente, sin coacciones, dice que quiere poner final a su vida”.

Recuerda el doctor Barra que Bélgica y Holanda llevan 15 años con una ley de eutanasia y que no se ha producido ninguna catástrofe. No ha aumentado el número de suicidios ni hay noticias de asesinatos masivos de ancianos. Una eventual ley no obligaría a nadie, como no obligan las de divorcio y aborto, son instrumentos legales a los que se puede acudir si la persona lo desea. Para expresar esa voluntad de muerte digna es necesario realizar un testamento vital, que es el que manda llegado el caso.

Estos son algunos enlaces de interés propuestos por la asociación Derecho a Morir Dignamente.

La eutanasia es legal en cinco países: Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Colombia. El suicidio asistido está permitido en Suiza y el cinco Estados de EEUU: California, Washington, Oregón, Montana y Vermont.

Holanda y Bélgica se encuentran entre los mejores países en cuidados paliativos (algo que Mayor Oreja y los suyos ignoran).

El caso de Marcela Padrón, que falleció en medio de dolores en el hospital público Doctor Negrín de Las Palmas, es un escándalo. Tenía testamento vital. Los médicos que la atendieron ignoraron sus últimas voluntades. Es un caso de ensañamiento que debería tener consecuencias penales. Igual que antes, muchas mujeres viajaban a Londres para abortar, ahora se viaja a Holanda y Bélgica a morir.

El filósofo Salvador Pániker lo tenía claro: el problema es que los moribundos no votan. Solo saben morir los que han aprendido a vivir. El miedo a la muerte, muy arraigado en la cultura judeocristiana, está conectado a la existencia de un (supuesto) infierno al que van los pecadores. Durante años nos educaron que un pecado mortal en el último instante podría condenarnos al fuego eterno si no mediaba confesión y arrepentimiento. La Iglesia se ha ido alejando de esta visión medieval para definir el infierno como la ausencia de dios. El papa Francisco duda de que los castigos fueran eternos, algo incompatible, dice, con la misericordia de dios. Es la tesis dominante en los primeros siglos del cristianismo.

La presencia de la religión en la muerte es apabullante. Casi todos los féretros se fabrican con la cruz, sin tener en cuenta el descenso de creyentes. Debería ser al revés, que la cruz o cualquier otro símbolo religioso se colocara después a voluntad del finado. La capilla del crematorio de la Almudena es el doble de grande que la sala destinada a las ceremonias laicas. ¿Somos aconfesionales de verdad?

La periodista Nieves Concostrina cuenta que la creación del cementerio civil situado junto al de la Almudena generó, a finales del XIX, una disputa entre el Gobierno conservador y la Iglesia. No era un asunto de fe, sino de dinero. El Gobierno quitó a la Iglesia el control de seis cementerios de Madrid por razones sanitarias, pues las epidemias eran constantes. Al de la Almudena se le llamaba “el cementerio de las epidemias”, o del Este.

La jerarquía de la Iglesia amenazó con una huelga de misas si no se aclaraba la cuestión económica. Exigían el pago de cinco pesetas por muerto y dos si era infante. Mientras que no se aceptaran estas condiciones, el cardenal no bendeciría la Almudena. La iglesia había aceptado la creación una zona civil para suicidas, comunistas, masones y ateos.

El Gobierno aprovechó el suicidio de Maravilla Leal, ocurrido el 9 de septiembre de 1884, para inaugurar el cementerio civil. Al entierro de esta mujer de 20 años acudió el rey Alfonso XII, una manera de decir "el Estado apoya el cementerio civil independientemente de lo que diga y de lo que haga Iglesia". El cardenal cedió.

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Josefina Reverte, madre de los periodistas Jorge y Javier M. Reverte, exclamó en lo que parecía su lecho de muerte: “Quiero un gin-tonic”. Siempre he soñado con una frase así. O la de la hermana de uno los grandes de la cocina francesa, Brillat Savarin, que dijo antes de expirar, “rápido, que me traigan el postre que me estoy muriendo”. Aprender a morir debería ser un aprendizaje obligatorio.

Mientras se ponen de acuerdo en el método, lo mejor es que la ley proteja la voluntad de cada uno. El ateo o el agnóstico, según su voluntad; el católico, cuando su dios lo decida. Se llama libertad.

 

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