Plaza Pública

Cuando el buen periodismo es una ensoñación

María Garzón

Querida lectora y querido lector. Os invito a hacer un ejercicio de imaginación. Visualiza un domingo por la tarde en casa, disfrutando del poco tiempo libre que te permite tu ajetreada vida laboral. La tranquilidad se altera cuando recibes el mensaje de una periodista que te pide hablar porque va a sacar una información sobre ti. Ojo, esa misma noche, apenas dos horas después. Te quedas descolocada como persona porque no conoces quién te escribe, que se identifica como periodista. Alguien, sin contar contigo, le facilitó tu número. Pero bueno, hasta ahí todo fluye desde la incomodidad que perturba tu tarde.

Intentas hablar con la periodista para dar tu versión sobre una noticia que te trasladan distorsionada y que contiene elementos falsos. Cuando finalmente consigues la comunicación verbal, tras varios intentos y con la ansiedad de no poder contactar a tiempo porque no sabes cuánto considerará esta persona que ha sido suficiente para recibir tu respuesta, te tranquilizas. Es cuando piensas: ahora, la periodista, que presupones profesional a pesar de sus métodos atropellados, recogerá correctamente la información contrastada. En la conversación has desmentido rotundamente la información y le has confirmado los datos que sí son reales para demostrar que no niegas por negar, sino porque no tienes nada que ocultar. Ella te escucha e insiste en que sacará su información con el desmentido. Tú prefieres mantener la confianza en que cumplirá el principio básico del periodismo: dar una información veraz y contrastada.

Pero las formas de la conversación telefónica no te dejan relajarte. Dejas de estar segura, o seguro, de si el texto publicado recogerá tu verdad. Y es aquí cuando me vienen a la memoria los principios básicos que estudiaba en la universidad y, por ello, la respuesta sería sí, lo hará. Porque aún me creo todo eso de contrastar las fuentes, de separar la información de la opinión, de deslindar lo falso de lo verdadero, lo que son fuentes no contrastadas y lo de que, a veces, queremos hacer noticiable algo que simplemente es o puede ser intoxicación. Conozco bien de lo que hablo, sé cómo es el mundo de la “manipulación informativa”, soy publicista y comunicadora: creo necesidades, provoco sentimientos, consigo seguidores y detractores. Y porque sé cómo funciona esto, sé que nada tiene que ver con lo informativo, cuya aspiración es la verdad y la objetividad (aunque ninguno de estos objetivos se consiga de forma rotunda). La loable función del periodismo es informar. Así me lo enseñaron, así lo creía y quiero seguir creyéndolo. Aunque en honor a la verdad cada vez me cuesta más encontrarlo porque el buen hacer periodístico se mezcla con otras cosas.

Decides instalarte en la ensoñación del periodismo profesional y acudes el lunes por la mañana a leer la información publicada con la convicción de que la noticia será la que es y no una versión apegada al interés de quien facilitó datos cuando menos no contrastados. La decepción te devuelve a la triste realidad. La periodista ha titulado con el dato falso por el que recurrió a ti y, para más inri, no ha recogido correctamente el desmentido, quebrantando con ello la esencia de la profesión. No sólo eso, sino que por arte de magia (manipulativa), sin comerlo ni beberlo, te han convertido en el actor del conflicto internacional del momento, no porque hayas decidido opinar sobre el mismo, sino por tu desempeño profesional que nada tiene que ver con los actores en liza. Y esta línea editorial continúa al día siguiente, y se recoge por otros medios. Se deja morir el titular falso, porque es insostenible, y todo se deriva hacia el que se revela como el propósito inicial: denostar a quien aportó información veraz que era contraria a la intención de la publicación y sus “fuentes”.

