Maleta de libros

'Trece formas de mirar', de Colum McCann

'Trece formas de mirar', de Colum McCann.

infoLibre

En 2009, el escritor irlandés Colum McCann ganaba el National Book Award con la novela Que el vasto mundo siga girando. En 2013, su siguiente trabajo, Transatlántico, estaba entre los candidatos al Man Booker Prize. En 2014, decide intervenir ante un caso de maltrato con el que se encuentra y el agresor la emprende a golpes con él, dejándole inconsciente y hospitalizado. El libro de relatos que se encontraba escribiendo se congela, es incapaz de escribir. Al tiempo, regresa a los cuentos abandonados, teñidos ahora por la violencia del ataque y las preguntas que surgen de él. Finalmente, Trece formas de mirar sale a la luz en 2015 —y se publica ahora en castellano en el sello Seix Barral— con textos anteriores y posteriores al incidente. "La literatura sigue caminos inimaginables", asegura el escritor en la nota que acompaña al libro. 

El último de los relatos, que publica infoLibre, emula la estructura del poema de Wallace Stevens que da título al volumen, "Trece maneras de mirar un mirlo". En sus 13 secciones —un número clave que se repite a lo largo del libro—, un escritor trata de llevar a buen puerto un cuento que tiene apalabrado. Las preguntas que se hace el autor mientras construye la ficción acaban alterando también su propia mirada sobre la realidad. 

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  Donde estás, ¿qué hora es?

1

Accedió en primavera a escribir un cuento para la edición de Nochevieja de la revista de un periódico. Una tarea bastante sencilla, pensó al principio. A finales de mayo se puso a bosquejar varias imágenes que podían funcionar, pero no tardó en quedarse varado, sin rumbo. A principios de verano estuvo un par de semanas devanándose los sesos; buscó ideas y párrafos, dejó algunos sin terminar, acabó retrasando el encargo y olvidándolo a medias. De vez en cuando volvía a sacar las notas y después las abandonaba de nuevo.

Se preguntó cómo iba a ingeniárselas para adentrarse en el contexto de un cuento de Nochevieja: podría crear una serie de fuegos artificiales, quién sabe, orquestar el descenso de una bola de espejos en una ciudad o dejar que la nieve fuera esparciéndose lentamente por el cristal de una ventana.

Todos los comienzos que fue probando (anotados en cuadernos) acabaron a oscuras.

2

A principios de verano pensó que tal vez le convendría replantearse sus ideas sobre el alcance de los cuentos de Nochevieja; podría narrar una historia militar, tal vez, el cuento de un soldado en algún sitio lejano, un americano joven, pongamos, en un país remoto. Podía situarlo, pongamos, en un cuartel en Nochevieja y en Afganistán, la idea sencilla de un marine..., una joven, por poner, a la que la guerra ha dejado levemente agotada, sentada en las estribaciones de un valle, en medio del frío, rodeada de sacos de arena, en el silencio inmenso, mirando al este, bajo la malla de acero de las estrellas, todo en silencio, sin que se oiga siquiera el ratatá de las ráfagas de las ametralladoras a lo lejos; el sombrío perímetro de la realidad de la soldado contra la posibilidad de lo que puede estar sucediendo en otros lugares, en su casa de Carolina del Sur, pongamos, un implacable barrio residencial escasamente distinguido, pongamos, una casa en la que una leve amargura se ha ido aposentando con el paso de los años, pongamos, una cañería rota que cuelga sobre el garaje, pongamos, un chico en el camino de entrada, un niño, que lleva una camiseta de rayas y vaqueros rotos, con una bicicleta triste a sus pies, su hermano, o su primo, quizá incluso su hijo, sí, puede que su hijo.

