El saco lleno de la pandemia

Hace casi dos años, en mayo de 2020, mi hijo mayor no pudo celebrar con su clase su sexto cumpleaños porque el país estaba confinado. Hoy, mi hijo pequeño no podrá celebrar con su clase su quinto cumpleaños porque su aula está cerrada. Son casi dos años de shocks extraordinarios, de cábalas para hacer avanzar la vida, de reseteos mentales para pensar que esto en algún momento se acabará. Es la otra pandemia: la que lleva dos años rompiéndonos el día a día mientras damos gracias de que ya muere menos gente porque hay vacunas.

El chat de padres y madres de la clase de mi hijo pequeño es un hervidero de noticias, incomprensión de diferentes protocolos, familias reinventándose y solidaridad resignada. "De esta ya lo vamos a pasar todos", viene a ser el comentario más habitual. Como queriéndonos decir que por muy bien que lo hagas, te la vas a acabar comiendo. Sería un drama del primer mundo si no fuera porque todo esto ha pasado entre el sexto cumpleaños de mi hijo el mayor y el quinto del más pequeño. Ya es una situación que cansa, que tensa, que rompe lazos y crea otros, que condiciona y que desesperanza. Son dos años. Demasiado ya.

Supongo que escribo esta columna de bajón, porque lo estoy. Muchas cosas de la vida suman, claro, pero de verdad que la pandemia es esa nube negra que no se va y nos lima la paciencia, las ganas de cuidar, las ganas de cuidarnos, las ganas de tener ganas. Lleva mucho tiempo y ha pasado por infinitas fases y, como siempre nos podemos remitir al horror del confinamiento y las paladas de muerte de aquella primavera de 2020, parece que no tenemos el derecho a quejarnos porque ya esto no es para tanto. Pero hay días y semanas que sí es para tanto. Sobre todo, porque pone un toldo negro encima de todas las cosas que nos pasan. Todo es dos tonos más oscuros en nuestra vida porque la pandemia no se va.

La pandemia es esa nube negra que no se va y nos lima la paciencia, las ganas de cuidar, las ganas de cuidarnos, las ganas de tener ganas

Ayer hablaba con mi madre. Han reabierto las visitas en la residencia en la que vive y me pedía que no fuera a verla. "Si os pasa algo a vosotros, hijo..." me decía ella, 82 años, tercera dosis puesta y covid asintomático en la primera ola, en la que vivió en un lugar en el que murieron uno de cada tres. Mi madre no teme por ella porque vio lo que ocurrió en la primera ola sin vacunas y está tranquila viendo lo que está pasando en la sexta con Pfizer en el cuerpo, pero no se merece pensar que nos va a hacer daño por vernos. Ya nadie se merece llevar dos años así. Menos una mujer a la que no le queda tanto por aquí.

Quería escribir esta columna sin mencionar las palabras "salud mental" porque me parece que la hemos convertido en un cliché, un cajón desastre en el que meter todas estas calamidades comunales que vivimos desde que arrancó la pandemia y que no tienen que ver con los síntomas físicos o la muerte que ha traído el virus. Por eso quería mostrar estas sensaciones concretas, pequeñas, aisladas, que se han metido en mi saco estos días (y alguna más que tampoco os voy a relatar porque no tenemos tanta confianza) y que pueden ejemplificar muy bien lo que, al menos a mí, me pasa. Me temo que a mucha gente. A la mayoría. Lo sepa ver o no, lo exteriorice o no.

Vivo con la sensación de tener el saco lleno. Ya creo que no tiene fondo y que cabrán más cosas, pero qué cansado es todo. En cuántas cosas repercute sin darnos cuenta. Y qué putas ganas de que se acabe.

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