Plaza Pública

Un Poder Judicial no enteramente independiente: nota para una reforma constitucional

Juan-Ramón Capella

No hay duda de que los magistrados son independientes en sus actuaciones. Pero en España el Poder Judicial, como tal, no es enteramente independiente de los demás poderes del Estado.

Y eso deja al Poder Judicial, además, en una posición débil, de cierto desamparo, ante el cuarto poder y ante el poder que no lleva número: el invisible poder económico y financiero.

Los poderes políticos de la época de la transición desconfiaron de la magistratura heredada, que se había formado bajo el franquismo y en el franquismo jurídico tras la depuración de la judicatura y la fiscalía republicanas. Se optó pues, en los setenta, por jubilar a los magistrados más antiguos y vigilar tutelarmente a los demás. Se creó así un poder judicial tutelado. Cuarenta años después, esa tutela no solo no tiene razón de ser sino que además se ha convertido en un instrumento que dificulta la persecución de la corrupción.

El Poder Judicial no es enteramente independiente al menos por tres razones: porque el poder ejecutivo y el legislativo tienen una influencia decisiva en la composición de su órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial; porque la Fiscalía queda fuera de éste: el gobierno designa al Fiscal general del Estado, el cual, a su vez, nombra a los fiscales jefes de las audiencias, en una organización fuertemente jerárquica; y el Poder Judicial tampoco es enteramente independiente porque carece de una policía judicial propia: la que tiene depende orgánicamente del poder ejecutivo.

Además de todo eso, el poder judicial tiene un grave problema interno de cultura jurídica y social, y está excesivamente expuesto a las presiones debido a la todavía débil cultura democrática de nuestra sociedad. Pero vayamos ante todo a lo principal.

La Constitución de 1978 define un Consejo General del Poder Judicial (art. 122,3), pero deja casi toda su composición a una Ley orgánica. Eso ha posibilitado sucesivas reformas siempre en el sentido de dar intervención en el asunto a los principales partidos políticos —lo que le hacía depender, en definitiva, del Parlamento—, y más recientemente, sobre todo, del gobierno. No es fácil que los magistrados  y magistradas se puedan identificar con el organismo que les preside.

La intervención sobre el Consejo General del Poder Judicial de poderes externos tiene o puede tener consecuencias graves para la promoción de los magistrados e incluso en la composición de algunos tribunales; cuando a los gobiernos no les basta su influencia sobre la fiscalía, actúan sobre el Consejo General.

Solucionar el problema de la independencia de la cúpula del poder judicial no es fácil. De una parte los magistrados son funcionarios cooptados por los magistrados existentes, a través de concursos públicos. De otra, el pueblo, titular de la soberanía, ha de tener algo que decir al respecto. El poder judicial no puede ser independiente de la soberanía popular.

Una reforma constitucional debe ser capaz de situar al Poder Judicial enteramente al margen de la influencia de los demás poderes del Estado sin que por ello deje de estar sometido a la soberanía. Se han formulado varias propuestas para eso —y yo mismo he sido autor de una algo complicada—, pero una manera muy sencilla y eficaz de volver independiente a la cúpula de ese poder del Estado consistiría en atribuir exclusivamente a los magistrados la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, entre candidatos que fueran en su mayoría magistrados, con adición de una minoría de  juristas de reconocido prestigio; y atribuir al Parlamento la facultad de vetar por mayoría absoluta a miembros electos del Consejo General, que en su caso serían reemplazados por suplentes predeterminados.

De cualquier modo: es preciso implantar un procedimiento de designación del Consejo General del Poder Judicial que lo independice al máximo de los otros dos poderes del Estado.

En segundo lugar el Poder Judicial no es enteramente independiente porque el gobierno se reserva el nombramiento de la cúspide jerárquica de la Fiscalía, el Fiscal General del Estado, y mantiene a los fiscales fuera del alcance de la autoridad del Consejo General del Poder Judicial. Solucionar el problema es sencillo: consiste en integrar a los fiscales en el ámbito de la magistratura, con su propia normativa interna, y atribuir al Consejo General el nombramiento del Fiscal General.

Esta integración de los fiscales en el cuerpo general de la magistratura es importantísimo. De los fiscales depende no sólo perseguir los delitos, sino también no perseguirlos o, dicho de otro modo, no considerar delictivos ciertos actos u omisiones. Hoy la corrupción política se está beneficiando de esta situación ciertamente anómala de la fiscalía actual. Que debe dejar de ser enteramente un instrumento del gobierno. Éste dispone, si lo necesita, de otros funcionarios para ser parte en los procesos, de una manera pública y  no mediante consignas opacas.

