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Verso Libre

Estar en Barcelona

Cansado de los asuntos y los debates del ser, necesito de vez en cuando acudir al modesto refugio del estar. Eso he hecho estos días: he tomado un tren, he visto cómo el campo corre por la ventanilla a una velocidad de vértigo y me he bajado en la estación de Barcelona Sants.

Gustavo Adolfo Bécquer descubrió la velocidad del mundo al subirse como periodista a un tren. El encargo de informar sobre la inauguración de la línea de ferrocarril Madrid-San Sebastián le hizo descubrir el vértigo de la historia contemporánea en el que los acontecimientos se suceden como paisajes devorados por otros paisajes. Era el 15 de agosto de 1864. Años más tarde llegó el avión, llegaron las redes sociales, el mundo digital y la vida condenada a una prisa cada vez más desfiguradora. Desde Bécquer y sus Rimas, la poesía no hace otra cosa que pensar una respuesta humana a esta aceleración que vive para negarlo todo y dejarnos vacíos.

El querer estar es un refugio cuando la obsesión de ser cae en el vértigo. El estar a tiempo no significa entonces participar en una carrera, sino estar cuando hace falta, estar siempre ahí, estar con los pies en la tierra, la voluntad de preguntarle a los amigos y las amigas si están bien.

Con Xavier y los lectores de la Llibreria Nollegiu hablamos de García Lorca, recordamos dos versos de Poeta en Nueva York: “Yo denuncio a toda la gente / que ignora a la otra mitad”. Ante los grandes mataderos de la Metrópoli, escucha la experiencia de los pobres, los negros, las mujeres y la naturaleza para escribir que debajo de las multiplicaciones o de las divisiones siempre hay una gota de sangre. Y se interesa en aclarar, bajo el signo de Dante, un matiz decisivo: “No es el infierno, es la calle. / No es la muerte. Es la tienda de frutas”.

Es la vida cotidiana, la vida de la gente, la tienda del barrio, esos lugares en los que la amistad busca huecos para escucharse. He venido a Barcelona para escuchar. No en busca de información política, porque estoy ya saturado de información, no sabemos nada por culpa de los excesos de información. He venido para estar con los amigos, para preguntarles cómo están, para cumplir el rito necesario y lento de contarnos la vida.

Quedo a comer un día con Joaquín, Jordi y Domingo, colegas de la Universidad y la poesía. Quedo a comer otro día con Mariona y Joan para hablar de todo, porque cuando hablamos como si nada de Joana y Elisa nos damos cuenta de que estamos hablando de todo. Luego me acerco a los estudios de la calle Caspe de la cadena Ser para entrar en Hora 25, y le digo a Àngels –que me escucha desde Madrid–, que hoy escucho y hablo desde Barcelona, su ciudad. Estar a la escucha antes de hablar es saber ponerse en el lugar del otro.

Voy al cine con Marta y Mónica, me tomo un gin-tonic con Marçal, llamo por teléfono a Rosana para que venga el domingo en su silla de ruedas a la lectura que hacemos Joan y yo. Vamos a celebrar el cuarto cumpleaños de Nollegiu. En el libro que acaba de publicar Joan, Un hivern fascinant, hay un poema que me emociona de manera particular. Sonríe cuando ve a un padre fatigado empujando la silla de ruedas de su hija por la calle de Atocha.

Explico algunas cosas

Como ahora la velocidad es el avión, a Joan le gusta viajar en tren. Y como teme las prisas, cuando viene a Madrid, prefiere dormir en algún hotel de la calle Atocha para estar cerca de la estación en el momento de la salida. En esa calle en cuesta, vio a un padre empujando una silla de ruedas, y el padre quizá pensó que alguien con humor mezquino se reía de su sudor. No sabía que Joan pensaba en su vida, en una vida que encontró sentido poético en su hija ya muerta y en la rutina de empujar durante años una silla de ruedas. El hombre de la calle Atocha no sabía, es lógico, cómo iba a saber, desconocemos tantas cosas.

Mis amigas y mis amigos tienen sus sentimientos y sus ideas. Unos son independentistas y otros no; unos no eran independentistas, pero van a votar ahora a los independentistas; y otros eran independentistas de siempre, pero ya no quieren ni oír hablar de las mentiras del independentismo. Otros siguen más o menos siendo lo que eran pese a vivir alarmados por los acontecimientos. Y otros ya no saben lo que son, ni dónde están, porque su empresa se ha ido a Alicante, mientras la de su mujer se va a Madrid. Quiero mucho a un antiguo comunista, interrogado por el sangriento comisario Creix en los años más duros de Via Laietana, que dice estar casi dispuesto a votar a Rajoy por indignación ante las secuelas del Régimen de Pujol.

Me lo dice, y luego sonríe y me comenta “ya sabes que no, he dicho casi, estoy exagerando”. Yo lo escucho, sonrío también, reímos; cualquiera que nos vea se preguntará con indignación de qué se están riendo estos al hablar de Catalunya. Si se decide a escucharnos, a escuchar las palabras de la mesa de al lado, no encontrará la palabrería de las consignas. Quizá sólo oiga el murmullo de un cansancio, el cansancio del ser, y mi necesidad de estar en Barcelona, la voluntad de estar con los amigos.   

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