Aquí no hay quien viva

¡Albricias! La heroica coalición gubernativa ha tomado (otra vez) el Palacio de Invierno. Los mariscales de campo se disputan la autoría de la gesta más maravillosa de la Historia Universal: ¡se acabaron las golden visa! Una legislatura y media después, el enemigo que atenazaba a la clase trabajadora ha sido derrotado; los proletarios del mundo cantan a coro las bondades del sanchezyolandismo (desde lo juche no se conoce cosa igual) mientras se abanican con sensatísimos contratos de arrendamiento. Los pérfidos especuladores inmobiliarios huyen despavoridos ante la tenaz ofensiva del gobierno socialcomunista. Un relumbrante arcoíris cruza la península ibérica de parte a parte. Los jóvenes, liberados de las sanguijuelas rentistas, recuperan la color y la esperanza.

Más trucos que Houdini. Aún boquiabiertos por ese prodigio que fue el índice de precios (en el que podías comprobar cómo, efectivamente, tu casero te estaba robando sin que pudieses defenderte), las lumbreras ministeriales nos premian con esta ideaza. El locuaz Rajoy, que no tuvo una idea mala, se dijo un día: creo que lo que necesita el país son plutócratas que compren casas de medio kilo para arriba, que eso dinamiza la economía. Por el módico precio se incluía la residencia, el pasaporte Schengen y la libertad de tributar donde al amable potentado le saliese del níspero. Catorce mil y pico inversores aprovecharon las rebajas durante esta década ominosa, sin que el tesoro general de la nación se haya dado por aludido. ¿Son muchos? No parece. ¿Me gustaría expropiarles cada centimillo de su cartera y practicarles una amabilísima devolución en caliente? Como hay un Dios.

Sin ser yo ni economista, ni urbanista, ni nada en general, algo me dice que el problemilla habitacional que soportamos los menores de cuarenta no lo va a solucionar esta juiciosísima medida. Mi astucia (ya saben) es legendaria. Para tranquilizarnos, la ministra del ramo fue a la radio a felicitarse por este paso de gigante y a predicar las conocidas bondades de la colaboración público-privada. La doña confía en la acreditada moralidad de las constructoras españolas, que seguro segurito están dispuestas a recortar sus previsiones de beneficio en pro del bien común. «Hay negocio», dice Isabel. ¡Qué buena idea! ¡Dejemos que los narcos acaben con el crimen organizado! 

Ayuso, desde su ático, pregunta a los viandantes dónde está el problema del alquiler, si hasta el mismísimo Almeida ha conseguido (con lo que le cuesta todo) un pisito de cien metros en zona noble por ciento sesenta y cinco mil eurillos de nada

¡Calma! Si no fuera suficiente, ha asegurado que está dispuesta a usar todas sus fantabulosas competencias para actuar en los mercados tensionados, que, ya es mala suerte, están en manos de las comunidades autónomas. Van a intervenir el mercado, pero de palabra. Ayuso, desde su ático, pregunta a los viandantes dónde está el problema del alquiler, si hasta el mismísimo Almeida ha conseguido (con lo que le cuesta todo) un pisito de cien metros en zona noble por ciento sesenta y cinco mil eurillos de nada.

En fin, a la casilla de inicio: el partido de la gente que compró un par de pisitos para invertir en los ochenta se felicita internamente mientras los ministros de ultraizquierda tuitean con rotundidad. Desde lo alto del hemiciclo, la prístina voz del diputado Ábalos desciende sobre sus señorías. «Pero también es un bien de mercado». Desde el fondo, un diputado del pe pé responde entusiasmado: ¡claro, como los hospitales!

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