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El curioso caso del escéptico conspiranoico

Un heroico youtuber se ha ido a Ucrania a desmentir cosas. Lo vi en mi informativo de confianza: Cuarto Milenio. ¡Córcholis! Vuelve la plaga del periodismo ciudadano. Aseguraba que lo de Bucha era un teatrillo: que esa gente no podía haber muerto ahí porque no cuadraba la «lividez cadavérica». Miro su biografía, por si el zagal fuese forense. Qué va, solo tiene la edición coleccionista de CSI Las Vegas y una lupa extragrande que le regalaron sus padres.

Al mismo tiempo, una pizpireta tertuliana, exmilitante socialista, se pregunta en las redes sociales por qué no habrá «imágenes satelitales» de la matanza de civiles. «Que dónde están, que yo las vea», repite, gritándole a las nubes. No soy uno de esos brillantes ingenieros aeroespaciales de la gran ciudad, pero me da que los satélites no funcionan como el cojo de La ventana indiscreta. Sigo repasando la prensa y me encuentro con un artículo del New York Times que cruza las imágenes que han difundido los periódicos con las que han proporcionado los satélites: cuadran. Parece que los rusos decidieron diezmar a los civiles antes de dejar la plaza. Pasadas unas horas, paso a ver si la señora esa se desdice. Nada: hasta que no tenga un cortometraje de la ejecución ella no se cree nada.

Tiro para atrás en su hemeroteca personal. ¡Sapristi! Las vacunas producen autismo, el Covid es un invento de los reptilianos, las pirámides las construyeron los marcianos y si te zumba el oído es que la NASA te escucha con un rayo láser. Qué intranquilizadora revelación. Bajo a la cocina y me hago un gorrito de papel albal y un té con leche. Vuelvo a mis investigaciones: a la caza de más voces autorizadas. Un famoso coronel afirma, con esa rotundidad estúpida que solo poseen los militares, que «crímenes de guerra se están cometiendo en ambos bandos». «Pasa en todas las guerras». Habla la voz de la experiencia. Confío en que se haya entregado al Tribunal de la Haya tan pronto saliese del plató.

Un famoso 'urgenciólogo' (se hacen unas ciencias extrañísimas últimamente) alerta: el día que menos te lo esperes, ¡pam!, otra pandemia. No tiene pruebas, pero tampoco dudas

Acongojado por estas revelaciones y envuelto por el espíritu cuaresmal de estas fechas, me dirijo a mis canales catoliquillos favoritos. Si ahí no encuentro paz de espíritu, estoy perdido. Entro en uno: el papa es el anticristo y ha sido entronizado por la masonería luciferina. Salto al siguiente: el fin de los tiempos se acerca, la virgen lo dijo en no sé dónde y la vacuna te mete un chip que es la marca de la bestia que menciona el Apocalipsis. Me asusto y busco un crucifijo que ponerle a la mitra de papel de plata.

Enciendo la tele para ver si me calmo. Un famoso urgenciólogo (se hacen unas ciencias extrañísimas últimamente) alerta: el día que menos te lo esperes, ¡pam!, otra pandemia. No tiene pruebas, pero tampoco dudas. Le asusta volver a pasar consulta si se le acaba el chiringuito televisivo: «la población se está relajando y eso es inaceptable». Recomienda hacerse tres antígenos por la mañana, en ayunas, doce tras el almuerzo y una colonoscopia antes de dormir. Si no, caiga sobre tu conciencia la muerte de miles de ancianos. Cambio de cadena, ¡pero también me lo encuentro!

Estoy empezando a hiperventilar. Voy corriendo al botiquín y me trago media tableta de ansiolíticos. Medio repuesto, me siento a pensar cómo sabrán tantísimo: cómo sospechan de lo obvio y se convencen de lo inverosímil. «Están hechos de otra pasta», me digo. «Son dioses». Me sorprendo a mí mismo con esta afirmación blasfema. Caigo en la cuenta: el sol está recalentando el gorrito de plata y me está hirviendo la cocotera.

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