3

  Al contemplar la noche afgana (aunque convendría concretar más y situar a la mujer frente a la gótica oscuridad del valle de Korengal, tal vez incluso ante la cordillera del pueblo de Loi Kolay), la mujer se sumerge en la brutalidad que impera en los puestos de avanzada de todas las guerras, varias capas de negro oprimen las montañas ya oscuras, una zona en la que hasta los árboles raquíticos podrían dar la impresión de querer tirarse por los precipicios y lanzarse al suelo del valle, la oscuridad vuelve a hacerse más visible por la capa de escarcha que lo cubre todo, los sacos de arena, las barras de acero, la ametralladora, una Browning M-57, el trecho imposible de salvar, la enormidad del firmamento negro, todo tan frío que la joven marine, llamémosla Sandi, se tapa la cara con un pasamontañas, bajo el casco, y tiene las puntas de las pestañas congeladas y nota los pulmones cargados de hielo y, cuando mira por el huequecito que hay entre los sacos, le castañetean tanto los dientes que le da miedo mellárselos, un temor personal, porque Sandi es de caderas anchas, pechos pequeños y, en su opinión, poco agraciada, y tiene veintiséis años y siente cada uno de los días vividos, pero se enorgullece de sus fuertes dientes blancos, de modo que, cuando coge el labio superior del pasamontañas, lo estira y se lo mete en la boca, nota el sabor duro y áspero y sintético de la tela en la lengua.

4

  Sandi está sola en su pedregoso puesto de avanzada. Evidentemente, esto es bastante inverosímil, pero él ha conocido a algunos marines en Nueva York y le han contado sus historias, y es muy consciente de que la realidad muchas veces supera lo inventado, así que justifica esta soledad utilizando la idea de que se está celebrando una fiesta de Nochevieja en el cuartel del pueblo de abajo, y Sandi ha accedido a dejar que descansen los otros marines, a ocuparse sola del puesto mientras la medianoche da el vuelco, mientras la bola cae a lo lejos, porque en su unidad todos saben que Sandi es maja, que Sandi mola, que Sandi sabe de qué va el rollo, y, seamos sinceros, Sandi aprecia la intimidad, y le han dado acceso a un teléfono vía satélite con el que llamar cuando den las doce de la noche, porque ¿quién quiere estar solo en Nochevieja sin poder al menos llamar a casa y decir..., y qué va a decir Sandi?

(Él, debe reconocerlo, aún no tiene la menor idea.)

Lo que sí sabe es que la sensación de frío aislamiento es importante: no sólo porque se trata de un cuento de Nochevieja, sino porque Sandi queda congelada en su cubículo de soledad humana, como nos pasa a casi todos, en el momento en que despunta un año, mirando al pasado y al futuro, a los dos. No sólo eso: la lectora o el lector tiene que empezar a sentir el frío que atenaza a Sandi en lo alto de la cordillera de trescientos ocho metros: hasta tal punto que ella, o él, casi ocupa los mismos árboles que quieren tirarse del precipicio. Deberíamos notar cómo se nos congelan las pestañas y mordernos las mejillas para impedir que nos castañeteen los dientes, porque, al igual que Sandi, tenemos que ver, o comprender, o al menos imaginar que existe, lejos, y nosotros, también, albergamos una remota esperanza de que Sandi hable por el telé fono vía satélite y diga algo, un propósito no, tal vez, pero al menos sí una decisión de cierta índole, un pequeño paquete de significado.

(Aunque él sigue sin tener mucha idea de lo que Sandi podría decir exactamente, empieza a hacérsele algo más compleja, cosa que agradece, porque la fecha de entrega se aproxima, tiene que haber acabado el cuento a mediados de octubre como muy tarde, y a finales de septiembre se refugia durante tres o cuatro días en su apartamento de la calle 86 de Nueva York, aunque de un modo u otro aún siente el frío que se cuela desde las colinas afganas, y ahora quiere captar la esencia de lo que se siente al estar lejos de casa, al estar en dos o tres sitios a la vez, y la sencilla idea de que lo que verdaderamente necesitamos en Nochevieja es una sensación de retorno, ya sea a su Dublín natal o al Charleston de Sandi, o a su Nueva York, o al lugar de nacimiento de Sandi, que es, pongamos por caso, Ohio, aunque lógicamente Sandi podría haber nacido prácticamente en cualquier sitio, pero Ohio parece adecuado, digamos que Toledo, por poner.)

