Qué ven mis ojos

Un solo pájaro en una jaula pone nervioso a todo el cielo

"Nada defiende el cínico con más vehemencia que aquello en lo que no cree".

Hay días en que no se puede hablar de otra cosa, y hoy es uno de ellos. La sentencia del Tribunal Supremo contra los líderes del procés ha inundado e incendiado las conversaciones, las emisoras, las redes… No es raro, esto nos quema y ahoga a la vez porque se trata de un hecho sin precedentes en nuestra democracia y porque es el primer final, no el último, de un drama que desde hace tiempo acapara en gran medida nuestra actualidad política y condiciona el presente y el futuro del país entero. El resultado se podría creer, sin duda ingenuamente, que tiene el valor de no gustarle a ninguno de los extremos que discuten, ni a los independentistas más ortodoxos ni a los radicales del “a por ellos”; pero lo peor de todo no es lo que va a pasar, sino lo que no va a ocurrir, dado que parece que en el fondo ni aquí ni allí va a cambiar nada, que no va a haber un antes y un después y todo va a seguir igual, porque nadie está dispuesto a moverse un centímetro de su posición, igual que si en vez de ser personas de carne y hueso, fueran estatuas. A lo mejor el problema es que estos extremos no tienen centro, que es lo que ocurre cuando a cualquier intento de equilibrio se le llama equidistancia. Y desde luego, no es fácil sentarse a hablar en medio de un terremoto. “Un solo pájaro en una jaula / pone nervioso a todo el cielo”, dice William Blake.

La condena es dura, aunque haya quien quería que a los implicados se les acusara de rebelión y que su pena fuese el doble de larga, y eso aunque los jueces acepten de forma unánime que, en realidad, todo fue un simple juego, una estratagema propagandística, dado que hasta los que provocaron la algarabía “eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica del referéndum” y utilizaron las urnas como peceras desde las que se lanzaban cantos de sirena que en la sentencia se definen como “un señuelo” que sirviese para provocar “una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano.” Es decir, que no se lo creían ni ellos, cosa que algunos de los propios acusados ya habían dejado entrever a modo de atenuante. Entonces, ¿merecía la pena correr ese riesgo que, a la luz del castigo que les han impuesto, queda claro que era enorme? Porque se mire desde donde se mire, trece años de cárcel son una eternidad, y nueve también.

La evidencia de que esto ha sido un despropósito se hizo patente el mismo día en que el fugado y ahora de nuevo en busca y captura Carles Puigdemont, declaró una república de cinco segundos, para inmediatamente dejarla en suspenso. Y cuando el único remedio que se le ocurrió a la Moncloa para combatir una votación que según ellos no existía, fue disolverla con un ejército de antidisturbios, porque no es lo mismo actuar con la ley en la mano que con una porra, por mucho que el que la use sea un servidor de esa misma ley. Y cada vez que los partidos entonces de centro o derecha y ahora de ultraderecha, o al menos compañeros de viaje suyos, se dedicaban a echar gasolina al fuego y dar leña al mono con fines puramente electoralistas. Y cuando los fiscales se pasaban de la raya que marca el Código Penal –que es la regla a la que se atienen los jueces, cuya función no es hacer justicia ni mucho menos ser justicieros, sino sólo aplicar la ley–, pedían cosas tan inconcebibles como las que aún solicitan, que los presos no accedan a la libertad condicional hasta no haber cumplido la mitad de su pena.

Por suerte, esto último tampoco ocurrirá y hasta es posible que por ejemplo Oriol Junqueras, que es un hombre creyente, pueda celebrar la Navidad en casa y con su familia. Pronto él y los demás, en cuestión de meses, podrán disfrutar de un régimen abierto que les permitiría ir únicamente a sus celdas de la cárcel a dormir de lunes a jueves. Otra cosa es su inhabilitación para ejercer cargos públicos, que responde a su evidente vulneración de los códigos y normas del Estado y, entre ellos, los del propio Parlament. Cuando apuestas por el desorden, te pones en riesgo de tropezar y caer. Pero eso ya lo saben, el aviso está dado, los límites son visibles para todos y también para los partidarios de la autodeterminación, que ya conocen el terreno que pisan, hasta dónde pueden llegar y que quienes no los siguen tienen los mismos derechos que los que sí lo hacen.

Habrá que ver qué influencia tiene este suceso impresionante en la campaña electoral y en sus resultados, y hasta qué punto los ultras salen de este río revuelto con las manos llenas de peces o vacías. Por ahora, las encuestas dicen que Ciudadanos, el partido creado a la carta contra el procés, se hunde, y que en las arenas movedizas de al lado está el de Puigdemont, Torra y compañía. Si eso se confirma, querrá decir algo, pero no es de esperar que quieran entender el mensaje. Nunca lo hacen. ¿Entenderá el PSOE que el abrazo del oso que le propone la derecha no es un buen camino? Si pisa esa trampa, que antes consistía en exigir la aplicación ilimitada –e ilegal– del artículo 155, y ahora se basará en pedir mañana, tarde y noche una reforma del Código Penal que prácticamente considere un delito ser independentista, perderá el norte. No lo hará, no tiene por qué. Al menos, por ahora.

Ojalá que este trauma sirva para que a partir de ahora unos y otros empiecen a tratarse como compatriotas y no como enemigos. Unos y otros. Esa es la clave y el cable rojo que desactivará esta bomba de relojería.

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