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La reforma constitucional inviable

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InfoLibre publica en exclusiva y a modo de adelanto el primer capítulo del ensayo político La reforma constitucional inviable (Editorial Catarata), de Javier Pérez Royo, cuya presentación tendrá lugar en la librería Blanquerna de Madrid (calle de Alcalá, 44) el próximo 13 de octubre. En esta obra Pérez Royo realiza un inquebrantable análisis de los motivos que durante las últimas décadas, pero especialmente los últimos años, nos han traído a este punto de no retorno que obliga a repensar los consensos en un contexto de amplísima multiplicidad política.

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CAPÍTULO 1

CRISIS DEL SISTEMA DE PARTIDOS DE LA TRANSICIÓN

La evidencia empírica de que disponemos indica que toda sociedad con un mínimo grado de complejidad, tanto por el número de individuos que la integran como por la extensión del territorio sobre el que se asienta, tiene que hacer una síntesis política de sí misma, a fin de poder tomar decisiones y no entrar en un proceso de descomposición. La operación de síntesis política de la sociedad no es una opción, sino una cuestión de supervivencia.

Obviamente, cuanto mayor es el número de individuos que conviven y cuanto más extenso es el territorio sobre el que se proyecta la convivencia, más necesaria es la síntesis. Pero también resulta más difícil de alcanzar. Cuando la síntesis tiene que hacerse, además, con base en el principio de igualdad jurídica y, como consecuencia de ello, de libertad personal, esto es, cuando tiene que alcanzarse de manera democrática, a través del ejercicio del derecho de sufragio, la operación resulta de una complejidad tan enorme que resulta sorprendente que se haya podido llegar a producir.

Esta es la razón por la que la democracia es una forma política tan reciente. Ha sido casi inimaginable para la casi totalidad de las sociedades que han existido en todo el planeta a lo largo de toda la historia de la convivencia humana. Todavía sigue siendo, no inimaginable, pero sí impracticable para la mayor parte de las sociedades en las que se agrupan los seres humanos en el día de hoy.

La evidencia empírica también nos indica que la síntesis política en democracia únicamente puede alcanzarse a través de los partidos políticos. De ahí que el Estado constitucional democrático haya sido definido de manera comúnmente aceptada como “Estado de partidos”. Sin democracia no hay partidos, pero sin partidos tampoco hay democracia. Esta conexión insoslayable entre la democracia y el partido político se refleja en todos los manuales de ciencia política y de Derecho constitucional así como en todos los estudios de opinión en todos los países democráticamente constituidos. La práctica totalidad de los politólogos o constitucionalistas así como la práctica totalidad de los ciudadanos reiteran una y otra vez su convicción de que no hay democracia que pueda operar sin partidos políticos.

Quiere decirse, pues, que la gobernabilidad de una sociedad democrática descansa, no exclusivamente pero sí inexcusablemente, en sus partidos políticos, pues únicamente a través de ellos se alcanza una síntesis política con base en el ejercicio de derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos y, por tanto, es la única síntesis que puede ser percibida por los ciudadanos como legítima y, como consecuencia de ello, puede ser eficaz. La sociedad tiene que reconocerse en los partidos y estos, a través de su actividad, tienen que ganarse la renovación de ese reconocimiento. En el momento en que una sociedad tiene dificultad para reconocerse en el sistema de partidos del que ella misma se ha dotado y que es, le guste o no (y no es infrecuente que no le guste), su forma de expresión política, está aquejada de una patología, que puede ser potencialmente destructora de su ordenamiento constitucional, es decir, de la fórmula de su convivencia. Una crisis del sistema de partidos es mucho más que una crisis económica, por muy grave que esta última sea. Como la síntesis política de la sociedad no puede dejar de hacerse, si no se hace democráticamente a través del sistema de partidos realmente existente, se tendrá que hacer de alguna otra forma. Pero hacerla, habrá que hacerla, porque, insisto, no es una opción, sino una cuestión de supervivencia.

Me temo que en España nos estamos aproximando de manera peligrosa a una crisis de esta naturaleza. Así empieza a percibirse también fuera de nuestro país. En su entrada correspondiente al 4 de junio de 2015, la revista Stratfor ha dejado escrito que: “En España, el sistema bipartidista que ha garantizado la estabilidad política durante casi cuatro décadas está en proceso de colapso”. Suena tal vez excesivamente alarmante, pero la opinión de Stratfor es una de las opiniones más autorizadas en este terreno.

