En Transición

Negando las evidencias hemos llegado hasta aquí

Una frase resuena en mi cabeza mientras contemplo atónita imágenes que nunca pensé que vería en un país democrático europeo: la de Jose María Aznar, repetida de unos años a esta parte: "Antes se romperá Cataluña que España". Lo que hoy se ha consumado es la ruptura de la convivencia en Cataluña y en el resto de España, que es tanto como decir que se ha quebrado el consenso que dio lugar a la Constitución del 78.

El gobierno de Mariano Rajoy, por incompetencia, por vileza, o por ambas cosas, ha conseguido que lleguemos hasta aquí negando las evidencias: negando que el Estatut promovido por Zapatero fuera una vía para resolver un conflicto que sabíamos larvado, negando que el Govern fuera capaz de organizar una votación, negando que fueran capaces de abrir colegios electorales, disponer de urnas y de papeletas, y lo que es más grave, negando que miles o millones de catalanes y catalanas estuvieran dispuestas, pese a todos los inconvenientes, a salir a las calles para mostrar su voluntad de repensar su relación con el Estado español y permanecer hasta el final de la jornada custodiando las urnas.

Lo que presenciamos ayer no es ni puede ser un referéndum con resultados que legitimen ninguna decisión, pero es a todas luces una movilización contundente de buena parte de la sociedad catalana que quiere votar para decidir cómo se relacionan con el resto del Estado. Porque lo de menos ahora mismo es si hay recuento o no, o cuál es el resultado del mismo. Lo fundamental en estos momentos es que el Gobierno español presidido por Mariano Rajoy ha sido incapaz de reconocer las evidencias que se daban en Cataluña, y ante ello, en una suprema demostración de irresponsabilidad, ha provocado la peor de las situaciones posibles: cientos de imágenes de cargas policiales y heridos que un gobierno democrático difícilmente puede soportar.

No en vano las reacciones internacionales, que el gobierno de Rajoy con todos los recursos del aparato del Estado no ha podido controlar, se van sucediendo: desde el primer ministro belga hasta Martin Schultz, pasando por Jeremy Corbyn, han mostrado en las redes sociales su escándalo por lo que está pasando en un Estado miembro de la Unión Europea, supuesto templo de garantías y libertades democráticas.

El gobierno de Mariano Rajoy ha demostrado su incapacidad para gestionar el momento político que vivimos. Las declaraciones de la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, negando las evidencias que el mundo entero estaba viendo en las redes sociales y en algunas televisiones –no así en TVE, que ha confirmado su nula vocación de servicio público–, le incapacita para gestionar democráticamente la quiebra de la convivencia que se ha producido en el conjunto de España.

Urge reconocer las evidencias y gestionarlas. Sin la participación de una parte importante de la sociedad catalana y sus movimientos sociales, el gobierno de Puigdemont y Junqueras no hubiera conseguido abrir cientos de colegios, ni constituir las mesas electorales, ni esconder las urnas, ni poner a disposición las papeletas, ni mucho menos organizar cientos de colas con miles de ciudadanos catalanes esperando para depositar su voto y custodiando las urnas para impedir que la Policía se las llevara. Pero el problema va más allá: aún sin disponer de datos fidedignos ni encuestas de opinión fiables, todos sabemos que muchos catalanes y catalanas opuestos a esta convocatoria de referéndum han salido finalmente a votar ante lo que viven como una agresión del Gobierno español, sobre todo después de las imágenes que se han visto en las primeras horas del domingo. Creo que no me equivoco cuando digo que muchos que hemos sido críticos con esta convocatoria, y que no somos catalanes, hemos pensado que de vivir en Cataluña habríamos acudido a la urnas ante lo que se ha convertido no ya en un referéndum por la independencia, sino por la convivencia.

Las elecciones necesitan normalidad, y la izquierda, incómoda, un relato

Basta con pasearse por cualquier ciudad para aterrorizarse viendo concentraciones de ciudadanos, algunas lideradas por dirigentes de la extrema derecha, que resucitan lo peor de las dos Españas, no tan olvidada ni tan enterrada como pensábamos.

Ha llegado el 2 de octubre en el peor de los escenarios posibles. A la hora de escribir estas líneas no sé cómo acabará la jornada ni qué declaraciones públicas harán los líderes políticos, pero sí que sabemos ya que la jornada del 1 de octubre será un antes y un después en la historia de la joven democracia española. De cómo se posicione cada uno de los partidos dependerá el inicio de esta segunda transición que estamos viviendo. Y nadie lo tiene fácil para mantener una posición coherente sin desgarrarse por dentro. Es lo propio de momentos de transición: que hay que saber conjugar el discurso, necesariamente lleno de matices, con unos principios claros cuyas líneas rojas no deben traspasarse.

Los líderes actuales –en España y Cataluña– que nos han traído hasta aquí son incapaces de leer el nuevo escenario y gestionar la transición. Urgen nuevos liderazgos que desde la comprensión del momento, la lectura acertada del escenario político y social, y una apuesta inequívoca por el diálogo, la deliberación y la democracia, nos permitan avanzar en la creación de un marco que favorezca y garantice la convivencia, objetivo último de la política y de todo ordenamiento jurídico democrático. Muchos se juegan en esto su futuro político, el de su partido, y el de todos nosotros y nosotras. ¡Quién le iba a decir a Pedro Sánchez que hace justo un año, el 1 de Octubre de 2016, dimitía como secretario general del PSOE tras un convulso Comité Federal, se iba a ver hoy en estas! Sus palabras y sus silencios pueden decantar el sentido de esta segunda transición.

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