El verificador

En Suiza, en lo alto de una montaña, vive un verificador. Es un ser formidable, una quimera benéfica que solo abandona su guarida en las noches cerradas: los vecinos del valle dicen que camina sin dejar huellas. Nadie lo ha visto nunca, pero, en los tiempos difíciles, los paisanos miran los riscos y su corazón se consuela.

El melenudo Puigdemont ha exigido un taquígrafo enmascarado. Han quedado en Ginebra, la Andorra güena, para hacer manitas: la terapia de parejas más cara de la historia. No envidio al propio, sea quien sea. Figúrate a un pijo de Junts, dale que te pego a la caja de pañuelos, lloriqueando una retahíla de agravios históricos (nos pusieron un AVE por provincia, industrializaron cada pedanía, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?) mientras, en el sofá de enfrente, un diputado del pesoe juega con los pulgares con cara de aburrimiento.

Negociar por persona interpuesta da mucha prestancia y no seré yo quien le reproche las ínfulas a nadie: la vida sin épica no vale nada. Lo que me intriga es quién lo paga, porque en Suiza hasta los chicles se compran a crédito. Lo mismo, si sale económico, podemos contratar el plan familiar. ¿Navajazos en la izquierda? Verificador. ¿Los presupuestos generales del Estado? Haga usted el favor. Se me iluminan los mofletes de imaginarlo: una nación entera con el check azul en la solapa. Digo más, ¿y lo bien que le habría venido a Ferrán Adriá un payo encorbatado cuando perdió la chaveta? «El tomate, ¿es un producto natural o es una realidad imaginaria que queremos creer?». Lo que se hubiese ahorrado de tener un validador hortofrutícola, con sello gofrado y pegotón de lacre: hay países cuyo PIB palidece al compararlo con el monedero del tío Gilito que le hace las camisas de fuerza de monsieur le chef.

Lo que me intriga es quién lo paga, porque en Suiza hasta los chicles se compran a crédito. Lo mismo, si es económico, podemos contratar el plan familiar. ¿Navajazos en la izquierda? Verificador. ¿Los presupuestos generales del Estado? Haga usted el favor

Excitado ante esta nueva utopía notarial, me pregunto qué diferencia a un validador de un relator y por qué la comparsa negociadora ha escogido uno en vez de otro. En mi cabezota, ambos son personajes mitológicos. Al uno, lo imagino como un bardo ancestral, un sabio intemporal que escribe el inabarcable pergamino de la historia. Al otro, como un metafísico escrutador, que entrecierra los ojillos ante el grumoso tarro de las esencias y afirma, con la rotundidad de un ángel, la naturaleza de los entes. Si estos fulanos no arreglan lo del secesionismo, apaga y vámonos.

Ah… ¡la de entuertos y matanzas que hubiesen evitado estos próceres de la resolución de conflictos, estos titanes de la concordia! La guerra francoprusiana, la querella de los antiguos contra los modernos, las asperezas de Bruno con el Santo Oficio («Giordano, eso que dices es una tontá»), qué serie de Netflix me pongo, las riñas entre Corinna y el emérito, las del emperador Carlos con su santidad, las de Peñafiel con Letizia… Ilumínanos, oh, sapientísimo consejero, ¡venturosos ruedines de nuestra democracia! España entra, por fin, en una nueva era límpida y fraternal, sin chorradas dialécticas ni confrontaciones ni bretes. Ojalá prosigamos por esta senda bienaventurada y leguemos a nuestros hijos una patria sin tribunales ni sufragios, mansamente gobernada por un verificador bondadoso que rija nuestros destinos con la finura de un reloj caro.

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