Nuestro sistema de partidos nace con la Transición. Se articuló a partir del resultado de las elecciones del 15 de junio de 1977, que, aunque no fueron convocadas como elecciones constituyentes, acabaron siéndolo de alguna manera. De qué manera lo fueron lo examinaré más adelante, porque no se puede entender, en mi opinión, la crisis actual del sistema de partidos sin ponerla en conexión con la forma en que se ejerció el poder constituyente en “la Transición”. Pero esto lo veremos más adelante. Ahora toca seguir el orden que debe seguirse.

Y dicho orden exige que se empiece por reconocer que el sistema de partidos que se configura a partir del resultado electoral del 15 de junio de 1977, el sistema de partidos que por esto mismo puede ser calificado como el sistema de partidos de “la Transición”, le ha prestado un buen servicio a la sociedad española hasta la fecha. Le ha permitido hacer una síntesis política de sí misma, en la que dicha sociedad se ha reconocido ininterrumpidamente hasta la legislatura que se inicia en noviembre de 2011.

A lo largo de las diez legislaturas constitucionales, que van desde la que empieza en abril de 1979 a la que lo hace en noviembre de 2011, la sociedad española no ha dejado de considerar como suyo el sistema de partidos a través del cual se dirigía políticamente. La serie histórica de los barómetros del CIS así lo acredita. Únicamente entre 1993 y 1996 es perceptible un descenso significativo en la valoración del sistema de partidos y ni siquiera en esos años el descenso llegó a un umbral crítico.

La continuidad prácticamente ininterrumpida en la apreciación positiva del sistema de partidos ha sido más que notable desde la entrada en vigor de la Constitución. Esto es lo que ha proporcionado legitimidad a dicho sistema, y en dicha legitimidad ha descansado su eficacia. Es lo que le ha permitido a la sociedad española transitar de la dictadura a la democracia, pasar de un Estado unitario y centralista a otro políticamente descentralizado, construir un Estado del bienestar semejante al que habían construido los demás países democráticos europeos, incorporarse a las Comunidades Europeas primero y participar en la construcción de la Unión Europea después, compartir desde el primer momento el euro como moneda con la mayor parte de los países constitutivos de la Unión hasta ese momento y un largo etcétera. Y todo ello en medio de una presión terrorista de una intensidad extraordinaria, como no la ha conocido casi ningún otro país europeo occidental en democracia.

Presión que se ha superado sin tener que suspender la vigencia de los derechos fundamentales y el normal funcionamiento de los poderes públicos en ningún momento y en parte alguna del territorio nacional, con la única excepción de la declaración del estado de alarma por el Consejo de Ministros el 4 de diciembre de 2010 como consecuencia del “abandono” de su puesto de trabajo por un número significativo de controladores aéreos que tuvo como consecuencia el cierre del espacio aéreo. En ninguna otra ocasión se ha tenido que recurrir, ni en la lucha contra el terrorismo ni por ningún otro motivo, a los instrumentos de protección extraordinaria del Estado previstos en el artículo 116 de la Constitución (estados de alarma, excepción y sitio).

El contraste con el uso frecuente del estado de excepción y de sitio a lo largo de toda nuestra historia político-constitucional hasta los mismísimos años finales del régimen del general Franco no puede ser más llamativo. Esta ha sido la trayectoria que ha seguido el país desde que, con la muerte del general Franco, se inicia el proceso que ha sido definido como “la Transición”, que, justamente por eso, tiene que ser calificada como una trayectoria de éxito. No ha habido mejor periodo que este en la historia contemporánea de España.

Esta trayectoria ha sido posible básicamente porque la sociedad española ha sido capaz de hacer una síntesis política de sí misma a través de un sistema de partidos que se ha mantenido estable de manera ininterrumpida hasta el comienzo de esta última legislatura. Ha sido la única experiencia de articulación democrática de la sociedad española de manera continuada y normalizada en toda nuestra historia. En 2015, en el año final de esta última legislatura, parece consolidarse la impresión de que la sociedad española está empezando a dejar de reconocerse en el sistema de partidos en el que se ha reconocido durante más de tres décadas.