5

  Ahora sabe lo siguiente: Sandi Jewell tiene veintiséis años, es de Toledo, vive en el sur, es marine, está encaramada, vestida de camuflaje, a más de trescientos ocho metros de altura en un frío extenuante, se ha puesto un pasamontañas, contempla la oscuridad afgana en la víspera de un nuevo año, está a punto de marcar el número de un ser querido en un teléfono vía satélite que tiene al lado. (Él se pregunta qué pasaría si tiempo atrás, un año antes, hubiera habido tres calentadores en el puesto de vigilancia, hubiera emitido cierta luz y un francotirador hubiera abatido a otro marine únicamente apuntando el tiro al centro de estos calentadores, una triangulación matemática perfecta, un incidente del que Sandi podría haber estado al corriente al presentarse voluntaria para vigilar el puesto, lo que añadiría otra sensación de espanto al cuento; ¿no podría volver a suceder lo mismo, que, en esta ocasión, del teléfono vía satélite escapase un poco de luz? Al cabo de unos días decide que no: sería demasiado sencillo optar por la facilidad de una muerte causada por el disparo de un francotirador y, además, ¿qué tipo de cuento de Nochevieja sería ése?) La esencia del cuento de Sandi ha comenzado a acumular capa tras capa, aunque él todavía no sabe quién es el ser querido, ni qué puede llegar a darse entre ellos. Aun así, cierto misterio ha empezado a unir las cosas.

6

Lo que Sandi ve, o lo que él imagina que Sandi puede ver: el chico deja la bicicleta en el camino de entrada, una zona residencial, una Legolandia de casas, a las afueras de Charleston. Es por la tarde en la región central de Estados Unidos, con ocho horas y media de diferencia con respecto a Afganistán. Se trata de un chico alto, delgado y guapo. Pongamos por caso que sí, que es su hijo (sus ganas de hablar deben de ser tremendas, y las posibilidades de que se produzca una tragedia, reales: ¿qué pasaría si ella no logra hablar con él? ¿Qué pasa si se corta la línea? ¿Qué pasa si se oye el estallido de un disparo en la noche?). Tiene catorce años y eso presenta un problema, claro, porque antes se ha dicho que Sandi tenía veintiséis. (¿De verdad que es hijo de ella? ¿Es verosímil? No sólo eso: ¿es posible?) El chico sube la puerta de chapa acanalada del garaje mientras el corazón le late con fuerza bajo la camiseta de rayas blancas y azules, y oye un grito procedente del interior de la casa, una mujer (llamémosla Kimberlee) que le dice a él (llamémosle Joel) entre gorjeos: Deprisa, Joel, tu madre está a punto de llamar. Y Joel llega tarde, sabe que llega tarde, y ya es lo bastante mayor (en realidad está a punto de cumplir los quince) para tener novia y saber ciertas cosas sobre lo complejo de la pérdida. Ha pasado la tarde con esta novia cerca de las gradas del colegio de Lancaster Street. Se ha comprometido con ella, va a estar a su lado esa noche cuando el reloj de verdad (el reloj americano) dé las doce, pero antes tiene que hablar con su segunda madre, que está en Afganistán, desde la cocina de la casa de su primera madre.

(Y aunque Joel la llama su «segunda madre» y sólo conoce a Sandi desde hace cuatro años, se ha hecho un tatuaje de tinta en el dorso de la muñeca: «K & S».)

Joel cruza la casa a toda prisa, tira la chaqueta sobre la mesa de la cocina, aparta una silla de un tirón, mira   a Kimberlee y, mientras contempla los huecos del suelo de madera, dice: Donde está, ¿qué hora es?

7

Sandi está sentada a oscuras; lleva un reloj en la muñeca, por encima de los guantes ignífugos de color marrón claro y marca Nomex, y espera la cuenta atrás. Ya ha habido problemas con la señal del teléfono: llamadas que se cortan, tonos infinitos, satélites fallidos.

Es aún demasiado pronto para llamar, pero resucita el teléfono a golpe de tecla y roza las protuberancias de los números, un ensayo.

Por delante del puesto de avanzada, sólo oscuridad y la escarcha blanca sobre la tierra. Las estrellas parecen agujeros de bala por encima de ella.

8

  Él tiene unas ganas locas de disponer un cruce de artillería entre las colinas afganas o de ver un haz de luz que no sólo sea una metáfora (un lanzacohetes, quizá, o el vuelo de una bala de verdad al impactar en uno de los sacos de arena), de abrir la mente del lector con la fuerza de una línea trazadora, de encender otros fuegos artificiales en la víspera del nuevo año, y de aumentar la intensidad del posible sufrimiento.

Pero el caso es que la noche afgana sigue sumida en el silencio, por mucho que él imagine, ni siquiera se oye el aullido de un perro perdido, ni un leve atisbo de voces en el puesto.

