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Dudas razonables

Javier Valenzuela nueva.

“Mis dudas son mi única fortaleza”, dijo Albert Camus en el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el premio Nobel de Literatura. Permítanme que me acoja hoy a esta fórmula de Camus, que reivindica la libertad intelectual del individuo frente a las certidumbres de las mayorías, para expresar mis perplejidades frente a algunas de las formas que adopta en esta primavera la lucha patria contra el coronavirus.

Soy, por ejemplo, de los que no acaban de entender por qué los españoles no podemos viajar libremente por nuestro territorio esta Semana Santa, mientras los franceses pueden practicar el turismo de juerga en Madrid y los alemanes el de sol en Mallorca. No tengo nada contra una razonable apertura de nuestro país a los vecinos europeos en estos momentos, que conste. Al contrario, creo que no debemos retrasar mucho más el comienzo del restablecimiento de nuestra industria turística con los criterios higiénicos y sanitarios de rigor. Ya saben, certificado de vacunación o PCR o test de antígenos negativos, uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos, distancias de seguridad, limitaciones de aforo que impidan aglomeraciones…

No me opongo, pues, a que vengan franceses, ingleses y alemanes, aunque el coronavirus no haya sido erradicado. Me preocupan, claro está, las imágenes de guiris emborrachándose en Madrid, pero esto tiene que ver con el libertinaje de juerga que propicia Isabel Díaz Ayuso para nacionales y extranjeros, no con el turismo en sí mismo. Lo que de veras no comprendo es que los españoles no podamos viajar libremente por nuestros territorios. ¿Por qué un barcelonés no puede visitar a su madre en Granada o un madrileño descansar en su segunda residencia en Alicante?

Si los extranjeros pueden entrar en España con una PCR negativa, ¿por qué no podemos desplazarnos los españoles por nuestro país con una documentación similar? La situación parece manifiestamente discriminatoria. En un artículo titulado Franceses y alemanes sí, españoles no... Pero, ¡¿en qué país vivimos?!, Isaac Rosa expresó ayer sus propias dudas al respecto. Aunque más críticas con nuestra dependencia del turismo que las mías –acepto resignadamente que ahora no tenemos otras alternativas para relanzar la economía–, encuentro razonables las dudas de Isaac.

Conozco las respuestas de oficio a la persistente prolongación de las limitaciones de movimientos de los españoles: la pandemia no ha terminado, hay peligro de rebrotes, no hay que bajar la guardia, es por vuestro bien, etcétera, etcétera. Es el argumento político y mediático que escuchamos un montón de veces al día desde hace más de un año. Confieso que empieza a aburrirme por lo que tiene de mantra, de renuncia al análisis concreto de la situación concreta.

Que no nos traten como niños. Somos mayores y ya sabemos que no hay que bajar la guardia. La gran mayoría de los españoles llevamos trece meses demostrando paciencia, compromiso y responsabilidad. Sabemos también que hay algunos que no siguen las precauciones elementales, pero ¿es legítimo prohibir que conduzcamos nuestros coches porque algunos circulen borrachos? Castíguese con dureza a los infractores y vayan devolviéndonos las libertades. Nosotros hemos cumplido, cumplan ustedes, gobernantes nacionales o autonómicos. Refuercen una sanidad pública tan enclenque con los recursos humanos y materiales necesarios, cosa que no parecen haber hecho. Aceleren la vacunación, y si Europa no provee de dosis suficientes, cómprenselas a Rusia, China, Cuba o quien sea menester.

Al libertario que soy le irritan algunas coartadas de los gobernantes. Por ejemplo, el uso de la cantinela Hacemos lo que dicen los expertos. Soy bisnieto del siglo de las Luces, aprecio a los científicos y los médicos, pero no creo que sean ellos los llamados a gobernar. Estoy contra la tecnocracia y a favor de la democracia. No son los economistas los que tienen que decidir las políticas económicas y sociales, no son los policías y jueces los que tienen que redactar las leyes, no son los epidemiólogos los que tienen que dictar la lucha contra una pandemia que también produce daños mentales, políticos y socioeconómicos. Los que tienen que hacerlo, escuchando a los expertos, son los políticos elegidos democráticamente. Asimismo, encuentro mediocre parapetarse tras Europa para justificar decisiones manifiestamente locales.

No me confundan con el ayusismo, por favor. Ni con los negacionistas folklóricos a lo Miguel Bosé o Victoria Abril. No niego la existencia de la pandemia, ni me opongo a medidas enérgicas para impedir su extensión, ni estoy contra una vacunación rápida y masiva. Si les parece que algunas de mis dudas coinciden con el ayusismo, atribúyanlo a que un reloj de madera como el de la presidenta de la Comunidad de Madrid también da la hora correcta dos veces al día.

Llevado al absurdo, el oficialismo que nos tiene encerrados en nuestras provincias esta Semana Santa puede extenderse al puente de mayo y también al verano. Es difícil que en esas fechas la pandemia se haya hecho imperceptible, es difícil que, a este ritmo, la vacunación haya alcanzado a la mayoría de la población. ¿Vamos entonces a dejar el regreso a una mínima normalidad para el otoño o el invierno próximos? ¿Puede permitírselo la salud mental de millones de españoles? ¿Puede permitírselo nuestra economía? ¿No estará para entonces muy malherida?

No creo que sea de derechas manifestar una honda preocupación por la pérdida o congelación de empleo de cientos de miles de compatriotas asalariados, muchísimos de ellos jóvenes. No creo que lo sea preguntarse si multitud de pequeños comercios, empresas y negocios van a poder aguantar cerrados o semicerrados varios meses más. No creo que lo sea imaginar que tendremos que seguir conviviendo bastante tiempo con la pandemia, intentando minimizar sus dolores y muertes, mientras vamos recuperando nuestra libertad, nuestra vitalidad y nuestra economía. Al contrario, creo como Camus que exponer honestamente tus dudas es lo progresista. Y, por supuesto, acepto de antemano que puedo estar equivocado.

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