La valoración de los partidos en general y de aquellos que han ocupado alternativamente el gobierno o el liderazgo de la oposición en particular, PSOE-PP o PP-PSOE, ha descendido dramáticamente, como reflejan los barómetros del CIS y todos los demás estudios de opinión, públicos o privados. Los políticos en general y los partidos en particular son identificados por los ciudadanos como uno de los problemas con los que la sociedad tiene que enfrentarse. Crisis económicas con muy altas tasas de desempleo hemos conocido varias en estos últimos 30 años largos. Y en los momentos de mayor intensidad de las mismas se ha resentido negativamente la valoración de los partidos. Pero dicha valoración negativa nunca ha llegado a tener ni la dimensión ni la duración que tiene la que estamos atravesando, en la que llevamos instalados más de seis años.

Porque los primeros indicadores de la erosión del sistema de partidos empiezan a hacerse visibles en la legislatura anterior, la que empieza en 2008, a medida que avanza la crisis económica con unas consecuencias pavorosas sobre los pilares en los que se había asentado la convivencia democrática desde finales de los setenta. En 2010, los indicadores, que habían estallado con una enorme fuerza en 2009, pasarán a ser algo más que indicadores para convertirse en pruebas de que algo muy serio estaba ocurriendo en el interior de dicho sistema. La sociedad española empezó a evidenciar que tenía muy serias dudas sobre la idoneidad de su sistema de partidos para hacer frente a los problemas con que ella tenía que enfrentarse.

Inicialmente pudo tenerse la impresión de que la crisis del sistema de partidos podía llegar a tener un alcance no global, es decir, podía no llegar a convertirse en una crisis sistémica, ya que en los dos años finales de la legislatura, 2010 y 2011, la crisis pareció alcanzar de manera casi exclusiva al PSOE y al PSC. A partir del Pleno del Congreso de los Diputados del 12 de mayo de 2010, en que se hizo evidente la catástrofe que había sido la gestión de la crisis económica por el gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero y las consecuencias que esa catastrófica gestión había tenido e iba a continuar teniendo para la sociedad española, el PSOE quedó desarbolado como partido de gobierno de España. A ello se añadiría en el mes de julio la publicación de la STC 31/2010 sobre la reforma del Estatuto de Autonomía para Cataluña, que formalmente no supuso más que la anulación de determinados preceptos del Estatuto, pero que materialmente fue recibida en Cataluña como una quiebra del “bloque de la constitucionalidad”, del binomio Constitución/ Estatuto en el que había descansado la Constitución territorial construida a partir de la entrada en vigor de la Constitución el 29 de diciembre de 1978. Dado que los presidentes José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) y José Montilla (PSC-PSOE) habían presidido respectivamente el gobierno de la nación y el gobierno de la Generalitat, que habían dirigido el proceso de reforma del Estatuto, fue sobre ellos y sobre los partidos que ellos dirigían sobre los que recayó fundamentalmente el reproche por el fracaso de la operación.

La combinación de la pésima gestión de la crisis económica y del fracaso de la renovación de la Constitución territorial mediante las reformas estatutarias iniciadas en 2006 privó al PSOE y al PSC del reconocimiento por parte de la sociedad española y de la sociedad catalana de su condición de partidos de gobierno. No dejaron de tener una presencia significativa en el sistema de partidos, pero sí quedaron alejados de la posición que habían tenido desde 1977, incluso de la que habían tenido en las legislaturas en las que estaban en la oposición. El PSOE y el PSC siempre habían sido reconocidos por la sociedad española y catalana como partidos de gobierno en todos los niveles de ejercicio del poder: municipal, autonómico, estatal y europeo. Incluso en los momentos de sus peores resultados electorales. Desde 2010 dejó de ser así. Los resultados de las elecciones autonómicas en Cataluña en otoño de 2010, los de las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2011 y los de las generales de noviembre de 2011 así lo testificarían.

El PSC protagonizaría en 2010 el peor retroceso desde 1980, pasando de los 37 a los 28 escaños. En las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2011, tanto el PSOE como el PSC tendrían los peores resultados desde 1979 y lo mismo ocurriría en las elecciones generales de noviembre, en las que el PSOE pasaría de los 169 escaños de 2008 a 110. El PSOE y el PSC quedaban desautorizados de manera inequívoca como partidos de gobierno y relegados, en consecuencia, a una posición de relativa irrelevancia. Ese desmoronamiento del PSOE y del PSC fue inicialmente compensado por el fortalecimiento de CiU en el subsistema político catalán y, sobre todo, por el del PP en el sistema político español. En las elecciones autonómicas de 2010 CiU pasaría de 48 a 62 escaños, equilibrando sobradamente el descenso de nueve escaños del PSC. Y en las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2011 el descalabro del PSOE quedaría compensado por la fortaleza del PP en toda España y por la de CiU en Cataluña, aunque en menor medida que la del PP.

