Maleta de libros

'Un lugar pagano', de Edna O'Brien

'Un lugar pagano', de Edna O'Brien.

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"Las primeras ochenta páginas constituyen una reconstrucción de una experiencia de la infancia que, hasta donde yo sé, es única en la lengua inglesa... Es un libro excepcionalmente memorable porque su genialidad proviene del dolor mismo de la memoria." Eso dice John Berger sobre Un lugar pagano, de Edna O'Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930). No es (solo) una muestra más de la admiración del escritor por su colega, a la que también alaba Alice Munro. Es (también) un reconocimiento a la testarudez de una escritora que tuvo que luchar contra su familia y contra las convenciones sociales para serlo. 

La editorial Errata Naturae publica esta novela autobiográfica aparecida en 1970, una década después de que O'Brien se diera a conocer internacionalmente con Las chicas de campo (Traducido también por Errata Naturae en 2013). Las aventuras de las amigas Kate y Baba, que en la novela deciden fugarse de un convento en el que estudian internas, dibujaban un ambiente represivo que no gustó nada a los paisanos irlandeses. Eso no impidió que convirtiera en volumen en una trilogía con La chica de ojos verdes (1962, traducido en 2014) y Chicas felizmente casadas (1964, traducido en 2015). Las sillitas rojas, su última novela —alejada esta vez de la isla para viajar hasta la guerra serbo-bosnia—, se incorporó al catálogo en 2016, un año después de su publicación en inglés. Un lugar pagano es la nueva entrega en castellano de esta escritora, una de las más grandes figuras de su generación, pero no será la última. 

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  Un lugar pagano

Dan Egan está en Drewsborolos Wattle junto a la verjaManny Parker por el paseoy el Negro avanza en línea recta.

Manny Parker era botánico, siempre a la intemperie hiciera el tiempo que hiciera, vivía con su hermana, que llevaba la confitería, comían carne los viernes, eran protestantes. Tu madre iba a su tienda, los consideraba gente de bien.

Le guardaban chocolate porque estaba racionado, seis tabletas del normal y seis tabletas con fruta y avellanas. Las almacenaba en el aparador junto con las mermeladas y las jaleas. El aparador era marrón oscuro, las llaves se habían extraviado, pero con el espantoso chirrido que emitían las puertas era, prácticamente, como si estuviese cerrado con llave. Nadie podía abrirlo sin que la casa entera lo oyese. Cuando en primavera llegaban las naranjas amargas de Sevilla, la hermana de Manny Parker preparaba mermelada y ponía los tarros de una libra a enfriar en lo alto del mostrador para que todo el mundo los viese y la felicitase. Su mermelada era más densa que la de tu madre y las tiras suspendidas en la oscura gelatina recordaban a peces de colores en un acuario.

Los Wattle vivían en el pabellón del guarda, frente a la verja, al otro lado de la carretera. Los portones eran verdes, con las puntas de los barrotes lanceoladas, no tenían pasador. Las bisagras de un batiente estaban sueltas, y cuando se escapaba tenías que agarrarlo con todas tus fuerzas para no caerte con él.

Los llamaban Wattleporque su hija, Lizzie, estuvo en Australia y regresó con ictericia. Antes de volver mandó fotos suyas y sus padres llevaron a reparar el gramófono y compraron un disco titulado «Allá lejos en Australia», pero Lizzie dijo que aquello era lo último que le apetecía escuchar y preguntó con amargura por las gaitas. Amenazó con marcharse de nuevo pero no lo hizo. Los Wattle nunca abrían la verja porque nadie les pagaba. Ambos ancianos cobraban la pensión.

El señor Wattle llamaba «señor» a todo el mundo y cuando la señora Wattle compró una butaca de mimbre le dijo «¿Es ésta mi propia casa, señor?». Cuando la vaca hizo aguas mayores en el balde de la leche, el señor Wattle, que estaba ordeñando, no se dio cuenta. Ellas pasaron la leche una y otra vez por un colador y un cedazo pero seguía estando amarilla y olía mal. Las otras veces en que la leche olía raro era cuando las vacas comían nabos o el pasto era demasiado sustancioso.

