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La arrogancia del 'Titanic'

La arrogancia del 'Titanic'

Alejandra acaba de cumplir ocho meses. Si el día que nació alguien nos hubiera contado el guión de esta pesadilla lo hubiéramos tachado de alarmista y además poco imaginativo, habríamos comentado que como mucho daba para una película barata de sobremesa de domingo y habríamos continuado sin dudar con nuestro bla,bla,bla como si fuéramos invencibles, como si nada pudiera alcanzarnos, como si no hubiera un mañana, expresión que ahora se torna algo cómica y quien sabe si premonitoria.

Porque lo cierto es que el mañana ya no es lo que era. Había un mañana antes de todo esto y nos espera otro muy distinto tras la llegada de este Apocalipsis que nos ha pillado a todos con las zapatillas de andar por casa y existiendo muy por encima de nuestras posibilidades.

Meses después del hundimiento del Titanic en el Atlántico norte, tras chocar con un iceberg en las primeras horas de 15 de abril de 1912, el escritor Joseph Conrad publicó dos virulentos artículos contra lo que él denominaba “la arrogancia del 'Titanic'”. El autor de El Corazón de las tinieblas –que fue marino de carrera mucho antes que escritor– se quejaba amargamente de “la prepotencia y la excesiva confianza que la humanidad deposita en sí misma”. Y arremetía contra la altivez y ambición desmesurada de los armadores, el beneplácito de la sociedad de la época y el entreguismo de los medios de comunicación.

La tragedia del Titanic no fue sólo el hundimiento del barco más grande jamás creado por el hombre hasta entonces, fue, por encima de todo, el violento despertar de una ambición, el naufragio de una época, el aniquilamiento de una forma de vivir y de ver la realidad. Con el Titanic se hundió una parte del siglo XX y en su descenso al fondo del océano se llevó con él esa estúpida arrogancia de la que hablaba Conrad, una cultura excesivamente narcisista y autocomplaciente y esa soberbia clasista de aquellos elegidos que se creían por encima del bien y de mal.

Erik Fosnes Hansen escribió en 1990 Himno al final del viaje, en el que cuenta como la orquesta del barco más famoso de la historia siguió sonando hasta el último momento. Apropiándonos del título del libro podemos decir que aquella tragedia fue el canto del cisne de la decadente Europa en los albores del nuevo siglo, esa Europa que ignoraba que estaba inexorablemente condenada a su propia destrucción; destrucción que tendría su máxima expresión dos años después con el estallido de la Gran Guerra.

Casi 108 años después, nos acabamos de dar de bruces con otro iceberg que amenaza con arañar mortalmente nuestro casco y llevarnos al fondo. Como poco nos ha embarcado en un largo viaje al fin de la noche como hiciera Conrad al narrarnos la travesía de Marlow por el río Congo en busca de lo peor de nosotros mismos. Llevamos demasiado tiempo haciendo caso omiso, como hiciera el barbudo capitán del Titanic Edward John Smith, a los numerosos avisos que nos iban alertando de la presencia de icebergs en nuestro camino… pero nuestra arrogancia nos ha impedido ver más allá de nuestras limitaciones.

A lo largo de nuestra Historia el hombre ha dado muestras de no aprender de sus anteriores y repetidos errores, de creerse por encima de todo aquello que le rodeaba, de reírse de la naturaleza y de pasar por alto cuantos icebergs pusiera el destino en su camino. No hemos comprendido nada. Nuestra desmesurada ambición nos ha impedido ver las señales, incluso las muy claras y rotundas. El último parte meteorológico que recibió el puente de mando del Titanic poco antes de la colisión era meridianamente claro para haber evitado la tragedia: mar en calma, cielo estrellado, visibilidad casi perfecta… Pero pese a que los elementos estaban de su parte su deseo de llegar antes, de ser los primeros, de ganar, ganar, ganar, le llevó a menospreciar el campo de icebergs de 78 millas de largo que tenía por delante…

Cuando dentro de unos años sus padres le cuenten todo esto a Alejandra, posiblemente le hablen de cuando ese nuevo mañana lo cambió todo y nos puso patas arriba; nos alcanzó sin avisar, cambió el guión de nuestras vidas y se tornó difuso, peligrosamente inalcanzable para muchos e imposible para algunos. Y eso que teníamos la mar en calma, el cielo estrellado y una visibilidad casi perfecta

Le dirán que tuvimos miedo, que nos sentimos insignificantes en medio de la tormenta; también le contarán que hubo que encerrarse en casa como si una maldición bíblica nos acechara, que fuimos protagonistas indeseados de una catástrofe a cámara lenta o de una escena premonitoria de La peste de Camus, que las calles estaban desiertas, que aprendimos en nuestras carnes lo que significaba la palabra confinamiento, que nos desaparecimos, que el hombre siguió siendo lobo para el hombre, que pocos, muy pocos, dieron la talla, que habíamos empezado a darnos los codos en lugar de las manos, que todo se vino abajo, que se desmoronó nuestro universo equiparando realidad con pesadilla. ¡Ah, el horror! ¡El horror!” que dice Marlow en el momento álgido de El Corazón de las tinieblas.

Ignoro el motivo pero siempre que me imagino a Alejandra dentro de cuatro, cinco o seis años la veo a lomos de un brioso corcel de madera que sube y baja en un hermoso Tiovivo repleto de luces de colores, con la música a todo volumen y sin parar de dar vueltas. La veo risueña, alegre, pataleando al aire, sujetándose con fuerza, con sus ojos infinitos mirándolo todo, captando todo el universo que va apareciendo ante ella. Un mundo que seguirá girando, una vida que seguirá pasando.

Porque la caravana continúa aunque ladremos hasta que un nuevo iceberg y nuestra proverbial arrogancia nos vuelva a poner en nuestro sitio… ¡Ah, la vida, esa cosecha de pesares inextinguibles!

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Fernando Baeta es periodista.

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