El Poder Judicial no es independiente, en tercer lugar, por carecer de una policía judicial propia. Tiene a sus órdenes funcionalmente a agentes de las distintas policías existentes, pero éstos dependen orgánicamente de los poderes ejecutivos estatales o autonómicos. Poderes que pueden alegar razones orgánicas —y nunca mejor dicho— para cambiar a quienes están solo funcionalmente a las órdenes de fiscales y jueces, con el consiguiente entorpecimiento de las investigaciones  (hoy, sobre todo, en los casos de corrupción, y se podrían dar numerosos ejemplos).

En otros países existe una policía judicial separada tanto orgánica como funcionalmente de la policía de orden público; ¿por qué no aquí? En realidad crear una verdadera policía judicial casi no tendría costes, pues las policías, y sus especializaciones, existen ya.

La policía de orden público podría seguir a las órdenes del ministro del interior de turno. Pero los ciudadanos estaríamos sin duda mejor protegidos que ahora por una policía puesta a las órdenes de un poder judicial independiente.

Estas propuestas tendrían que ser completadas por una actuación decidida de un Consejo General renovado que a su vez pusiera al día los concursos de selección de los magistrados, adecuándolos no solo al conocimiento del derecho sino al de los problemas de la sociedad en que han de ejercer su función. Los magistrados necesitan orientar su cultura jurídica hacia una democracia no meramente procedimental sino a la democracia como régimen, como regla para las relaciones entre la ciudadanía y entre ésta y sus instituciones.

Conviene que el público sepa cómo se convierte en magistrado alguien dotado de una licenciatura en derecho. Lo hace memorizando  temas jurídicos de un programa —de bastante indigencia intelectual— para recitarlos como si fueran un catecismo ante un tribunal de magistrados en el sistema actual de oposiciones.

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Para tener éxito el futuro opositor suele recabar la ayuda —remunerada aunque opaca— de una figura muy particular: el preparador. El preparador es un magistrado que se presta a enseñar en privado cómo ganar la oposición. Que vende clases de oposiciones. Los candidatos aprenden así a someterse sin crítica a la "modélica" visión del derecho que tienen los magistrados de la cúspide del sistema judicial, la única que se les traslada, que por su propia naturaleza es conservadora, tradicional y sobre todo dogmática. Esa visión suele ser ignorante del pluralismo jurídico, de los márgenes de indeterminación del derecho, y de las habilidades para actuar en estos casos sin menoscabo de las garantías debidas. Por otra parte el actual tipo de formación de los magistrados induce a considerar la independencia judicial más como una sinecura que como un instrumento de protección profesional al servicio de la ciudadanía

Sólo cuando los candidatos han superado sus oposiciones reciben formación adicional en la Escuela judicial, cuyas enseñanzas oscilan según los vaivenes más o menos conservadores del Consejo General del Poder Judicial. Pero ahí ya casi todo está determinado: sería preferible sustituir la existencia de preparadores privados por cursos públicos universitarios de maestría (másters, los bautizan en inglés), impartidos por magistrados, juristas prácticos y otros especialistas, en un ambiente cultural abierto a la polémica, a la crítica y la autocrítica, y a la innovación.

Una observación final, quizá muy personal: la protección de los jueces en su actividad profesional es una necesidad real. Los y las jueces y fiscales son personas que viven en el mismo entorno social que las personas a las cuales han de enjuiciar en el ámbito penal y demás. Sus hijos van al colegio, como todos. Y se observa cierta tendencia fascistoide a manifestarse ante los tribunales. A veces lo han hecho incluso alcaldes enarbolando sus varas de mando (un residuo del pasado); en otras ocasiones, han sido autoridades políticas que han pretendido obtener decisiones para alguno de los suyos en el ámbito de lo contencioso-administrativo. Pues bien: eso es justamente un ataque a la división de poderes. El derecho de manifestación, que es básico, se puede ejercer, ciertamente, contra decisiones reales o previstas de los tribunales. Pero ese derecho debería dejar de  existir a menos de medio kilómetro a la redonda de donde se administra justicia, y se debería perseguir penalmente a quienquiera que acosara a quienes prestan el extraordinario servicio a la sociedad de decidir los conflictos según las leyes y el espíritu de Justicia. ___________Juan-Ramón Capella es catedrático de Filosofía del Derecho. Su último libro es 'Impolíticos jardines' (Trotta, 2016)

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