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La tierra de nadie del periodismo español: la desregulación deja el código deontológico en papel mojado

La mesa confusa

A nadie le sorprenderán mis aficiones culinarias viendo mi generoso perímetro. Puede, sin embargo, que les asombre esta revelación: se ha convertido en una afición arriesgadísima. Verán. La otra tarde intenté reservar en un restaurante que me recomendó un enemigo. Practicaban, según decía la web, una «cocina canalla a ritmo de rock and roll». En las fotos, los cocineros se cubrían la frente con un pañolón estilo kamikaze y al chef le había parecido buena idea tomarse un retrato en escorzo sujetando una espumadera y un soplete. Si lo viese su madre…

La tontería asola el mundo, y especialmente los restoráns. Desde que Ferrán Adriá inició su cruzada contra todo lo bello, bueno y verdadero, uno necesita un sherpa si quiere acabar en algún sitio donde no le tomen por idiota. «Falso ravioli de espinacas». Mire, yo no he venido a ingerir simulacros. A estas alturas de la vida no se imaginan cuántos espantajos metafísicos (esferificaciones, espumas, velos y trampantojos) me he zampado y les diré algo: nunca una tortilla deconstruida estuvo más rica que una tortilla normal. ¡Exclusiva! ¡Extra, extra! El pepito de ternera le da sopas con honda al solemne bao con emulsión de pipirrana, ternera sichuan y mayonesa de colinabo, por mucho que te lo sirva un fulano con cresta aficionado a las palabrotas.

A ver quién es el guapo que después de una parrafada de diez minutos sobre las complejidades ontológicas de chorizo de pato vaporizado se atreve a decir que está soso. Hay cartas con más subordinadas que la Crítica de la Razón Pura

Hace años, un compañero de piso (el tipo escribía una tesis sobre Heidegger) se plantó en el dintel de mi habitación para asegurarme que había almorzado como los ángeles. «Un entrecot a baja temperatura sobre un lecho de patatas en tres cocciones». «Sabes que acabas de describir un filete con papafritas, ¿verdad?». Recordé la anécdota viendo el canal de uno de esos mastuerzos que van a ponerse las botas a algún restaurante en Majadahonda y hacen el atestado. «La sala es bonita, las raciones son grandes, las croquetas muy ricas». Escoffier, mira y aprende. A veces, en beneficio del espectáculo y las bellas artes, estos cejijuntos tragaldabas consiguen mesa en alguna fonda molecular. Entonces, un camarero disfrazado de fallero ciberpunk les sirve una lasaña que es «un viaje que despega en Calatayud, pasa por Bombay, Liberia y Kamchatka y, finalmente, aterriza en un apartamento que tiene mi cuñado en La Manga». La bechamel, preparada con leche de coco, mantequilla de cabra de los Apalaches y harina de níspero, la sirven con una manga pastelera para asombro del foodie, que mira a cámara y masculla: os propongo un reto, si llegamos a mil suscriptores, me la como sin usar las manos.

También les digo: a ver quién es el guapo que después de una parrafada de diez minutos sobre las complejidades ontológicas de chorizo de pato vaporizado se atreve a decir que está soso. Hay cartas con más subordinadas que la Crítica de la Razón Pura. Carajo, ni un ingrediente sin nombrar. Pudiendo empanar, hay quien prefiere rebozar en farfolla.

Quizás sea el momento de retomar mis sueños de juventud y calzarme la capa de SuperPerolón. Siempre quise tener, en algún periódico de provincias, una esquelita en la que hablar de consomés y espirituosos. El noble oficio de la crítica, pero con un servilletón blanco ajustado al cuello. La vida, ya saben, te arroja por derroteros inesperados; pero no hay noche de ópera o mañana de exposiciones en la que no me pregunte cuándo me comí al niño que llevo dentro.

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