Plaza Pública

Carroñeros del despojo: tiempo de balcones, banderas y crespones

Vecinos del madrileño barrio de Carabanchel se manifiestan junto a la Avenida de Oporto para protestar contra la gestión del Gobierno.

Jesús Izquierdo Martín

España es un país extraño. Comparte con otros lugares la eclosión de la víctima: de desastres naturales, de género, de la dictadura, de ETA, del terrorismo islámico… y ahora también de víctimas de la pandemia. Sin embargo, como sostienen el sociólogo Gabriel Gatti y la especialista en literatura Josebe Martínez, aquí las víctimas tienen un distintivo sello cultural: son víctimas “barrocas” y lo son por la mirada con la que los muertos reciben reconocimiento. A diferencia de otros lugares donde impera el racionalismo, el dolor por las víctimas va acompañado en España por la exhibición pública de restos óseos. Es la delectación compartida por la escenografía de la muerte, por la invocación al theatrum mundi del viejo contra-reformismo católico, en cuya platea la simulación transformaba lo falso en verdadero, donde la realidad se volvía ilusión. Es un escenario de catarsis contra la vanidad y en favor de la transitoriedad de la vida, del memento mori, de la inevitabilidad de la muerte, de la exaltación sin complejos de lo efímero de la existencia humana.

Lo efímero se expresa en la exhibición pública de calaveras o esqueletos, del mismo modo que lo hacían las metáforas pictóricas de la arena cayendo por el interior de viejos relojes o la transitoriedad de la llama encendida en velas paulatinamente consumidas. La exhibición de la muerte es señera en nuestra cultura. El interior de las iglesias católicas y su ostentación de representaciones de cuerpos atormentados es una prueba entre otras. Es cultura de dos rombos, no apta para menores. Ahora bien, no todos los muertos parecen tener la misma condición de víctimas, la misma calidad como referentes a través de los cuales mostrar dolor personal o colectivo. Y es que existe una jerarquía de muerte cuyo orden fue establecido por un relato cuya composición no firmaron todos los ciudadanos; más bien fue sellado por un activo tardofranquismo con la connivencia timorata de una izquierda mayoritariamente ganapán. Ocurrió durante los años 70.

Se trata de una tipología de relato que el historiador Dominck LaCapra ha denominado narrativa redentora, muy familiar en un país de tradición judeocristiana como el nuestro. Una narrativa de fundamentación bíblica que se compone de tres capítulos: la expulsión del paraíso, una historia intermedia de tribulaciones y una redención final. La versión laica del relato: la Segunda República-Guerra del 36 (así, unidas, la una es prefacio de la otra), el franquismo y la transición. Un relato que emerge para dar sentido a sociedades traumatizadas, una descripción histórica cuyo sentido oculta el trauma que le da origen y cuyo final “es resonancia del comienzo en un nivel más elevado de sentido y significación”. No es habitual asumir que la dictadura franquista haya producido conductas traumáticas entre los españoles, como tampoco es frecuente calificar de genocidio a la sistémica aplicación o la amenaza del terror de aquel régimen. La razón: Raphael Lemkin, el jurista que acuñó el concepto, tuvo que renunciar a incluir a los grupos políticos –solo a colectivos étnicos, raciales, nacionales o religiosos– como víctimas de un genocidio con el objeto de que la ONU aprobara en 1948 la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. Nada, sin embargo, nos impide calificar el trauma español como síntoma de un genocidio perpetrado por un régimen terrorista. Un apunte: terrorista siempre es un adjetivo empleado para descalificar al otro; que se lo digan a quienes, hoy en día, se les llena la boca de democracia sin condenar nunca el franquismo. Su pasado, para ellos, jamás ha sido señero del terror. Que se lo cuenten a las víctimas de la dictadura.

El relato se hizo hegemónico durante aquellos años de cambio “democrático” custodiado por la dictadura, de la mano de políticos y medios de comunicación. Y bajo su retórica se ordenó simbólicamente nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Toda nuestra temporalidad adquirió sentido: la república fue interpretada como el momento negativo absoluto, como ese lugar de sujetos apasionados y beligerantes que prologaron la guerra; y la dictadura fue considerada como un mero régimen autoritario y confesional, obligado a prohibir los partidos políticos para crear orden y establecer las bases socioeconómicas que hicieron posible el deseado cambio político. La redención católica del franquismo se tradujo así en la redención europea de la transición. Ya éramos, algunos pensaron, como aquellos ciudadanos que habitaban más allá de los Pirineos. Sin embargo, somos tan distintos.

