Plaza Pública

Perder el respeto

Donald J. Trump y Melania junto al ataúd de la fallecida jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg.

El respeto es la cualidad básica de la convivencia con el otro, en casa, en la escuela, en el trabajo, en la sociedad y en la política. No creo que haya otra noción más clara para entender las relaciones humanas. Suma las ideas de dignidad, de tolerancia y empatía. Pocas cosas hay que definan mejor el sentido de lo que significa la Justicia como el respeto a los derechos humanos. Educar en el respeto es una de las claves para asegurar una visión progresista y preocupada por el bien común. Sobre ese cimiento se establecen formas de entender y atender a los demás y organizar una sociedad que respete a los niños, al otro sexo tal y como se manifieste, al diferente, a los mayores, al creyente y al ateo; al que piensa de otra manera; a la fama y al honor. Esa deferencia se extiende, claro, a la naturaleza, al medio ambiente; así, el respeto caracteriza por igual a países avanzados y a sociedades ancestrales no caracterizadas por su avanzada tecnología, pero sí por su hondo vínculo con la madre tierra.

Siempre, el respeto hay que ganárselo. Se empieza respetándose a uno mismo, es decir, siendo capaz de asomarse al espejo y no rehuir la mirada. El primer paso supone sentirse bien con lo que uno es, o saber emprender la corrección necesaria para conseguir esa satisfacción con el propio yo.

El respeto es una cualidad que define al progresismo humanista. Se pierde el respeto cuando se pretende establecer como verdad absoluta la idea propia. Las élites del poder dañan su razón de ser cuando se quieren convertir en algo superior en beneficio propio, como cultivadores y conservadores de las esencias. Estoy muy de acuerdo con Michael J. Sandel, quien afirma que las élites meritocráticas de hoy sufren de una falta de humildad y que es preciso desafiar esa arrogancia.

Puede ocurrir que lleguen a tales dosis de soberbia que les hace intolerantes, al creerse poseedores de la única verdad. Pienso, por tal razón, que cualquier evolución en política y cualquier avance en los planteamientos ideológicos tienen que ser transversales. Dicho de otro modo, no se tienen que excluir en los tiempos que corren ninguna de las opciones que resulten favorables para la humanidad, aunque tengan una base conservadora y estén fuera del ámbito de la izquierda. Si benefician a las clases trabajadoras, si son buenas para los más vulnerables, no tienen que ser repudiadas. Siempre, claro, en la idea de que existen líneas rojas que no hay que traspasar como son las que atraviesa sistemáticamente la ultraderecha. Ello se traduce en una especie de hiper corrupción tanto ideológica como ética, política y económica en la que se insertan muchas de las gentes que hoy día ostentan el poder y dirigen países.

Un ejemplo evidente lo tenemos, una vez más, en los extravagantes y peligrosos planteamientos del presidente norteamericano Donald Trump, quien, ante la proximidad de las elecciones, lo mismo cuestiona el voto por correo como sugiere que solo habrá transición pacífica si gana él, o que quiere que se sustituya a la jueza Ginsburg recientemente fallecida e icono progresista judicial para multitud de ciudadanos y ciudadanas (los más jóvenes) de Estados Unidos, por un conservador que le favorezca. O cuando riza el rizo del despropósito y tras mucho tiempo minusvalorando la pandemia o aconsejando remedios descabellados, exhibe anuncios como, ahora, el de la compra masiva de vacunas y su distribución universal en Estados Unidos. El periodista Ramón Lobo escribía recientemente en infoLibre: “La técnica protagonizada por Trump consiste en la negación permanente de la realidad-real y la exaltación de una realidad-virtual simultánea en la que los problemas no existen, o son culpa de otros. (…) La clave es que se dirige a una ciudadanía a la que le dejó de interesar la verdad (…) Esa población no demanda información, solo ansía confirmar sus prejuicios a través de las emociones. No es fácil romper el círculo”. 

En la política española, desgraciadamente, el respeto se perdió hace tiempo. De lo contrario el discurso político de unos frente a otros no se hubiera degradado tanto. No me refiero solo a la acritud que exhiben las diferentes opciones ideológicas entre sí, sino, sobre todo y es lo que más debe preocuparnos, en la pérdida de respeto hacia los ciudadanos que tenemos el derecho de que los representantes públicos y políticos estén a nuestro servicio. Esa pérdida de deferencia conlleva una especie de narcisismo que, al igual que citábamos como una imagen clara en Trump, se observa aquí en el líder del PP Pablo Casado, y, por supuesto, en la extrema derecha. Los necios son necesariamente sordos, y por ello solo a gritos y con insultos pretenden imponerse.

La falta de comedimiento se traduce en disquisiciones y confrontaciones bizantinas y vacías de todo contenido o valores. No avanzamos porque hay una especie de anquilosamiento en las diferentes posturas, lo que se acaba traduciendo en una confrontación dialéctica vacía en la que no triunfa el que más razón tiene sino el que más insulta. Animo a quien disponga de tiempo suficiente a confeccionar el catálogo de improperios, insultos y descalificaciones que en las Cámaras Legislativas se producen a lo largo de la legislatura. E, insisto, todo esto se traduce en falta de respeto a la ciudadanía. Esto me lleva a coincidir, como casi siempre, con la reflexión del filósofo Byung Chul Han en su libro El enjambre: “El respeto constituye la pieza fundamental para lo público. Donde desaparece el respeto, decae lo público. La decadencia de lo público y la creciente falta de respeto se condicionan recíprocamente. Lo público presupone, entre otras cosas, apartar la vista de lo privado bajo la dirección del respeto…”.

Cuando a estos factores se suma un elemento extraño, como es una enfermedad sin fronteras, el resultado es brutal, todos los esquemas se alteran y se produce la urgencia de afrontarlo desde el punto de vista económico, social y político. Ante tal escenario no existe manual de instrucciones, no hay nada escrito acerca de cómo actuar de la mejor manera posible. Se trata de descubrirlo y ese descubrimiento tiene que partir de una posición de cortesía, de asumir cualquier posibilidad y de sumar en vez de restar, que es desgraciadamente donde nos encontramos ahora: se resta, se resta y se resta en beneficio propio con un egoísmo permanente y sin respuesta ni respeto hacia los ciudadanos. Dice Yanis Varoufakis que el fracaso de la izquierda se relaciona con la falta de vínculo con algún tipo de organización internacional. Refiere que la Internacional Progresista, movimiento al que me sumo, debe convertirse en un movimiento global planetario de progresistas.

Coincido en esa visión porque las alianzas aisladas no llegan a buen puerto. La cuestión es que algunas posiciones utilizan al final una ideología concreta en la que priman sus propios asuntos; por tanto, si son los trabajadores los que pierden ese debido respeto es algo que importa bastante poco a las elites políticas que prescinden de la vía de comunicación, del contacto directo con la gente, más allá de utilizarlas en campañas electorales o en momentos determinados, de fin de semana. Los dirigentes en el gobierno o en la oposición se transforman, por tal error, en auténticos tecnócratas elaboradores de leyes y sobre todo en discutidores de las formas y no de las esencias, incapaces de reconocer sus limitaciones.

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De ese modo desaparece el diálogo, las posturas tienden a los extremos y la sociedad queda huérfana de valores y en una tesitura delicada que perjudica sobre todo a los más vulnerables. Deberían saber nuestros políticos que, con cada muestra de desconsideración hacia la ciudadanía, restan credibilidad y atentan contra la democracia. A eso conduce la pérdida de respeto.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FibgarFibgar

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