Ese pasto sustancioso se llamaba «forraje» y tu padre lo reservaba para sus caballos. Si alguien dejaba abierta la verja, o si no se le ponía la piedra grande para asegurarla, el ganado campaba a sus anchas y se formaba un alboroto y se llevaban a cabo indagaciones para averiguar quién había sido el responsable. Tu madre no podía soportar ver y oír a las bestias extraviadas dispersándose por los prados porque le daba la sensación de que iban a quedarse allí para siempre, cebándose gratis. Aun así, nunca las echaban. Sólo sacaban las de los gitanos. Los caballos de los gitanos eran muy listos. Pastaban en las márgenes de los caminos, nunca se espantaban cuando pasaban automóviles y camiones y si veían que se acercaba un guarda tenían la sensatez de largarse por donde habían venido. Los gitanos se instalaban en el baldío que no tenía dueño porque dos hermanos casados se lo disputaban y no dejaban que el otro lo trabajase. Algunas noches había montones de carromatos con luces que brillaban através de las puertas partidas, otras noches no se diferenciaba en nada de cualquier otro terreno: negro y vacío y peligroso.

Dan Egan había muerto pero su nombre sobrevivía porque un árbol se llamaba como él, un castaño de Indias. Los niños lo sacudían para que cayeran castañas y si tu padre los pillaba les daba una buena tunda. Dan Egan re-

posaba en la isla donde tu madre decía que no quería que la enterraran porque por allí no pasaría nadie que rezase por el reposo eterno de su alma. A ti te daba miedo que tu madre muriera antes que tú.

Allá en la isla había pájaros y ruinas. Las ruinas lucían placas de metal en las que se explicaba en qué periodo dela historia habían sido construidas. En ellas habían vivido santos y eruditos. El dintel de una puerta tenía cuatro nichos y las piedras eran tan quebradizas como miga de pan. Los visitantes llegaban en bote de remos y paseaban entre los restos. Cuando hacía buen tiempo la superficie del lago relucía como si fuese de hojalata, pero en días de regata nunca estaba así.

En la isla había ganado que era del carnicero, bueyes. Se movían como Pedro por su casa entre las lápidas, desbarataban las coronas, pisoteaban las bóvedas acristaladas y rumiaban flores que debían ser imperecederas. Esas

flores eran de calcio, y aunque parecían huesos ningún esqueleto salía a la superficie porque habían cavado las tumbas bien profundas.

Si algún muerto se aparecía sólo podía ser en medio de la noche, como cuando decían que Dan Egan se aparecía debajo del árbol que se llamaba como él. Cada vez que alguien lo nombraba, tu padre decía «Pobre hombre, que Dios lo tenga en su Gloria». Tu padre y él se habían emborrachado juntos, habían jugado a las cartas y rondado a las chicas. Tu padre nunca hablaba de chicas pero había una foto de los dos en una moto con sidecar, cada uno con una muchacha, y cada pareja con una manta sobre las rodillas. Se la hicieron en el espectáculo hípico al que acudían cada año. Iban juntos a todas partes a pesar de que Dan Egan era mucho mayor. Cuando el lago se heló hicieron nueve millas a pie para llegar a un baile que duraba toda la noche, y Dan Egan insistió en que acarreasen una barca y tu padre se opuso, pero resultó ser una idea providencial porque a la vuelta, ya de buena mañana, el hielo empezó a deshacerse. Cuando se metieron en la barca se dieron cuenta de que no había remos y Dan Egan se puso a despotricar y a hacer aspavientos y allí se quedaron, meciéndose entre placas de hielo hasta que a mediodía pasó un barco carbonero.