Al amparo de su retórica se levantó sin complejos nuestra discriminatoria cultura de víctimas. Los represaliados del franquismo se convirtieron en objetos para el olvido o, más bien, para el recuerdo de que, sin orden –o sin el duque de Ahumada-, los españoles tendemos al cainismo, a resolver nuestras controversias con violencia, sin reflexión alguna. Orden, orden y siempre más orden. Por el contrario, los muertos de ETA fueron erigidos en víctimas por excelencia, en víctimas épicas, asesinadas por una organización terrorista que impedía la consumación del momento redimido. El relato construía este sentido y convertía a estas víctimas en héroes de la democracia; unas víctimas en cuyo nombre la sombría derecha salió a la calle para señalar al gobierno socialista como alentador del terror. Recuérdese el año 2005. No tuvieron complejos. Y siguen sin tenerlos. Con qué facilidad arrojan estos muertos a quien encarna el desacuerdo.

El relato construyó memoria y promovió el olvido para las víctimas de la violencia del Estado o de la extrema derecha, ya sea en España, ya sea en el País Vasco en aquellos años convulsos. Hizo olvidar incluso nuestros orígenes campesinos o nuestra condición de emigrantes. Para aquellos europeos recién convertidos en tales, los españoles que fuimos eran simplemente españoles vergonzantes. Y es la vergüenza la que articula nuestra cultura actual: unos por carecer de ella en sus algarabías de odio y venganza de las 21:00 horas; los otros por esa contención que, las más de las veces, es resultado de la privatización de la vida pública. Clases medias a ambos lados de la acera. Sombras sociales del régimen franquista. Mientras tanto el relato redentor continúa su apoteosis teatral. Hay desde luego desafíos, pero se quedan a las puertas de la polis.

Es más, es la narrativa la que visibiliza a los dolientes en la actualidad. Si los identificadores del dolor ajeno, por un lado, reconocen el sufrimiento de los familiares de quienes han muerto en estos días de pandemia, por el otro, obvian la angustia de los allegados de quienes yacen –sin reconocimiento ni dignidad– en las numerosas fosas comunes que jalonan España. Nuevamente, sin complejos: el relato dixit. Si en este país los victimarios –van quedando pocos– no sienten remordimiento alguno por el daño ocasionado, sería mucho pedir que sus vástagos, aunque estén recién salidos del confesionario, mostraran la mínima empatía. Ni caridad cristiana ni sentimiento patriótico compartido. Así nos va.

Mientras tanto, aquí seguimos, en nuestras calles, rodeados por esta derecha que sigue apropiándose de la muerte como si se tratara de chacales ante un despojo, con sus banderas y crespones, desde los balcones, silenciando con su tantán de cacerola y sus rostros de aversión cualquier posibilidad de consenso cívico. Sienten que el dolor de la muerte es solo suyo. Es su parca, la que ha silenciado el aplauso a los sanitarios que llenaba de vida nuestros barrios. Muerte cívica. Para ellos estos aplausos solo son rúbrica de una izquierda que debe ser ignorada. Y, si las circunstancias acompañan, expulsada del gobierno. Nos habíamos redimido del radicalismo, ¿no?

La cultura del barroco nunca ha abandonado el sentido teatralizado y mortuorio de la práctica política. Como cultura que buscaba el arte total, su influencia se extiende también a los ciudadanos sensibles con las víctimas ignoradas: las exhumaciones espontáneas de los muertos por el franquismo durante la transición tuvieron esa cualidad pública de la muerte, pero ha sido palmaria asimismo en los desenterramientos efectuados por expertos forenses y antropólogos en los primeros veinte años de este siglo. El antropólogo Francisco Ferrándiz lo ha reflexionado como nadie. Sin embargo, la escenografía del barroco define mejor el exhibicionismo del poder ansiado por la añeja derecha, por estos nostálgicos que desde sus balcones muestran banderas y crespones como advertencias de que el mundo público no puede bajar a la calle, no puede dejarse en manos de quien solo fue autor –y actor- secundario de un relato de duradero guion. No nos redimimos para renunciar ni a la Iglesia ni al Estado, en el sentido absoluto en que ellos sienten ambas instituciones. Crespón y bandera. Ciertamente somos un país extraño, muy extraño, habitado por demócratas que no condenan el franquismo y por demócratas que nunca lograron derrotar el fascismo ni entonces, en los años treinta, ni en los tiempos del coronavirus. ¡Qué tristeza!

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Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid y codirector del programa de radio Contratiempo. 

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