Plaza Pública

'Cinema Paradiso' o qué sería la vida sin el cine

Son muy pocas las películas que puedes ver un sinfín de veces sin perder un ápice de la emoción que sentiste la primera vez. Obras que, como por sortilegio, se borran de nuestra memoria una vez vistas para tener la inmensa fortuna de redescubrirlas continuamente. Con Cinema Paradiso, la inolvidable creación de Giuseppe Tornatore con música de Ennio Morricone, me pasa esto, que siempre es como si la estuviera viendo por primera vezCinema Paradiso.

A este catálogo reducido y exclusivo de películas que te enganchan hasta dejarte sin aliento no se llega sólo por el nombre del director, ni por el sobresaliente guión, ni por la calidad de su fotografía, ni por la interpretación de sus protagonistas, ni por los premios que atesora, ni por la suma de todo esto. A estas películas se llega a través de vericuetos inexplicables, ajenos en muchos casos a lo cinematográficamente correcto, que no atienden a parámetros lógicos ni explicables, ni se ajustan a baremo alguno.

Son películas que, sin saber exactamente por qué, te taladran el alma una y otra vez, te llenan el estómago de mariposas, te entrecortan la respiración y te humedecen los ojos. Y aunque te sepas de memoria todos los planos y los hayas visto tropecientas veces te sigues emocionando como un bobo cada vez que aparecen en pantalla. Intentar descubrir de vez en cuando el inmenso tesoro que supone una de estas películas capaces de agitarnos emocionalmente es lo que nos conduce semana tras semana a las salas de cine.

Y ahora, cuando ya nos empezaba a faltar el aire, cuando el enclaustramiento provocado por esta maldita pandemia 3.0 amenazaba con aplastarnos física y mentalmente, cuando ya estábamos al borde de la respiración asistida y parecíamos condenados a vivir de los recuerdos, vuelven a abrir de par en par las puertas de los cines y a una distribuidora se le ocurre la genial idea de reestrenar Cinema Paradiso en 150 salasCinema Paradiso.

La película de Tornatore nos cuenta la vida en un pueblo siciliano, Giancaldo, tras la Segunda Guerra Mundial. Y también la historia de una gran amistad que nace, crece y se desarrolla alrededor del cine, la de Alfredo, el hombre que maneja la cabina de la única sala del pueblo, y Salvatore, Totó para todo el mundo, un mocoso de 6 años cuando arranca la película y que cree que entrar en esa cabina del cine de su pueblo es como traspasar las puertas del paraíso.

Y es la historia de un amor, el de Elena y Salvatore, que acabará siendo incompatible con el que él siente por el mundo del celuloide, pero que es capaz de conmover hasta el infinito con las imágenes de la ardiente espera bajo la ventana de ella y con ese primer beso que no podía ser en otro lugar que no fuera esa cabina de ese cine donde los sueños se pueden convertir en realidad al menos durante las próximas dos horas. Y, finalmente, es la historia de todo aquello que perdemos en nuestro camino, de lo que nos dejamos atrás, de la vida que pudo ser pero que finalmente no fue.

Y detrás de todo ello está la relación de los habitantes de Giancaldo con el cine, la única válvula de escape en aquellos tiempos infames de la postguerra, en los que reír y llorar, pitar y patalear delante de una pantalla en blanco y negro, con permiso del cura, el gran censor en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, era la única salida posible en medio de aquella otra forma de pandemia. Tiempos, como los de ahora, en los que la muerte sobrevolaba y los supervivientes parecían condenados a convivir con las huellas del pasado porque no tenían muy claro qué les iba a deparar el futuro.

Y ahora, al volver a nuestros cines, recuerdo los rostros de los habitantes de ese pueblo siciliano cuando Alfredo –interpretado por el siempre sobresaliente Philippe Noiret– convierte las paredes de la plaza mayor en una gran pantalla. Un gran pantalla que hipnotiza a los vecinos de Giancaldo para que todos sean conscientes de que el cine es casi sobrenatural, que tiene un halo mágico capaz de penetrar en sus vidas, entrar por las puertas de sus casas, por las ventanas, por las rendijas. Que el brillo que desprende es como la sangre que nos hace seguir adelante, que el cine es como la vida y qué sería la vida sin el cine.

El gran Ennio Morricone, recientemente desaparecido, se encargó de poner música a este encantamiento. Una música poderosa que se cuela en cada plano hasta fundirse en la raíz misma de la historia, y que convierte el resultado final en una perfecta sinfonía de sensaciones que resulta imposible disociar. No se pueden ver las imágenes sin que resuene en nuestro interior el sonido de su música ni es posible escuchar ésta sin que aparezcan ante nuestros ojos aquellas.

Algunos críticos que saben mucho más que yo de cine escriben que el paso de los años –32 desde que se estrenó en el festival de Cannes y uno menos desde que ganó el Oscar a la mejor película de habla no inglesa– ha hecho mella en Cinema Paradiso. Que se le ven las entretelas, los tópicos, las trampas, que es previsible, que ya no emociona el filme de Tornatore… Es posible y no seré yo quien discuta nada de esto, excepto lo de la emoción porque me sigue atornillando a la butaca cada vez que empiezo a verla y escucharla, porque sigue haciendo aletear mariposas en mi interior. ¿Y qué es el cine sino una gran y maravillosa mentira? ¿Y qué es el cine sino la acumulación de trucos y más trucos en busca del deseado truco final?

Y qué mejor truco final para esta película que esos besos censurados que Alfredo ha ido guardando para dejárselos en herencia a Totó. Y qué mejor truco final que verlos desfilar como si de una historia del cine se tratara, uno tras otro, poderosos y apabullantes, en compañía de la batuta de Morricone para desear que esto no se acabe nunca, que sigan los besos, que siga la música, que siga el cine, que no se enciendan las luces, que por favor no aparezca la palabra ‘Fine’.

___________

Fernando Baeta es periodista.Fernando Baeta

Más sobre este tema
stats