Tu padre conoció a tu madre en aquel baile pero no le dirigió la palabra. Tu madre parecía una muñeca, había venido de América para pasar las vacaciones, y llevaba un vestido largo y el pelo oxigenado. Tu madre le echó el ojo y consiguió que su hermano lo invitase a casa para que determinase la superficie de la finca.

Tu padre era capaz de calcular el área de cualquier terreno sólo recorriéndolo. Eso y los caballos eran sus mayores aficiones, y las salidas nocturnas con Dan Egan para ir a cantar y a cazar patos al lago. Dan Egan y él vivían en un caserón con un aya muy chiquitita y cuando llegaban borrachos por la mañana ella solía llevarles agua para que se afeitasen y whisky, una taza de cada. Alimentaba un fuego espléndido en un único cuarto, y en el resto de la casa había murciélagos, y ratones, y muebles muy oscuros.

Tu padre era huérfano, pero su vieja ama chiquitita se ocupaba de él, y cuando necesitaba agua para afeitarse o algo para la jaqueca sólo tenía que apretar un timbre y cuando la campana verde vibraba la vieja ama chiquitita

mascullaba «Mal dolor te dé» pero aun así iba a ver qué quería.

Tu padre prefirió prenderle fuego a su casa antes que permitir que los Black and Tanshiciesen de ella su cuartel. No pudo llevarse de recuerdo ni una vela ni una vinagrera porque lo habrían considerado robo. La casa se 

quemó, pero la vieja carbonera quedó intacta y tu madre la usaba para los desperdicios. Tu madre echaba allí las cenizas y los envases no retornables y la loza rota y las asaduras de los gallitos que mataban y llevaban a casa todos los sábados en verano para las cenas de los domingos. Ella se reservaba las peores partes del pollo, la piel, la rabadilla, las carcasas. Una vez al mes le mandaba uno a tu hermana Emma junto con un bizcocho y algo de

mantequilla.

Emma se daba muchos aires por haber nacido en Nueva York. Con frecuencia te despreciaba y te decía que eras escoria y te decía «Fuera de aquí, escoria». Pedaleaba con furia para que no la alcanzases.

Emma era la preferida de tu padre. La llamaba «Mi ojito derecho». A ella le regalaron el reloj de pulsera. El reloj le dejó un cerco negro en la muñeca y te explicó que ese fenómeno era conocido como «oxidización». También

tenía un brazalete extensible. Una vez se le atascó por encima del codo y tuvieron que mojarlo para conseguir sacárselo. Se quedó torcido.

Había pocas alhajas desperdigadas por la casa: el reloj de oro de tu padre, unos cuantos collares y varias perlas sueltas en una jabonera, peladas y deslustradas. En tu casa tampoco había gong, ni bodega, pero sí había repisas de mármol en todas las habitaciones y constelaciones de flores en el centro de los techos.

En los cañones de las chimeneas anidaban los cuervos. Los cuervos preferían las chimeneas a los árboles porque no sufrían los azotes del viento. En torno a los troncos se enroscaban unas hiedras trenzadas tan tupidas y enmarañadas que parecían corazas. Los cuervos picoteaban la hiedra. Eran negros y deslumbrantes y no paraban quietos, siempre dando vueltas y más vueltas, graznando y chillando.

