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Derecha envalentonada, PSOE acobardado, perroflautas al trullo

Javier Valenzuela nueva.

Con permiso del excelentísimo señor don Felipe González Márquez, voy a llamar régimen del 78 al régimen del 78, como al pan lo llamo pan y al vino lo llamo vino. En contra de una creencia bastante extendida en España, la palabra régimen no es sinónimo de dictadura o totalitarismo; la mismísima RAE dice que tan solo significa “sistema político por el que se rige una nación”. Puede hablarse de un régimen monárquico o republicano, presidencialista o parlamentario, liberal o totalitario, gaullista o castrista, etcétera, etcétera. El régimen del 78 no es, pues, otra cosa que el que sustituyó al franquista con la aprobación de la actual Constitución. Sí, una democracia tan amplia como lo permitía la correlación de fuerzas de aquel entonces; pero también una democracia mejorable. Como todas. No existe en ningún país una democracia perfecta, la democracia es un ideal hacia el que caminar.

Desde el 15-M, ya hace diez años, una parte significativa de la ciudadanía española piensa que ha llegado el momento de mejorar la democracia española. Hay que hacerlo porque es manifiestamente imperfecta, porque huele con frecuencia a autoritarismo, corrupción y desigualdad, porque no la escogieron nuestros hijos y nietos, porque estamos en el siglo XXI. Otra parte, sin duda, mucho más poderosa, dice que ni de coña, que incluso habría que recuperar no pocos elementos del autoritarismo y el centralismo franquistas.

Pues bien, en este otoño de 2021 resulta evidente que los conservadores y reaccionarios están más envalentonados que nunca, y, paradójicamente, lo están pese a que las elecciones de 2019 demostraran que somos más los ciudadanos que desearíamos una amplia, pacífica y democrática puesta al día del sistema.

A los progresistas los últimos acontecimientos nos están enviando el mensaje de que no hay modo de reformar lo existente, ya no digamos de cambiarlo por otro más libre, honesto e igualitario. O, al menos, no hay modo alguno de hacerlo desde las instituciones. Se generaliza la sensación de que no hay juego limpio en el partido entre conservadores y progresistas, de que el árbitro está obscenamente a favor de los primeros. ¿Cómo explicar si no lo ocurrido con Alberto Rodríguez, el diputado canario de Podemos? En primer lugar, se nos proclama que el mero testimonio de un policía, sin pruebas materiales adicionales, es suficiente para condenarte. En segundo, se nos confirma que la cúpula del poder judicial siempre va a darle la razón a un policía frente a un perroflauta. Y por último, descubrimos que, por socialista que se diga, la presidenta del Congreso se acobarda ante las presiones de los togados ultras y sus ruidosos compinches de la derecha política y mediática.

Y así, por una supuesta patada a un agente hace siete años, a Alberto Rodríguez le birlan el escaño que, en el ejercicio de la soberanía popular, le dieron decenas de miles de canarios hace tan solo dos años. Se me ocurren un montón de calificativos para este hecho, pero voy a ser cauto y llamarlo democracia ejemplar. Como voy a llamar separación de poderes al impúdico espectáculo que ofrece una cúpula del poder judicial abiertamente conservadora y más caducada que un yogur de 1963 cuando, con creciente frecuencia y jovial desvergüenza, le da la razón de oficio al PP y Vox en contra de los que no son el PP y Vox. Ya ni tan siquiera hay la menor duda de qué sentenciarán el Supremo y el Constitucional en casos políticos. Antes intentaban dar una de cal y otra de arena, ahora todas las tarjetas amarillas o rojas las reciben rojos, perroflautas, nacionalistas periféricos y demás gente de mal vivir.

¿Y qué decir del Campechano, ahora llamado El Emérito, cuyos voceros nos anuncian que se da por hecho que la fiscalía y la inspección de Hacienda pronto cerrarán sin cargos cualquier investigación abierta por sus cobros de comisiones fiscalmente opacas en el ejercicio de su cargo? Las presuntas faltas, irregularidades o delitos habrán prescrito, habrán sido cometidas cuando era inviolable o, pura y simplemente, se habrán traspapelado en algún despacho. El Emérito, se nos dice alegremente desde las teles, volverá a casa por Navidad y, añado yo, será aplaudido como un héroe y un mártir por los políticos y periodistas cortesanos. ¡Al trullo con el robagallinas, desagravio para el monarca! Aunque esto me suene muy Ancien Régime, seguiré siendo prudente y daré en llamarlo una estupenda monarquía parlamentaria.

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Todo ello, y mucho más que seguro les viene a ustedes a la cabeza, ocurre bajo un Gobierno de coalición de izquierdas. Un Gobierno que ni deroga los aspectos más lesivos de la reforma laboral de Rajoy y la llamada Ley MordazaLey Mordaza, ni consigue bajar el precio de la luz por miedo a las eléctricas y a Bruselas, ni se atreve a ponerle coto a los excesos de los policías y jueces ultras. Y todos sabemos por qué. Porque su parte senior se siente más próxima al régimen del 78 que a su socio junior, al que ningunea y humilla sin reparos. Y si no me creen en lo de estas proximidades, pregúntense por comportamientos como el del señor Antonio Miguel Carmona.

No, no se trata tan solo de un caso individual: estos días comprobamos cómo se trata de una actitud colectiva. A la discreta, laboriosa y eficaz vicepresidenta Yolanda Díaz, que lleva meses trabajando con los agentes sociales en el asunto de la reforma laboral, le quiere robar la cartera la vicepresidenta Nadia Calviño, buena amiga de Bruselas, los bancos y la CEOE. Lo quiere hacer impúdicamente, en vivo y en directo, para que no les quepa la menor duda a sus patrocinadores.

La derecha y la ultraderecha rugen enfervorizadas en las gradas del estadio patrio viendo cómo los suyos marcan gol tras gol con su apoyo y el del árbitro. Los progresistas se descorazonan y su creciente desafección con el régimen del 78 y hasta con el actual Gobierno solo puede conducir a su inasistencia en las próximas citas electorales.

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