Desde la casa roja

Cuerpo a cuerpo

Aroa Moreno

Llega un momento en la escritura de un libro o de un texto como este, en el que, igual que en la conversación de una noche de borrachera, todo puede saltar por los aires. Es entonces cuando uno debería sujetar las riendas tensas del lenguaje y, depende de cuántos demonios tiren de él, de la pendiente por la que se esté deslizando, de la velocidad que se tome y de otras líneas indescifrables (si no, todos sabríamos armar las mejores historias), salva la curva o derrapa hasta salir del camino, se estrella contra el primer árbol y no hay forma de volver a esa ruta que parecía nítida hace solo un segundo. En ese momento, estás muy solo. Cuerpo a cuerpo con las palabras. Eres un pez que boquea en la corriente para seguir su rumbo que no debe dejar de nadar. Estás en aterrizaje forzado. Intentas mantenerte tibio entre la conciencia y el instinto. Hay autores que dicen que lo pasan muy bien escribiendo sus libros. Se divierten. Que disfrutan el camino de la escritura. Personas que te suelen decir: para pasarlo mal, no escribas. También depende en qué aguas meta uno las manos. Y nadie dice que a los que sufrimos con la tensión de la concentración continuada no nos guste un poco pasarlo mal si es así.

En pocas películas he presentido esa escalada de la calma previa al desastre mejor que en la transparente De aquí a la eternidad, aunque la película, vista hoy, no sé si se resuelve al final con precisión, al margen de lo que sabemos que sí pasó aquel domingo que se presentaba apacible en 1941. Fred Zinnemann consigue en este largometraje de la Segunda Guerra Mundial sobre fondo de romances varios ilustrar las vísperas del ataque aéreo a Pearl Harbour y fijar uno de sus temas recurrentes: hombres y mujeres que deciden mantenerse apegados a sí mismos para no ser arrollados por unas circunstancias intensas. También vi hace poco la mítica Tiburón de Steven Spielberg (1975). Otro desastre en otra costa. Una chica desaparece y encuentran sus restos en la playa. El análisis forense dice que ha sido atacada por un tiburón. El jefe de la policía sugiere cerrar las playas, pero la propuesta es rechazada por el alcalde. Nadie quiere arruinar la inminente temporada veraniega. Sí. Conocemos el argumento hasta la médula.

Hace unos días, en una playa del norte, estaba jugando en la arena cuando nos dimos cuenta del preciso instante en que cambió el signo de la marea. Y nuestro castillo, supuestamente a salvo, quedó arrasado en un golpe de ola. A nuestro alrededor, parecía que nadie se daba cuenta de cómo el agua había empezado a avanzar hacia la costa. El mar dejaba de engullirse a sí mismo, para devorar los metros de playa arrinconando a los bañistas junto al paseo marítimo, rompiendo los metros de distancia entre unos y otros. Nadie se fue. Seguimos llegando y llegando. Era previsible, pero no atendimos a las señales, la anticipación del derrumbe. Fue el mismo día en que confinaron a 70.000 personas en Lugo, una provincia que estuvo a salvo en el primer brote de la pandemia. Igual que esa mañana parecíamos estarlo las miles de personas que, como nosotros, sin tomar las riendas de lo que nos atraviesa, disfrutábamos en esa playa de una nueva y falsa normalidad bajo el sol del Cantábrico.

Velocidad y anticipación. Es difícil sujetar la tensión un tiempo largo: estar atentos a lo que sí hemos aprendido de la primavera. Y sabemos lo que tenemos que hacer y podríamos salvarnos de volver a cerrar nuestras puertas. Estamos en ese momento crítico de mantenernos más cerca de la razón que del instinto estival, de anticiparnos al desenlace, de no despistarnos para no ser el libro que se pierde sin llegar a resolverse. Nadie quiere quedarse en los bordes de la carretera como los que no giraron el volante a tiempo. Nadie quiere esta última frase estrellada del artículo.

Por cierto, si tienen un momento contra el calor, vuelvan a ver esa escena de Burt Lancaster y Deborah Kerr uno sobre otro, cuerpo a cuerpo, en una playa desierta de Hawai. Refresca.

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