En la parcelita que recibía el nombre de jardín crecían carrizos, candilillos del diablo y manzanos que no habían alcanzado su altura máxima sin ser tampoco enanos. Los carrizos se criaban en caprichosos macizos, más azules que verdes. Era una planta foránea, de tallos enhiestos y hojas afiladas como las de los cuchillos. Databa de los tiempos antiguos, los tiempos pasados, cuando allí había un jardín ornamental. Tú acercabas al filo esa zona de la mano entre el pulgar y el índice, ese pedazo de carne que si recibía un corte podía contraer el tétanos. Por adelantarte a la fatalidad. Una vez al mes la hierba se segaba, el seto se podaba. Había que mantener a raya las ortigas. Las ortigas tenían flores blancas que nadie admiraba. Tu madre te mandaba a las dehesas a coger algunas para los pollitos. Te daba una cacerola y unas tijeras de podar y te pedía que las dejases caer al interior sin tocarlas. Tú te dejabas picar un poco para mortificarte. Canturreabas con voz de barítono para intimidar a las sabandijas que acechaban entre los escaramujos y los escondrijos del follaje. Las ortigas tenían hierro. El repollo tenía yodo. El repollo solía formar parte del menú. Era una de las especialidades de tu madre. Era generosa con la sal y la pimienta, y esos aderezos incorporados al repollo y al puré de patata formaban una agradable combinación. También daban sabor a los nabos y en general a cualquier tubérculo. Si había carne fresca era para él, una chuleta bien hecha. A los perros les echaba el hueso. Se lo disputaban. Eran perros grandes del color de los leones. Se llamaban Bran y Shep, Bran por el can de un antiguo héroe y Shep porque era un nombre muy apropiado. Por las noches se echaban a los campos, como los tejones, liebres, zorros, gatos monteses, búhos, ratas, comadrejas y topos, enemigos todos ellos, que se atacaban entre sí emitiendo gritos primitivos. Por las mañanas, de camino a la escuela, veías cosas: huellas, pieles, plumas, y una vez una pata intacta con sus garras. Dabas un rodeo para evitar la fortaleza de árboles misteriosos.

Era un lugar pagano y circular. Allí habían celebrado sus ritos los druidas, mucho antes de que nacieran tu madre o tu padre, sus respectivos padres o cualquiera cuya existencia tú conocieras. Pero el señor Wattle decía que

ahí no acababa la cosa, que él había visto allí a una señora sin faja una noche cuando volvía de purgar al burro. En el interior del círculo el terreno era traicionero, una zona pantanosa donde crecían azucenas. Las llamaban «lirios de los pantanos». El burro fue allí a morir, nada raro, dada la amplitud del refugio. Nadie quiso entrar para enterrarlo. Se descompuso. El hedor fue haciéndose cada vez más fuerte y extendiéndose cada vez más lejos. Los perros lo desmembraron y por todas partes desperdigaron huesos grandes y pequeños que al final eran ya tan oscuros e inodoros como ramitas.

Los perros tenían su rutina. Por el día dormían. Bajo el seto tenían sus huecos adaptados a su tamaño y deambulaban por la casa según el tiempo que hiciera. El viento les ondulaba el pelaje, destacaba su tono leonado. Eran medio hermanos, compartían madre, una pastora, pero sus padres eran rivales. A tu madre la escoltaban cuando iba a la confitería de la hermana de Manny Parker a abastecerse de chocolate o a liquidar una parte de la cuenta. La cuenta era interminable. Tan pronto como pagaba algo hacía una nueva compra pero existía un acuerdo entre ella y la hermana de Manny Parker, un acuerdo tácito.

Siempre regresabas de la escuela a la carrera. Tus amigas se reían de ti. Te llamaban pazguata, te llamaban «niña chica», te llamaban «tontaina» y «aguafiestas» y «payasa» y «cagona». Un domingo al salir de misa te sobrevino una diarrea que te repelló las piernas y tú te escondiste detrás del muro y no rebulliste hasta que todo el mundo se hubo marchado: los hombres directos a la taberna, el médico y Hilda en sus coches, los que iban en bicicleta, los que iban a pie y la sacristana que salía la última para apagar las velas y cerrar con llave la gran puerta de roble. Tu madre no le dio mayor importancia, dijo que podía pasarle hasta a un obispo. Pero tus amigas lo comentaban, se pasaban notitas, se referían a aquello como «el incidente». Tu amiga Jewel escribió en la pizarra una frase para recordar el incidente de color mermelada detrás de cierto muro el

día de misa.