Confiabas en la profesionalidad de quien perturbó lícitamente tu tarde de domingo. La atendiste, diste tu versión, pero todo resulta como parecía, una premeditada caza contra ti. Te conviertes en presa de devastación de la peor cara de la sociedad de la información. Las redes sociales parecen dar licencia para que todo el mundo entre a opinar sobre tu vida y el amarillismo periodístico hace tiempo saltó de las páginas del corazón a impregnar todas las secciones de algunos llamados diarios. Ojo, y ni siquiera son confidenciales, que ya sabemos que esos medios hacen del rumor noticia y de la mezcla de dimes y diretes relatos fabulados.

Lo que me entristece es que el nuevo objetivo de algunos periodistas sea fiscalizar la vida privada y el desempeño profesional de algunos (que no todos), de acuerdo a si suponen o no una amenaza a su línea editorial.

Dejemos de imaginar en este punto. Querida lectora, querido lector, ¿cómo te sentirías si esto te hubiese ocurrido en realidad? ¿Y si, como un dejà vu, te ocurriese una y otra vez?

A estas alturas habrás concluido que hablo sobre un caso en particular, no importa de quién, porque el patrón se reproduce en forma tan reiterada como preocupante. Lo compruebo como responsable de comunicación de personas con exposición pública, elevándose a la enésima potencia cuando hablamos de algunos profesionales que además ostentan determinadas opiniones políticas o sociales, ajenas a la propia profesión, aunque los presupuestos sean inconsistentes o falsos para hacer el trasvase de valoración.

Me he decidido a escribir este artículo porque amo mi profesión. Porque creo lo que me enseñaron en la facultad y me alarma ver cómo se corrompe el periodismo, se saltan las líneas rojas, todo vale. A través de una noticia falsa, un rumor no contrastado o una mentira, se introduce a una persona en el foco de un conflicto, obligándole a elegir entre saltarse el deber de secreto profesional o aguantar los golpes. Y ello, no con el objetivo de informar, porque en realidad no había sobre qué hacerlo, sino para abonar un espacio de ataque profesional, con el daño que ello pueda conllevar.

Querida lectora y querido lector, debo afirmar sin fisuras que esto no es periodismo. No es ni siquiera política. Son malas artes, intereses particulares y una falta de profesionalidad alentada por todas y todos porque no nos plantamos ante ella.

Sabemos que el poder mediático es aterrador. Pero no deberíamos temer, porque no debería hacerse, que se fiscalice la profesión de una persona para mezclar y, como algunos lo mezclan todo soltando datos inconexos, para desinformar y sembrar la duda. Ocurre que se ensalza a una persona, cuando es expulsada de su profesión, porque en ese momento sirve para apoyar sus propias tesis, con entrevistas, artículos elogiadores de su labor, espacios en los propios medios. Y ocurre también, sin que exista argumento sostenible para ello, que se machaca a alguien por desviarse de una senda que en sus mentes han forjado, o no se acomoda a la directrices que entienden debía respetar, o sencillamente cumple con sus deberes profesionales o apoya una línea política diferente a la que el medio sustenta. En definitiva, cuando en el ejercicio de su libertad se separa del camino marcado como “correcto” por esos medios.

Me produce honda preocupación observar cómo algunos se erigen en justicieros desde las rotativas o los servidores periodísticos, aceptando como normales las filtraciones de procedimientos judiciales secretos propiciadas desde dentro y utilizando lo que siendo ilícito les sirve para destruir al objetivo, prescindiendo de derechos básicos como el de la presunción de inocencia o el derecho de defensa, ocasionando con ello que, al final, se dañe la propia justicia y se beneficie a quien, en otras circunstancias, hubiera respondido ante la misma.

No. Un periodista no puede determinar lo que está bien o lo que está mal. El periodismo está para garantizar el derecho a la información, para denunciar las injusticias, para dar voz a los silenciados, para informar, en definitiva. Y tiene espacios propios para opinar, como las tribunas, los editoriales, las firmas invitadas... Pero no se puede vestir de información la opinión. No podemos usar los medios para hacerles el juego a partidos políticos ni acosar mediáticamente a las personas.

Ojo, y sé que todo esto es posible porque, por suerte, existe el buen periodismo.

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María Garzón es promotora de Actúa

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