Qué ven mis ojos

Un genio llamado Luis Eduardo Aute

Un genio llamado Luis Eduardo Aute

Él era una gran estrella y yo estudiaba COU en un instituto de Las Rozas. Lo había visto en algunos de sus conciertos y me habían deslumbrado sus letras y también su figura en el escenario, que era pura magia. No parecía entusiasmarle estar allí, había un punto de incomodidad en sus movimientos y en la forma de recibir los aplausos con más timidez que alegría. Y estaba aquella manera suya de hablar, repitiendo con frecuencia la primera palabra de cada frase y a menudo al borde del tartamudeo, lo mismo que si cada una de las letras de lo que decía tuviera dudas sobre todas las demás. Su encanto era irresistible.

Para entonces, ya tenía canciones apabullantes, construidas con la imaginación del poeta, el ojo del pintor y la capacidad narrativa del cineasta e interpretadas con aquella prodigiosa textura musical que tenía en la voz, llena de tonos, matices y sorpresas. Siempre pensé que era un cantante extraordinario, dueño de un fraseo único y capaz de unas modulaciones que te hipnotizaban. Una noche, un par de años después, cuando ya éramos hermanos, le pregunté a Joaquín Sabina qué pensaba de Aute: "Es un genio", me dijo, sin dudarlo un segundo. Me lo ha vuelto a repetir otras muchas veces. Siempre he estado de acuerdo.

En 1980 su último disco era De par en par De par en par y me habían gustado mucho dos de sus canciones, De noche todo el día y Queda la música, así que fui retrocediendo hacia sus álbumes del pasado y la sensación de estar ante un maestro absoluto creció y creció. También la seguridad de que aquello era inimitable, que hacía cosas que sólo podía hacer él. Esa idea no la he abandonado jamás. En Espuma estaba Anda, una joya, y estaba Sombra en el agua. En Rito, que es uno de los trabajos suyos que prefiero, estaban ni más ni menos que Dentro, Las cuatro y diez y De alguna manera. Cualquiera se habría transformado en una figura con sólo una de ellas. En Albanta estaban Anda suelto satanás y Al alba, el himno del que no se puede decir nada que no sepa todo el mundoAl alba. Y poco después sacó Fuga con las deslumbrantes Vailima, Mira que eres canalla y Siento que te estoy perdiendo. Otro de mis preferidos. No hay un solo disco suyo que no haya comprado y escuchado con asombro, porque en todos ellos hay tres o cuatro milagros.

Lo conocí gracias a un encargo que no podía ser más modesto y que me hizo un bar de cantautores y poetas de Madrid, El Rincón del Arte Nuevo, situado bajo el viaducto que frecuentaban los suicidas de la capital antes de que el ayuntamiento lo protegiese con unas mamparas transparentes. Ese local, el primer sitio en el que leí un poema en público y también el bar donde conocí a Sabina, decidió hacer un fancine y, cuando sus dueños me propusieron colaborar, no se me ocurrió mejor idea que hacerle una entrevista a Luis Eduardo Aute, a quien escuchaba sin cesar. Alguien conocía a otro alguien que lo conocía a él y me pasó su teléfono. Lo llamé, seguro de que saldría un contestador o me darían largas, pero no fue así: dije lo que quería, lo avisaron, se puso, me citó para el día siguiente y cuando aparecí por allí me trató como si fuera el corresponsal de The New York Times, me enseñó los cuadros que estaba pintando; me leyó poemas inéditos, respondió a todas y cada una de mis preguntas con una amabilidad y una paciencia infinitas. Para mí, se convirtió instantáneamente en un modelo de conducta, me enseñó cómo hay que tratar a la gente y nunca lo he olvidado.

La sonrisa de Eduardo

La sonrisa de Eduardo

A partir de ese instante, lo he tratado de un modo discontinuo, pero siempre cercano. Me enviaba sus libros dedicados, nos llamábamos para comentarlos y siempre que yo estaba en algún medio de comunicación proponía llevarlo, escribir sobre él, charlar con él… Era un tipo de una conversación deliciosa, de una educación intachable y con una capacidad de seducción enorme. Era imposible no quererlo y hubiera sido un error no admirarlo. Era tan clarividente que en 1985, en una canción de su disco Nudo titulada Dudando en la tarde, dice: "Todo me hizo suponer/ por lo que dijo el profeta / que esto de la cuarentena / iba a ser la lucidez". Y las palomas nunca dejaron de salir de la chistera: en Segundos fuera está otra de sus cumbres, La belleza; en Ufff, está No sé vivir sin ti; en Alevosía está Hemingway delira; en A día de hoy está Cuando no cante más; en Intemperie está Quiéreme, con ese inicio memorable: "Quiéreme aunque sea de verdad / Quiéreme, si es posible sin piedad…". No hay un disco suyo en el que no se pueda desenterrar un tesoro.

Recuerdo ahora mil momentos con él, las madrugadas en que los amigos noctámbulos pasábamos por su casa a tomar algo y siempre éramos bien recibidos. Los encuentros fortuitos que siempre se alargaban hasta la salida del sol. La calidez con que hablaba siempre, sus ganas de no separarse, de compartir otro cigarrillo y hablar sin prisas de lo divino y lo humano, de versos, amigos comunes y situaciones políticas; o de contarte ideas como la de hacer una obra sobre su admirado Carlos Edmundo de Ory, el poeta contracultural al que admiraba y solía visitar regularmente en su casa de Francia. Parecía un proyecto de una excentricidad plena y con poco recorrido, pero Eduardo lo hizo, en colaboración con su colega Fernando Polavieja, muy amigo del autor de Metanoia y Técnica y llanto: el disco se llama El desenterrador de vivos. Poco después de una de esas veces, en que había ido a la Cadena Ser, para hablar en La Ventana de Carles Francino del homenaje que le habían dedicado los más jóvenes, reinventando muchas de sus composiciones en un disco-homenaje, estuvimos dos horas fumando en la puerta de la emisora, y me pidió disculpas por no haber podido ir de jurado al premio Ícaro, de Diario 16, cuando le pedí que lo hiciese. Me pareció extraño y un poco preocupante, porque de eso habían pasado treinta años. Pero él era así, a veces establecía conexiones entre el presente y el pasado que costaba seguir. Y eso lo hacía aún más adorable.

Muy poco después, sufrió el ataque que lo ha tenido retirado en su casa hasta ahora. Su muerte significa la desaparición de uno de los grandes referentes de nuestra música, en mi opinión es para el ámbito de nuestro idioma paralela a la de un David Bowie para el mundo anglosajón. Aute fue, por añadidura, uno de los símbolos de nuestra democracia, un artista decisivo, de los que aparecen muy pocos en cada siglo, tan inteligente que llegó a ser un símbolo de la canción protesta sin haber escrito una canción protesta en su vida, no al menos una al uso. Pero era tan bueno que en lo que no decía podíamos entenderlo todo y en lo que decía, también. Su sombra continuará proyectándose sobre los nuevos creadores, porque ha escrito letras y partituras que son inevitables y en las que se ve al trasluz a los otros Luis Eduardo Aute, el pintor, el cineasta, el poeta, el aforista... Un ejemplo perfecto a seguir. Lo vamos a echar mucho de menos. Lo vamos a echar muchísimo de menos.

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