Dos minutos antes de la medianoche, Sandi suelta el pasamontañas de entre los dientes y se inclina para coger de nuevo el teléfono vía satélite. (Él ya barrunta lo que ella le podría decir a su hijo, o más bien al hijo de Kimberlee.) Sandi enciende la linterna delantera del casco, pulsa con fuerza las teclas del teléfono. El panel frontal se ilumina. Le han dado un código. Se quita los guantes para marcar los números sin equivocarse. Tiene un tatuaje chapucero en el pliegue de carne que hay entre los dedos pulgar e índice, las iniciales de otra persona, de eso hace mucho, ya ni piensa en él.

Es medianoche en Afganistán y primera hora de la tarde en Carolina del Sur.

9

Él escribe esta (prácticamente) última parte en Francia, donde está de viaje al término de un acto de promoción editorial. Están a mediados de septiembre y la fecha de entrega se avecina. Hay cosas que sabe con certeza: Sandi no va a morir, se limitará a coger el teléfono, a marcar el número, a llamar a su novia y al hijo de su novia, y dirá sin más Feliz Año Nuevo de una forma de lo más normal, y ellos también la felicitarán y la vida seguirá, porque de eso van las Nocheviejas, de nuestras relaciones y nuestros vínculos, por intrascendentes que sean, y el relato quedará en silencio y deslizándose, avanzará hacia su propio año nuevo. 

10

En la cocina de North Murray Avenue, Kimberlee está delante de la encimera, con las palmas de las manos muy abiertas, esperando la llamada. Tiene ante sí un banquete en perspectiva: pimientos cortados, cebollas, doscientos gramos de ostras, una taza de gambas cocidas, tomates, ramitas de tomillo, limón, lima, aceite de oliva, sal y tres dientes de ajo para la bullabesa que tiene prevista.

Kimberlee ha colocado una segunda copa de vino en un extremo de la mesa. Tiene treinta y ocho años, es alta, delgada, guapa, profesora universitaria. Está que se muere por esa llamada. Lleva una semana sin hablar con Sandi, desde justo después de Navidad, cuando discutieron por culpa de lo prolongado del periodo de servicio de Sandi. Esta llamada se ha convertido en un recuerdo lejano, una pulsación apenas recordada. Kimberlee escucha cómo el vino borbotea al caer contra un lado de la copa. Ahí ve ella la esencia de las fiestas: la soledad, el anhelo, la belleza. Coge una cuchara y empieza a remover.

11

Septiembre se acaba y ahora la fecha de entrega lo apremia de veras, pero le viene de pronto la idea de que la historia es infinita. Podría seguir junto a Kimberlee, o podría volver a Afganistán, o podría ir internándose en el pasado, o podría seguir a Joel hasta las gradas, esa misma noche y con la novia (llamémosla Tracey), o podría bajar la colina hasta donde los otros marines celebran su fiesta, o podría seguir el recorrido de un satélite, o podría retroceder al primer amor de Sandi, o podría ordenarle a la nieve que formase remolinos en medio de la noche.

Está en Normandía, frente al mar. Las olas se estiran y se revuelven en la costa de Étretat.

12

No puede quitarse esta frase de la cabeza: Los vivos y los muertos.

13

¿Cómo es posible que una partícula de voz se transmita por una línea telefónica? ¿Cómo es posible que Sandi articule una frase sencilla y que los músculos de la garganta se le contraigan? ¿Cómo es posible que Kimberlee oiga un sonido y su mano ya se esté moviendo en el espacio para alcanzar el teléfono blanco de la cocina? ¿Cómo es posible que Tracey le inspire una punzada de deseo a Joel? (¿Qué aspecto exacto tendrán esas gradas a medianoche?) (¿Y quién, por cierto, es el padre de Joel?) (¿Y de qué da clases Kimberlee en la universidad?) (¿Conoció a Sandi en un campus universitario?) (¿Qué podría haber estado estudiando Sandi?) (¿Cuándo se marchó Sandi de Ohio?) (¿Se hizo marine después de una ruptura?) (¿Estaba casada antes de conocer a Kimberlee?) (¿Cuál es la inicial que lleva tatuada en la mano?) (¿Quiere tener un hijo propio?) ¿Cómo es posible que una voz recorra medio mundo? ¿Pasa por cables submarinos, rebota en unos satélites? ¿Cómo se transmite un cuark a otro cuark? ¿Cuántos segundos de desfase hay entre la voz de Kimberlee y la de Sandi? ¿Podría una bala recorrer esta distancia sin que ellas lo supieran? ¿Podría producirse ahora una muerte al final de este cuento? (¿Hay equipos de combate femeninos en el valle de Korengal?) (¿Existe la Browning M-57?) ¿Hasta qué punto es privada la llamada? ¿Quién podría estar escuchándola sin permiso? ¿Podemos crear un personaje nuevo a estas alturas, un agente en Kabul, pongamos por caso, un pérfido y tremendo censor que esté espiando a Sandi? ¿Podemos verlo ahí mismo, con sus auriculares, su crueldad, su amargura, su rencor?