Antes de la primera comunión Jewel y tú ensayasteis el momento de recibir la hostia. Os dabais pedacitos de papel. Tú los mantenías en la boca tanto tiempo como fuera posible, el tiempo que creías que tardaría el cuerpo y la sangre de Cristo en deshacerse dentro de ti. Los trozos de papel se empapaban de saliva pero no era pecado que te rozaran los dientes mientras que sí lo habría sido en el caso de la hostia. Aquélla fue tu mayor preocupación en el día de la Primera Comunión, a pesar de que todos sin excepción te elogiaron por lo guapa que ibas. Llevabas zapatos de gamuza y el velo tenía ramilletes de lirios de los valles bordados. El tuyo fue el velo más bonito. Tu madre se encargó de que así fuera. Nuestro Señor no te rozó los dientes pero poco después se desencadenó una crisis. Cuando Lizzie te pidió que posaras para una fotografía te apoyaste contra la reja y una esquina del velo se levantó y se enganchó a una punta y se habría hecho jirones si no llega a ser por el sacerdote, que lo rescató. Tu madre insistió en lo poco que había faltado y te regalaron cinco chelines y hubo claros de sol y así fue tu Primera Comunión. Jewel celebró una merienda a la que no te invitaron. La relación con tus amigas no era como la de tu padre con Dan Egan.

Cada vez que tu padre hablaba de Dan Egan se le llenaban los ojos de lágrimas. Dan Egan y él fueron detenidos al salir de una taberna, y maldita su suerte porque Dan Egan llevaba un revólver. Les explicó a los Black and Tans que era para disparar a liebres y conejos pero no se lo tragaron y los metieron a los dos por la fuerza en el camión y los encerraron en la cárcel más cercana.

Los amarraron juntos y quisieron convencerlos para que delatasen a sus camaradas pero ellos se negaron y ni siquiera cuando les arrearon una paliza flaquearon. Los tuvieron toda la noche atados y pegados sin permitirles

que hablaran y cada vez que uno daba una cabezada le metían la cabeza en un barreño con agua de lluvia. También les buscaron las cosquillas preguntándoles qué les apetecía para cenar, si trucha o pollo. Y ni siquiera cuando Dan Egan tuvo que hacer aguas mayores los separaron, y aquello los unió para siempre.

1. En inglés, «acacia», árbol australiano cuyas flores son amarillas. (Todas las notas de esta edición son de la traductora).

2. Los «Black and Tans» («negro y caqui», por el color de los uniformes) eran una fuerza paramilitar británica que tenía como cometido combatir al ejército irlandés durante la Guerra de Independencia Irlandesa (1919-21).

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Un lugar paganoEdna O'BrienTraducción de Regina López MuñozErrata NaturaeÚltima semana de agosto de 201717,50 eurosUn lugar pagano

La editorial

Lo de la editorial Errata naturae ha sido, desde luego, una anomalía. Su primer libro, Pasar el invierno de Olivier Adam, nació en 2008; su número 100, Un paseo invernal de Henry David Thoreau, en 2014; para 2017 son uno de los sellos independientes de nueva creación con la apuesta más sólida del mundo editorial. Su apuesta es la traducción al castellano de literatura internacional olvidada hasta el momento. Los libros de Thoreau serían un buen ejemplo de su modus operandi, pero también valdrían los títulos de Jean Genet o Crónica de mí mismo, de Walt Whitman

Entre sus intereses están la vida salvaje (Tristeza de la tierra, de Éric Vuillard; Mis años grizzly, de Doug Peacock), las series (Los soprano forever, The Wire, Teleshakespeare), la filosofía (La inmensa soledad, de Frédéric Pajak; Manual para la vida feliz, de Epicteto y Pierre Hadot; La escultura de sí, de Michel Onfray) y los ensayos sobre cultura popular (Wonder Woman, de Elisa McCausland; El trabajo cultural, de Luciano Bianciardi; En busca de Muhammad Ali, de Davis Miller). Junto al sello Periférica han puesto en marcha la traducción de novelas de escritoras alemanas, como el éxito Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff, o Regreso a Berlín, de Verna B. Carleton

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