Lo mismo ocurriría en las elecciones generales de noviembre, en las que el PP obtendría una mayoría absoluta de 186 diputados. No parecía, en consecuencia, que nos encamináramos inexorablemente a una quiebra del sistema de partidos, sino que podríamos estar ante una simple reordenación coyuntural del mismo. La composición del Parlamento de Cataluña de 2010 era parecida a la que había tenido entre 1984 y 1995. La composición de las Cortes Generales de 2011 era parecida a la que había tenido entre 1982 y 1993 y, en cierta medida, también entre 2000 y 2004. Y la de los ayuntamientos parecida a la que tuvieron en la década de 1980. CiU volvía a ocupar la posición que había tenido en los casi primeros 20 años de inicial puesta en marcha de la comunidad autónoma de Cataluña. Y el PSOE y el PP intercambiaban las posiciones que habían ocupado en los años ochenta.

Consecuencia de ello es que no se presentaran a primera vista problemas de gobernabilidad ni en los municipios, ni en las comunidades autónomas, ni en el Estado. Y cabía esperar incluso que de la misma manera que la derecha española se recuperó en los años ochenta de la desaparición de UCD y de las turbulencias por las que transitó AP hasta que se refundó como PP en 1989, el PSOE también se recuperaría del batacazo y volvería a ocupar el lugar que había ocupado en los últimos 35 años. Nos podríamos encontrar, por tanto, ante una sacudida muy fuerte, pero no ante una crisis sistémica. El sistema de partidos habría sobrevivido, magullado, pero habría sobrevivido, a pesar de la enorme intensidad de la crisis desatada a partir de 2007 y del añadido de la crisis de la Constitución territorial tras la STC 31/2010. Todavía no se puede descartar que pueda ser así y que el sistema —fuertemente y cada vez más progresivamente— bipartidista que ha presidido las primeras décadas de la fórmula de gobierno construida a partir de la entrada en vigor de la Constitución de 1978 sea capaz de superar la crisis actual y acabar recomponiéndose en unos términos similares a los que han estado vigentes desde la recuperación de la democracia en 1977.

Pero el resultado de las elecciones autonómicas catalanas del 25 de noviembre de 2012, el de las elecciones europeas del 22 de mayo de 2014 y los resultados de todos los estudios de opinión posteriores a estas últimas parecen indicar que la sociedad española y la catalana van a hacer una síntesis política de sí mismas sensiblemente distinta a la que han venido haciendo desde 1977. En esta misma dirección apuntan los resultados de las dos elecciones celebradas en la primavera de 2015: las elecciones autonómicas andaluzas en marzo y las municipales y autonómicas de las comunidades autónomas del artículo 143 de la Constitución en mayo. Desde la perspectiva que interesa en este trabajo, que no es otra que la de la quiebra o no de la Constitución bipartidista, los resultados de ambas elecciones vienen a confirmar el deterioro de los dos grandes partidos que han dominado el sistema político español en las tres últimas décadas en general y en particular desde el comienzo de la década de 1990, cuando AP ya se ha refundado como PP y el centro-derecha español ha dejado atrás los años de turbulencia inmediatamente posteriores a la crisis de UCD.

En las elecciones andaluzas del 22 de marzo, por primera vez desde el año 2000 la suma de votos del PSOE y del PP ha bajado del 80%, concentrando entre los dos algo más de 6 de cada 10 votos, repitiendo ambos partidos el porcentaje obtenido en las elecciones europeas de mayo de 2014. El bipartidismo resiste en Andalucía mejor que en el conjunto del Estado, ya que ambos partidos quedaron por debajo del 50% en las europeas. En todo caso, los resultados andaluces parecen indicar que en esta comunidad autónoma el deterioro del bipartidismo no ha progresado desde mayo de 2014. Algo similar ha ocurrido en las trece comunidades autónomas del artículo 143 de la Constitución. Los resultados del 24 de mayo indican que el bipartidismo se mantiene con una concentración del voto superior al 70 por ciento en Extremadura y Castilla La Mancha, superior al 60% en Castilla y León, Murcia y La Rioja, algo por debajo del 60 por ciento en Madrid y por debajo del 50 por ciento en todas las demás. También los resultados municipales confirman la erosión del bipartidismo.

