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Verdad y comunidad

El pasado 17 de octubre el PSOE celebró el aniversario de los cuarenta años de la victoria de Felipe González. En ese acto conmemorativo, el expresidente González, con Pedro Sánchez a un lado y Zapatero al otro, dijo: “En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”

Esta frase desató muchísimos comentarios en Twitter —entre ellos los de periodistas, políticos, ciudadanos y, seguramente, muchos trolls— en contra de la figura de González, desde los que lo comparan con Steve Bannon hasta los que lo hacen con Pablo Iglesias; también están aquellos que, cómo no, acusan a los medios de comunicación, la política y las instituciones de confeccionar e inocular esa verdad prefabricada en los ciudadanos; quienes tachan a González y al PSOE de cinismo por revelar con desfachatez algo que se supone debe permanecer oculto; o aquellos que incluso afirman que esta frase atenta contra la democracia.

Por mi parte, aunque confieso que nunca pensé que escribiría estas palabras, no puedo estar más de acuerdo con Felipe González. ¡Claro que, la verdad —o, si queremos ser más sutiles, aquello que se trata de hacer creer como verdadero y se interpreta como tal por parte de un conjunto de sujetos— es lo que los ciudadanos creen que es verdad!

En tiempos de posverdad, fake news, teorías conspirativas varias y absoluta polarización, nos encontramos con dos posiciones completamente enfrentadas. Por una parte, están los que —ya sea por una suerte de fidelidad a las teorías filosóficas que les han formado, como son la de la posmodernidad y el deconstructivismo, o por cálculos oportunistas, pienso en los políticos y gurús de la extrema derecha 2.0— enarbolan la verdad experiencial y de los sentimientos, que se traduce en que todo individuo tiene derecho a legitimar “su verdad” poniéndola al mismo nivel que la de cualquier otro. Esto da como resultado, por poner un ejemplo reciente, los antivacunas que se forman un juicio individual sobre su peligrosidad basado en la experiencia de una vacuna que les ha provocado efectos secundarios dañinos (a ellos o a sus conocidos o a conocidos de conocidos y así a seguir) y no en el conocimiento científico al respecto. Y, por otra parte, están aquellos que, probablemente como consecuencia de esta confusión en la que estamos inmersos, se agarran a la idea de la verdad de los hechos como a un clavo ardiendo, llegando a menudo a confundir el concepto de verdad con el de realidad. Estos suelen ser también los defensores a ultranza del fact checking, método al que atribuyen tantas cualidades que lo convierten en algo parecido a la panacea de la posverdad.  

Dentro de este segundo posicionamiento podríamos encuadrar también a todos aquellos que comentaron con máxima desaprobación la frase pronunciada por González, que de hecho fueron prácticamente el cien por cien de los comentarios que pude leer —y les aseguro que leí muchísimos—. Esta indignación sólo se justifica si se entiende la verdad como una correspondencia con la realidad. Pero es que la verdad, al menos desde la perspectiva semiótica, no es eso.

Esta disciplina se aleja de ambas posiciones, pues entiende la verdad como una construcción que se da en el plano social y comunitario, que tiene que ver con los juicios, y que se logra a través del uso e intercambio de unos saberes compartidos. Mientras que la realidad es en sí misma, es exterior y, por ello, la mayoría de las veces podemos acceder a ella sólo a través de las representaciones que realizamos a raíz de un ejercicio interpretativo.

El problema actual radica en que hoy la voz de la fuente de autoridad se ha puesto al mismo nivel que la de cualquier otro ciudadano que considera que su opinión, tal vez basada en una experiencia, es tan legítima como la del experto

Umberto Eco dedicó importantes textos destinados a señalar que las premisas de esta tercera posición nada tienen que ver con el relativismo o la deriva deconstruccionista, sino que siguen los criterios del pragmatismo peirceano y los de su propia teoría del realismo negativo. En las que, si bien se reconoce que el paradigma en base al cual razonamos podría ser falso y que el mundo tal como nos lo representamos es un efecto de la interpretación, las interpretaciones existen porque hay unos hechos que interpretar. A este respecto, contestaría Eco a la famosa frase de Nietzsche —definido por muchos como el primer postmoderno—: “no existen hechos, sólo interpretaciones”, que el mismo Nietzsche no podría dejar de reconocer que el caballo al que un día abrazó en Turín existió como hecho antes de que él decidiera hacerlo objeto de sus excesos afectivos (Lozano, 2013).

Dicho esto, que una interpretación prevalezca sobre otra y se asiente creando cohesión, comunidad, no es debido a la casualidad o a la indiferencia (e indolencia) del famoso lema anything goes, sino que es un largo proceso que se sustenta sobre una serie de criterios, como son la adecuación, la oportunidad, la plausibilidad, la pertinencia al contexto originario y, en algo tan fundamental como en apariencia banal, como es el sentido común. Eco ejemplifica esto en su réplica a la crítica que le hizo Rorty, afirmando que de los objetos (y también de los conceptos) no podemos hacer cualquier cosa, sino que existen unos límites a la interpretación que nos impone la pertinencia. Así, si bien es cierto que podemos usar un destornillador para usos que van más allá de aquel para el que fue concebido, por ejemplo, como arma o para abrir una caja, difícil será que lo usemos a modo de palillo de algodón para limpiar un oído (Eco, 1992).

Por tanto, entiendo la frase del expresidente, “en democracia la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”, asimilando los ciudadanos que conforman una democracia al concepto de comunidad de Peirce, para quien representaba un nivel supraindividual y público en el que las creencias se estabilizan. La comunidad es esa instancia reguladora que determina que no todas las interpretaciones valen ni todas son correctas. Se asentarán, serán verdad y constituirán realidad aquellas que tras un largo proceso logren crear consenso y aceptación en el tiempo, siendo compartidas y constituyendo, en un ejercicio de retroalimentación, comunidad.

Ahora bien, presuponer una comunidad como factor regulador, que dirime las correctas interpretaciones de las que no lo son, significa también no poder prescindir de los expertos. La comunidad peirceana no tiene que ver con la función cuantitativa de la mayoría, algo no es verdad porque así lo crea la mayor parte de los ciudadanos; sino con una instancia de verificación, es verdad porque se ha analizado, probado y verificado. Y las verificaciones son llevadas a cabo y son creíbles si son realizadas por expertos en la materia que se va a verificar.

El problema actual, y probablemente la preocupación que llevó a escribir todos esos comentarios, radica entonces en que hoy la voz de la fuente de autoridad se ha puesto al mismo nivel que la de cualquier otro ciudadano que considera que su opinión, tal vez basada en una experiencia, es tan legítima como la del experto. Para frenar esta deriva creo que deberíamos empezar por aceptar que no importa que una afirmación sea verdadera, por mucho que esté verificada, si el destinatario no la cree. Piénsese en cómo vuelve a estar en boga el terraplanismo. Y continuar por elaborar fuertes relatos que contrarresten esta desafección y descreimiento hacia las grandes instituciones: medios de comunicación, ciencia, política y comunidad de expertos.

Lecturas sugeridas:

Eco, U. (1992): Interpretation and Overinterpretation. Cambridge University, Press Cambridge.

Eco, U. (2013): Los límites de la interpretación. Barcelona, DeBolsillo. 

El pasado 17 de octubre el PSOE celebró el aniversario de los cuarenta años de la victoria de Felipe González. En ese acto conmemorativo, el expresidente González, con Pedro Sánchez a un lado y Zapatero al otro, dijo: “En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”

Publicado el
25 de octubre de 2022 - 21:27 h
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