¿Y qué pasa con las Nocheviejas que él pasaba de pequeño en Dublín? ¿Podría volver a perderse en ellas? ¿Cuál era esa canción que cantaba su padre? ¿Qué pasa con esos días en que salía corriendo por Clonkeen Road a medianoche aporreando cacerolas para darle una bienvenida sonora al año nuevo? ¿Qué pasa con esa sensación de promesa que los meses de enero le infundían en la infancia?

Pero todavía más importante (lo más importante, tal vez) es saber qué le pasa a Sandi cuando consigue hacer la llamada. ¿Qué tipo de sentimiento le recorrerá las venas cuando oiga la voz de Kimberlee? ¿Qué gran deseo puede describir un arco entre ellas? ¿O qué clase de silencio puede vaciarse por la línea telefónica? ¿Qué pasará si vuelven a discutir? ¿Describirá Sandi el búnker en el que se encuentra? ¿Tratará de darle expresión a la oscuridad?

¿Castañetearán esos dientes espléndidos en el frío? ¿Se sincerará Kimberlee de inmediato y logrará que su joven novia se ría? ¿Desaparecerá el vino blanco de la copa? ¿Le mencionará la bullabesa? ¿Llegará a emplear la palabra amor? ¿Cuáles serán las primeras palabras que Joel le dirá a Sandi? ¿Le hablará de Tracey? ¿Le dirá que esa noche va a ir a las gradas? ¿Llegará el padre de Joel (llamémosle Paul, vive en el norte, en una ciudad universitaria de New Hampshire, es biólogo, activista y pacifista) a enterarse del asunto? ¿Cuántos años lleva distanciado de  Kimberlee? ¿Sandi lo conoce? ¿Cuánto durará al final la llamada? ¿Qué pasará si el satélite falla de pronto?

¿Dónde tendrá él a sus hijos en esta Nochevieja?

¿Cómo volvemos a la gran sencillez de la idea original? ¿Cómo nos sentamos al lado de Sandi en su solitario puesto de avanzada? ¿Cómo contemplamos la oscuridad?

(¿Y quién, por cierto, era el marine muerto?)

13 (reedición)

El teléfono suena: suena y suena y suena. ________________

Trece formas de mirarColum McCannTraducción de Marta AlcarazSeix Barral7 de septiembre de 201718,50 eurosTrece formas de mirar

Rozalén desentierra el pasado

La editorial

Cuando Victoriano Seix y los hermanos Luis y Carlos Barral se asociaron en 1911 no se imaginaban que su modesta imprenta iba a ser una de las protagonistas del renacer editorial español. Si hasta los años cincuenta la empresa se especializó en los libros educativos y la literatura infantil y juvenil, Carlos Barral júnior pondría en marcha a finales de la década un proyecto que les llevaría a publicar a autores como Vargas Llosa, Pessoa, Saramago, Cela, Bolaño o Caballero Bonald.

El polémico y carismático Barral trabajaría con la agente Carmen Balcells, una de las artífices del boom latinoamericano, y sortearía con audacia la censura franquista hasta que, en 1970, un encontronazo con sus socios le llevaría a abandonar el sello. En 1982, la empresa pasó a formar parte del poderoso grupo Planeta, y se sucedieron a la cabeza de la editorial Mario Lacruz (con autores como Umbral, Muñoz Molina o Rosa Montero), Basilio Baltasar, Adolfo García Ortega y, finalmente, Elena Ramírez, actual responsable. En los últimos años, Seix Barral ha llevado a las librerías a escritores como Carson McCullers, Santiago Alba Rico, Paulina Flores, Ignacio Martínez de Pisón, Juan José Millás o Kirmen Uribe. 

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