Desde la tramoya

"Sería una faena no poder contratar niños"

El fundador de Glovo, el joven Òscar Pierre, acaba de decir que “sería una faena” que el Supremo obligara a la empresa a contratar a los repartidores. A los glovers, mejor dicho, porque en esta economía en la que estamos, los repartidores se convierten en glovers o riders, los rentistas de apartamentos turísticos en anfitriones, los telefonistas en agentes y cualquiera con mil amigos en Instagram en una influencer presta a ponerse cualquier cosa a cambio de que el patrocinador le regale una camiseta.

El caso es que Glovo está pendiente de la jurisprudencia del Supremo para conciliar sentencias contradictorias sobre si los repartidores de las motos y las bicis con la caja amarilla son trabajadores a sueldo de la nueva plataforma, ya presente en dos decenas de países, o son, como la empresa defiende, trabajadores autónomos.

En favor de su identidad como autónomos está que trabajan cuando quieren, sin obligación de mínimo ni máximo, que ponen el vehículo y el teléfono ellos mismos y que pasan factura mensual. En favor de su vinculación laboral con Glovo está que la mayoría trabajan solo para la plataforma, que van señalizados claramente como repartidores de la misma, y que han de usar los recursos tecnológicos de la compañía. Por supuesto, que sus trabajadores sean autónomos libera a la empresa de fuertes obligaciones: un autónomo no tiene salario fijo, ni garantías de protección por parte del contratante en caso de enfermedad, ni pagas extra, ni vacaciones pagadas. Un autónomo no tiene la fuerza de la negociación colectiva ni puede fácilmente plantar cara ante los abusos.

Discutir con el cuñado de Vox

Glovo es sólo el último caso de los destrozos que se están produciendo ya en la protección de los trabajadores. Tras un siglo de lucha de los progresistas en todo el mundo, o al menos en Europa, la gente podía hasta hace bien poco reclamar un salario mínimo negociado por sus representantes. Sabía que la empresa debía reservar parte del margen de beneficio obtenido por la fuerza de trabajo para proteger a sus trabajadoras y trabajadores ante la adversidad. Naturalmente, los conservadores se opusieron a todos esos avances, porque erosionaban la arbitrariedad de los empresarios.

Lo curioso de la efervescencia de este nuevo liberalismo de la era de internet es que se produce con la apariencia de ser progresista. Como es mucho más glamuroso y moderno ser glover que soldador en una acería, aunque el primero cobre una décima parte del salario del segundo, el repartidor se siente integrado en un estilo de vida (el emprendedor que supuestamente hace lo que le da la gana con su bicicleta) que al menos en la estética puede aplacar sus ganas de defender mejores condiciones de trabajo. Como además los trabajadores de la nueva economía no comparten el mismo lugar de trabajo, ni comen en la misma cantina, ni se unen en sindicatos (porque son autónomos), entonces el sistema tiende a consolidarse. Los oligarcas de antes, aquellos de sombrero de copa y puro, que hicieron fortuna en la industria, hoy son chavales millonarios de menos de 30 años con zapatillas, vaqueros y camiseta, y resultan además modernos y aparentemente progresistas, que se han hecho ricos en los servicios. La lucha de sus padres y sus abuelos en las fábricas de antaño se va olvidando o es vista como una pelea ya anacrónica.

Solemos pensar que los avances sociales no pueden revertirse, pero no es verdad. Nadie dice que los altos estándares de protección de los trabajadores que los progresistas han logrado a lo largo de la historia no sean reversibles. Yo supongo que los Rockefeller de principios del siglo XX pensaban que prohibir a los niños trabajar era “una faena”. Pero para que los empresarios (o emprendedores, que suena mejor) puedan obtener beneficio a cuenta del esfuerzo de sus trabajadores han de respetar ciertas normas. Ese es el contrato social que nos habíamos dado. Más nos vale seguir defendiéndolo o no descartemos ver a niños de 12 años entregando paquetes al salir de clase.

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