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Desde la casa roja

Primera semana en casa: los pensamientos intrusivos

Mi casa está cerrada, como la tuya. Llevo una semana dentro y ya me encantaría poder verte asomado, la frente contra el cristal, decirnos “hola” con la mano, acordarnos juntos de cuando parecía que la vida la dirigíamos nosotros. Nos multarán si nos tocamos. Exagerada, me dices todavía. No utilices la literatura para esto. De acuerdo. Mi casa está cerrada, entra en esta otra, la roja de palabras: me he vuelto loca limpiando.

Intuirás que yo no sé nada acerca de pandemias ni de gestión pública en tiempos de crisis sanitarias globales. Pienso y señalo muy despacio. Aunque tampoco evito que me hierva la sangre cuando empieza el baile político su danza macabra sobre este escenario. Cuando, de mañana, se llenan las estaciones de trabajadores que tienen que ir a su empleo y nadie protege su vida. Cuando ya son decenas de miles los despedidos. Los que viven en la intemperie de la soledad. Cuando las razones políticas insolidarias se abren camino o cuando se suelta, a la vez que el Gobierno organiza el Estado, que no es el momento de exigir responsabilidades a su Jefe. ¿Está tranquilo Felipe VI? No lo sé. Yo no le he visto. Nos inquieta porque aunque ninguno estamos completamente a salvo, este virus también ejerce el clasismo y eso traerá consecuencias de oscuro calibre.

Subo y bajo las escaleras de mi casa para no oxidarme, pero sé que en el futuro será más importante otro control. Los pensamientos intrusivos, me dice una psicóloga al otro lado de la pantalla del ordenador en videollamada, son aquellos que aparecen involuntariamente y pueden convertirse en una obsesión. Hay que explicarlos así. No son una amenaza. No tienen capacidad de herirnos físicamente. Son conexiones entre las neuronas. Pero consumen energía, parecen perfectamente lógicos y es difícil escapar de ellos. Iluminan espontáneamente zonas oscuras de nuestro cerebro y prenden el miedo. Son días difíciles para mantenerse frío.

Mi pensamiento intrusivo es recorrer mi propia cadena de errores y pensar que, en realidad, no es mía. En alguna parte leí que antes de la llegada de una pandemia cualquier medida parece exagerada; después, cualquiera nos parece insuficiente. Hace días que me cuesta reírme de las gracias sobre el virus, aunque sé que también son salud. Porque ya empiezan a leerse algunas de sus consecuencias más crueles. No me ayuda en nada ahora regresar varias veces al día a mi domingo 8 de marzo gritando en la calle con mis amigas. Pero no puedo evitar que todo lo que antes me preocupaba haya sido devorado por una pregunta que algún día tendrá respuesta, pero ya nunca tendrá solución: ¿podría haberse evitado?

En estos días también me he preguntado qué significa tener una casa. Qué es pertenecer a un país. Qué significa un Gobierno. Elegir quién dirige un territorio también era esto: sentir la certeza de que todos somos iguales ante el peligro. No expulsar a nadie al otro lado de nuestras fronteras. Habrá mecanismos más fuertes frente a un enemigo invisible, pero no perdamos de vista jamás su reverso. No nos permitamos dudar de la democracia. ¿Son los estados de alarma un momento para recordarnos qué era lo importante aquí? Elige tú. Yo me quedo del lado de los que no pierden ni un minuto. De los que trabajan para que la profunda herida que van a dejar estos meses sobre la piel del país y de nuestro tiempo consiga ser cicatriz en el futuro.

Tengo que irme. Me llaman insistententemente. Alguien está escondido detrás de esta mesa. Es la hora de la plastilina. Se dinamitó el muro de la habitación propia. En realidad, tendría que asumir cuanto antes que, más que leer, más que escribir, jugar con él es hoy lo que me salva. Su forma de revolver toda la casa. De lavarse las manos pequeñas. Ese horario de colegio que escribimos en una pizarra cada día para acabar saltándonoslo. La cabeza a la que se le olvida que hace días que ya no damos paseos por ninguna calle. Cada uno tiene su tabla de madera sobre este mar helado. Cada uno tiene que saber apagar al intruso. Voy a jugar como no puedo jugar nunca con ese niño que, a veces, aparece de espaldas y sin permiso en esta columna. En unos días, será su cumpleaños y tengo que inventarme una forma nueva de celebrarlo. Nos pintaremos la cara de dragón. Tendremos tiempo para hacer una tarta.

Me voy a saltar la distancia de seguridad para darte un abrazo de los fuertes.

Elige la memoria que guardas de estos días.

Nos vemos el miércoles que viene.

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