Mala hierba

Las desgracias se cuecen a fuego lento

Portada Daniel Bernabé

El 6 de enero de 2020, además de ser el último día de reyes que hemos pasado sin mascarilla, fue el lunes previo a la votación de investidura de Pedro Sánchez. Hice este breve análisis de aquellos días en mis redes sociales:

Editoriales en prensa pidiendo transfuguismo, adjetivación hiperbólica, insultos y tono cuartelero en la investidura, amenazas de muerte a diputados, incluso llamamientos a un alzamiento militar por parte de eurodiputados ultras. Vaya cuadro. No era su intención, pero desde luego en dos días han confirmado lo que muchos hemos dicho en esta década y por lo que se nos ha llamado alarmistas y radicales: el régimen de 1978 tiene un serio problema de calidad democrática. Y todo por un Gobierno socialdemócrata atado desde la UE. Un pronóstico y una advertencia. El primero: el fascio nace sin bozal ni correa. Se ha proporcionado una coartada moral a lo más zorrocotroco del país, la de que el Gobierno es ilegítimo y por tanto todo vale para salvar al país de una supuesta quiebra. Esto no acaba mañana. La mitad de los diputados del PP no se creen las gilipolleces que dicen, la otra mitad tiene miedo de aparecer como traidores. A ver quién mete luego en la jaula a los salvapatrias con las transaminasas por las nubes. Las desgracias se cuecen a fuego lento.

En aquellos días, la Junta Electoral Central, que no ha puesto hoy tacha a la candidatura madrileña de Falange, pese a llevar dos condenados por el asalto a Blanquerna, inhabilitó a Torra y retiró la inmunidad como europarlamentario a Junqueras, en una extemporánea decisión que parecía querer influir en la votación de investidura. El diputado de Teruel Existe, Tomás Guitarte, tuvo que ser escoltado a pernoctar en un lugar secreto tras las amenazas de muerte recibidas. El resto se lo describo en el párrafo: los editoriales de la prensa liberal-conservadora pedían abiertamente un Tamayazo, Hermann Tertsch, de Vox, reclamaba la intervención del Ejército. Abascal tachaba en la tribuna al próximo Gobierno de ilegítimo y Casado, ese señor de constitucionalismo ciclotímico, daba vivas al rey y prevenía contra la destrucción de España. No hacía falta ser muy listo para pronosticar que la situación no auguraba nada bueno: para esto de escribir se requiere tener los ojos abiertos y dejar a un lado la calculadora.

Los meses que siguieron, ya con mascarilla, fueron aún peores por la sencilla razón de que los mismos que antes del virus no soportaban la idea de tener a unos rojos en el Gobierno, vieron en la pandemia la oportunidad de alterar el resultado de las urnas. Por eso los mismos periódicos que pedían un Tamayazo deslizaron la idea de un Ejecutivo de concentración, por eso se estuvo paseando por despachos de importancia un informe de nombre Albatros que pretendía simular los planes de una intervención militar pero que realmente lo que pretendía era crear el clima para propiciarla. Por eso, este informe fue hecho público, con la coartada del rumor, por el mismo periodista que en 1981 trabajaba para El Alcázar y dio salida a la carta de Tejero. Por eso, alguna reina de las mañanas dio en su programa el pistoletazo de salida para las algaradas de Núñez de Balboa, como antaño se hacía con las marchas militares en la radio. Por eso, el coronel Pérez de los Cobos dio rienda suelta a su vena creativa y pergeñó un fantasioso informe con la pretensión de meter en la cárcel a Illa y Simón. Por eso, mandos del Ejército, ya en el retiro, firmaron cuatro cartas y manifiestos de claro carácter golpista, alguno de ellos con destino a Zarzuela, que quedó muda entonces como ha quedado muda hoy tras ser amenazados varios miembros del Gobierno.

Podemos contarnos la historia como queramos, pero en 2020 se traspasaron determinadas líneas rojas que, probablemente, no se habían vuelto a cruzar desde 1981. ¿Por quién? Por esa parte del país, ínfima pero poderosa, que entiende la democracia como una molesta pero necesaria cosmética que es susceptible de enmendarse cuando la gente vota mal. No es que las elecciones de Madrid hayan destapado nada, es que son un nuevo acelerón para una escalada para acabar con el Gobierno de coalición progresista y, de paso, situar a la derecha española bajo secuestro del trumpismo de Ayuso y el posfascismo de Vox. No es que las amenazas terroristas vía postal sean la expresión de ninguna polarización, sino, más bien, la consecuencia lógica de poner en el punto de mira a unos dirigentes políticos que, bien, mal o regular, realizan su labor gubernativa con la legitimidad que les dieron las urnas de 2019, la que se quiere arrebatar con el miedo, las artimañas judiciales y ese coro de corral de un sistema mediático que perdió el norte de la decencia hace mucho.

Una película de serie B

Una película de serie B

Yo, como otros cuantos millones de personas, salimos a la calle en muchas ocasiones en el quinquenio del descontento, aquel que acabó en 2015. Razones encontrábamos en los recortes, el paro y la corrupción. En una reforma constitucional que postergaba todo al pago de una deuda que no era más que el opíparo negocio de los buitres financieros norteamericanos. A pesar de que hubo episodios de gran tensión y dolor, a pesar de que unos cuantos ciudadanos se quitaron la vida antes de ser desahuciados, a pesar de las cargas policiales desaforadas, a pesar de unas preferentes que estafaron a muchos jubilados, a pesar del “¡que se jodan!” a los parados pronunciado en sede parlamentaria, a pesar del “Luis, sé fuerte”, cuando la desvergüenza viajaba en SMS, a pesar de los pesares nadie envió nunca una bala por correo. En vez de eso surgió un nuevo partido y se presentó a las elecciones. Uno que hizo propuestas políticas, como subir el SMI o auditar esa deuda, no que amenazó con ilegalizar por líneas ideológicas o plantar la semilla del racismo para que el pobre odie al miserable. Yo llegué a pensar que, a pesar de todo, España, ese país donde se tiraba de escopeta por un problema de lindes, había avanzado expulsando la violencia de su juego político.

Pero no. Esas personas que miden la importancia ciudadana por el tamaño de la cuenta bancaria, y sus secuaces con aspiración a lacayo, parece que se habían reservado un as en la manga. No les bastó con montar una “policía patriótica” para intoxicar con la colaboración de sus cabeceras de referencia, no les bastó con casi partir al PSOE en el putsch de Ferraz, no les fue suficiente con encumbrar a un Rajoy a una última legislatura que acabó presidida por el bolso de Sáenz de Santamaría. Tuvieron que sacar al bicho de la jaula, una que en Europa se cerró con siete llaves en 1945, pero que aquí quedó a la espera, durmiente, a que alguien se decidiera a quitarle el polvo, sacarla de los callejones donde nunca dejó de dar palizas y ponerle un traje chaqueta. No es que en Madrid se decida un Gobierno autonómico, es que se decide frenar esta deriva o darle un empujón que la hará aún más fuerte.

Realmente vivo en tiempos sombríos, decía Brecht, el que ríe es porque todavía no ha oído la terrible noticia.

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