Francia o cuando el mal menor huele a podrido

Soy de los que piensan que si Francia no existiera habría que inventarla. Nuestro vecino septentrional lleva unos cuantos siglos siendo un referente de libertad, cultura y refugio para Europa y buena parte del planeta. Su excepcionalidad, tan detestada por los gobiernos de Washington y Londres, que querrían un París sumiso y convertido en un mero parque temático, ha sido luminosa en muchos momentos históricos particularmente oscuros. Recuerden, por no ir más atrás, la invasión estadounidense de Irak de 2003.

Me duele, pues, lo que allí está ocurriendo ahora, me duele que millones de franceses progresistas se vean obligados a escoger en la segunda vuelta de la elección presidencial entre lo malo y lo peor, entre el PP y Vox podríamos decir españolizando un dilema cruel. He leído con atención las reflexiones de mi colega Edwy Plenel publicadas este miércoles en infoLibre. Y comparto muchas de ellas. Empezando por la de que ha sido la deshonestidad de Macron lo que ha dado alas a la ultraderecha, a la par que ha hecho muy difícil a la izquierda votar por él. Lo más remarcable de sus cinco años en el Eliseo ha sido la arrogancia, el autoritarismo y los recortes sociales. Las clases trabajadoras y medias de Francia viven hoy peor que en 2017.

Es muy interesante también que Plenel recuerde que, en contra de lo que mucha gente cree, la ultraderecha está presente en Francia desde la mismísima revolución de 1789. Los reaccionarios, los enemigos de los valores de libertad, igualdad y fraternidad, no han dejado desde entonces de pugnar por el regreso a L´Ancien Regime. Con o sin monarquía, pero, desde luego, con autoridad, privilegios y egoísmo. Estuvieron en la revuelta de la Vendée, en la represión de la Comuna, en la persecución del capitán Dreyfus y en el movimiento Action Française. Monárquico, antisemita, nacionalista y antiparlamentario, Charles Maurras (1868-1952) fue su faro ideológico en la primera mitad del siglo XX.

Cierto es que la ultraderecha aún no ha ganado unas elecciones generales en Francia. Pero la gobernó desde Vichy entre 1940 y 1944, con el régimen totalitario y pronazi del mariscal Pétain. Todavía peor, la derrota de Vichy no acabó para siempre jamás con la peste ultra. Resurgiría con el terrorismo de la OAS y, luego, con la pujanza del Frente Nacional del xenófobo Jean-Marie Le Pen, convertido ahora en la Agrupación Nacional de su hija Marine.

Aunque ya estuvo presente en 2002 y 2017 en la segunda vuelta de la elección presidencial, la ultraderecha no ha estado nunca tan cerca como ahora de llegar al Elíseo a través de las urnas. Y, como señala Plenel, nunca esta posibilidad ha despertado menos miedo y oposición, incluso entre muchos franceses de izquierdas. Plenel propugna sin rodeos el voto antifascista el próximo domingo, el voto con la nariz tapada a favor de Macron, pero reconoce que no pocos de sus amigos y compañeros no están tan seguros como él, se sienten fuertemente tentados por la abstención o el voto en blanco. Y no los estigmatiza por ello.

El fascismo 2.0 es una amenaza real, pero el mero antifascismo es cada vez menos una motivación suficiente para que acudan a votar los que se sienten desheredados del sistema y traicionados por los progresistas cuando estos alcanzan el gobierno

¿Qué ha ocurrido para que pueda darse en Francia algo que ya se ha dado en otros países democráticos, ese principio del fin de la utilidad de votar por el mal menor al que aludía aquí mismo Cristina Monge? Mencionar la “normalización” política y mediática de la ultraderecha practicada en los últimos años a uno y otro lado del Atlántico es correcto, pero no supone una explicación suficiente. Creo que el centroderecha y el centroizquierda tradicionales tienen que hacérselo mirar. En la primera vuelta francesa, la suma de los votos cosechados por los republicanos herederos del gaullismo y los socialistas nietos de Mitterrand apenas alcanzó el 6´5% del total. Esto prueba lo colosal de su falta de credibilidad. No me extraña cuando recuerdo la adhesión entusiasta de unos y otros al credo neoliberal, su falta de empatía con los sufrimientos de la gente, su aburrida repetición de las supuestas maravillas del sistema vigente, su negativa a plantearse en serio su reforma en profundidad,  

Tienen que hacérselo mirar en Francia y no solo en Francia. Llevamos varios lustros de creciente cabreo popular. Cabreo de los trabajadores, de los jóvenes, de las clases medias. Cabreo a uno y otro lado del Atlántico. En gran medida fue ese enfado el que en 2016 llevó a Donald Trump a la Casa Blanca con más de 60 millones de votos, cifra que, aunque no ganara, aumentó en 2020. Demagogia, populismo, llámenlo como quieran los editorialistas bizcochones de los medios convencionales, lo cierto es que el multimillonario les pareció más próximo que sus rivales del establishment político a muchos pobres norteamericanos.  

Yo no descartaría un escenario electoral español en el que los nacionalistas liberticidas de Vox fueran la primera fuerza, el PP la segunda y la izquierda, tanto la socialista como la ahora encarnada por Unidas Podemos, llegara después a la meta. El fascismo 2.0 es una amenaza real, pero el mero antifascismo es cada vez menos una motivación suficiente para que acudan a votar los que se sienten desheredados del sistema y traicionados por los progresistas cuando estos alcanzan el gobierno. Si cuando gobierna, la izquierda no se atreve a poner el cascabel al gato de las eléctricas y los bancos, no establece mecanismos estructurales para que los salarios y las pensiones no sigan perdiendo poder adquisitivo, no se atreve a subirles un poquito los impuestos a los ricachones para detener el deterioro de la sanidad y la educación públicas, entonces, piensan muchos de sus electores, que no nos lloren desconsoladamente en las noches de sus derrotas electorales.

Cita Plenel en su artículo una frase de Victor Hugo a la que también me aferro: “Salvemos la libertad, la libertad salva el resto”. Viví cuatro años en París como corresponsal de El País a comienzos de la década de 1990. Trabajé mucho, aprendí mucho, tuve allí una hija y fui feliz en muchos momentos. Le deseo lo mejor a Francia. Por ella y por todos nosotros. Así que supongo que sí, que si fuera francés y estuviera este domingo en la tesitura de Plenel, haría como él y votaría al cínico Macron. Lo haría “con dolor para conjurar el horror”. 

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