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Los valores del deporte

Estación Madrid-Puerta de Atocha–Almudena Grandes–la parte contratante de la primera parte. Once de la mañana. Dos aficiones se encuentran en un AVE con destino a Sevilla. Unos van de azul, otros de blanco; todos están borrachos. Espero pacientemente la cola de la cafetería. Individuos de frente estrecha y rehundida se cargan con latas rojas de Mahou, que espero que les estén vendiendo a precio de caviar beluga. Consigo un cruasán y un café mediocre; me los zampo y pongo rumbo al control de seguridad. Allí, algunos viajeros tienen problemas para seguir la línea serpenteante que lleva hasta los escáneres. Es un espectáculo bochornoso. Bufo y espero. Me flanquean unos muchachos de azul que llevan sombreros mejicanos. Parecen súbditos de su británica majestad: están sonrosados, llevan un corte de pelo ridículo y poseen la destartalada dentición de los ingleses. Se tosen alegremente en la boca los unos a los otros. Serán sus costumbres: hay que respetarlas.

En la sala de espera de la estación, que está atestada, un grupito de germanos entona una cantinela que debieron aprender cuando Arminio liquidó a las legiones de Publio Varo en el bosque de Teotoburgo. Es una melodía silábica y estúpida que, sin embargo, excita el furor de sus adversarios. Los miro, entre curioso y asqueado, y sospecho que su devoción futbolera debe de venir de muy antiguo: nada conserva tan fielmente las tradiciones como la consanguineidad.

Espero a que me dejen subir al tren y busco con la mirada a las fuerzas del orden. Consigo localizar, ya en el andén, a tres agentes que se suben y pasean entre la hinchada tosiente y desmascarillada. Atrás quedaron los tiempos en que un nacional te multaba si llevabas la nariz fuera del tapabocas. Son turistas, vienen a vomitar en nuestras calles y a dejar dinero en nuestros bares: ¡gloria a los admirables mecenas!

Son el perfecto reflejo de los famosos valores del deporte: larga vida al balompié y al Comité Olímpico Internacional

Ignoro todo sobre el fútbol, así que imagino que alguna razón poderosísima llevará a celebrar un partido entre un equipo de Fráncfort y otro de Glasgow en la capital de Andalucía. Quizás algún cargo de la Real Federación de Fútbol, ese charco de podredumbre, corrupción y alopecia, quiera nutrir a la hostelería sureña con los civilizados orines centroeuropeos.

¿Y qué si una ciudad tiene que estar en estado de sitio para que los esforzados propietarios de bares y fondas hagan su agosto en mayo? ¿Es que acaso hay un negocio más respetuoso con los derechos laborales y más comprometido con la hacienda pública que el hostelero? ¿Y qué me dicen de los clubes de fútbol? ¡Dejan a la Cruz Roja en pañales! Esa gente se llevó los partidos a Dubai para implantar allí los derechos humanos y la emancipación de las mujeres. ¡Un respeto!

Me esfuerzo en convencerme con estos argumentos mientras miro las caras de mis compañeros de viaje. Los ojos junticos, el mentón retraído, la tez salmón. Una galesa pizpireta y oronda toma su almuerzo a unos pocos asientos frente a mí. Moja unos bizcochos de chocolate en cocacola, que bebe metiéndose en la boca la botella hasta la etiqueta. Créanme, es una visión fascinante. Intento distraerme mirando por la ventana. El calor contrarreformista de la católica España asa los campos. Consulto la previsión y parece que en Sevilla están a punto de llegar a los cuarenta grados. Con un poco de suerte, entran en combustión espontánea y no dan mucho jaleo.

En unos minutos llegaré a la tórrida Córdoba y dejaré a estos mastuerzos camino de su grotesco destino. Bien mirados, son el perfecto reflejo de los famosos valores del deporte: larga vida al balompié y al Comité Olímpico Internacional.

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