La concentración del voto entre PP y PSOE es de algo más de la mitad, concretamente el 52,06%, una pérdida de más de 13 puntos respecto de las elecciones de 2011, a pesar de que en dichas elecciones ya se produjo el hundimiento del PSOE. La pérdida entre 2011 y 2015 es atribuible casi en exclusiva al PP, que está prácticamente empatado con el PSOE (27,03% y 25,03%). Hasta que no se celebren las elecciones generales en diciembre no podremos saber con exactitud hasta dónde puede llegar la crisis del bipartidismo que parece apuntarse desde mayo del año pasado. El bloque normativo sobre el derecho de participación política con base en el cual se celebran las elecciones para el Congreso de los Diputados es muy distinto del bloque normativo con el que se celebran las demás elecciones: europeas, autonómicas o municipales.

Los expertos del PSOE se reúnen este miércoles para debatir su plan de reforma de la Constitución

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El número de escaños en cada una de las provincias en las elecciones al Congreso es tan distinto del número de escaños en las elecciones europeas, en las que el territorio del Estado es una circunscripción única o en las elecciones autonómicas, en las que el número de escaños en cada provincia es muy superior al que tienen en el Congreso y del número de concejales en los ayuntamientos en cuanto superan los 5.000 habitantes, que la desviación en la traducción de votos en escaños es enorme. Obtener un escaño en 37 de las 50 provincias es enormemente difícil, tanto que a lo largo de diez elecciones únicamente el PSOE y UCD-AP-PP han conseguido tenerlo. No cabe duda de que el Congreso de los Diputados que sea elegido a finales de año estará más fragmentado y será una representación más plural de la sociedad española que el de las últimas décadas, pero el sesgo mayoritario del sistema electoral español operará como lo ha venido haciendo desde 1977 e impedirá que en un buen número de circunscripciones los votos que no vayan a PP y PSOE (o a PNV y CiU en País Vasco y Cataluña) se traduzcan en escaños.

Para esto, como iremos viendo en las páginas que siguen, es para lo que se definió el sistema normativo respecto del derecho de participación política en la Transición en los términos en que se hizo. Tendremos que esperar, pues, al final de este 2015 para empezar a comprobar si el sistema de partidos de las tres últimas décadas y media resiste o si, por el contrario, ha mutado en otro distinto o ha dejado incluso de ser un sistema, en el sentido de que la expresión política de la sociedad española a través de los partidos políticos no garantiza la gobernabilidad del país en los diversos escalones de nuestra fórmula de gobierno. Dicho de otra manera: vamos a comprobar si el conjunto de los partidos políticos constituye un sistema o, por el contrario, va a ser una expresión políticamente desordenada de la sociedad española. Al análisis de esta cuestión voy a dedicar las páginas que siguen. ¿Estamos asistiendo a una quiebra sistémica, es decir, a una quiebra que va a exigir la sustitución del marco constitucional y legal, el bloque de la constitucionalidad podríamos decir, en el que se gestó el sistema de partidos a través del cual se ha expresado políticamente la sociedad española desde 1977 o, por el contrario, nos encontramos ante una crisis de gran envergadura, sin duda, pero que puede resolverse mediante retoques puntuales que no exijan la sustitución del bloque de la constitucionalidad? O, dicho de otra manera, ¿nos encaminamos hacia un momento que exigirá una suerte de nuevo proceso constituyente o será posible hacer frente al mismo con una reforma constitucional que no afecte al “núcleo esencial” de la Constitución?

Constitucionalistas por los que tengo el máximo respeto consideran que “los fundamentos de nuestra Constitución siguen siendo plenamente válidos, pero su concreción debe avanzar de forma significativa sobre lo elaborado en aquel momento fundacional”. Desearía estar de acuerdo con ellos. Pero no es así. Son los propios fundamentos los que tienen que ser sustituidos, porque son ellos los que hacen que la Constitución sea una Constitución estéril en el sentido de que cierran el camino de la reforma y, por tanto, de la renovación de la legitimidad democrática. Cabe una tercera alternativa, la de que no nos encontramos ante crisis de ningún tipo, debiendo descartarse cualquier tipo de operación que afecte a la Constitución en su redacción actual, que es la opinión reiterada de manera expresa por el presidente del gobierno. Obviamente, de esta alternativa no voy a ocuparme, aunque es mucho lo que habría que decir. Quedará para otro momento.

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