Democracia pixelada

La sociedad del calamar

Miguel Álvarez-Peralta.

Como a 130 millones de espectadores, también me hipnotizó y repugnó El juego del calamar (The Squid Game). El éxito global de esta serie no tiene precedentes, y hay un fuerte debate social sobre qué lectura hacer del fenómeno. Según Netflix, va camino de ser su producto más exitoso de todos los tiempos. Ya en su estreno, con 4 millones de espectadores al día durante el primer mes, ha desbancado a bombazos como Bridgerton, Stranger Things o La Casa de Papel. Aunque la medición de audiencias en este tipo de plataformas es opaca e imposible de contrastar, también Google afirma que las búsquedas relacionadas con The Squid Game eclipsan las de cualquier otro título. Según un documento filtrado a Bloomberg, los beneficios de esta filmación multiplican por cuarenta sus costes de producción, algo nada habitual incluso en el cine más comercial (taquillazos con diez veces más presupuesto, como Avatar, Titanic o Harry Potter como mucho se amortizaron cuatro veces en taquilla, pero no cuarenta). La firma de zapatillas Vans, que visten sus protagonistas, sostiene que sus ventas aumentaron un 7.800% desde el estreno. Es número uno en países de todas las culturas y religiones, por todo el planeta. Y los críticos llevan días dando vueltas a qué valoración hacer de los arrolladores niveles de audiencia que logra esta serie surcoreana.

Desde un punto de vista sociosemiótico, no es inmediato decidir si esta es una buena o mala noticia. Hay evidentes efectos negativos (homogeneización cultural global) y positivos (¿no es una evidente denuncia del capitalismo, como ha interpretado Pablo Iglesias?). La serie es extremada y explícitamente violenta, pero esa no es la causa de su éxito. Tan violenta es, que el Consejo Audiovisual de Cataluña ha pedido que no se permita ver a los niños, tras la denuncia de algunos profesores de primaria de que muchos escolares están imitando los juegos y pruebas de la serie en el patio de recreo. La misma alerta se ha dado en Bélgica, Inglaterra o Estados Unidos. Aun así, no son la representación explícita del dolor y la muerte lo que motiva mi duda sobre cómo leer este fenómeno.

En El juego del calamar ―tranquilos, no haré spoilers, sólo cuento la sinopsis oficial— un grupo de jugadores desesperados compite en pruebas terribles por un cuantioso premio en metálico. Nada que no hayamos visto antes, ¿por qué entonces está colonizando pantallas de los cinco continentes a un ritmo vertiginoso, como ninguna serie antes? ¿Qué lecturas políticas tiene sentido hacer sobre este nuevo hype?

Algo más que un jueguecito violento

Si la serie funciona tan bien, además de por lo acertado de su confección cinematográfica a todos los niveles, con una correctísima factura estética, narrativa e interpretativa, es sin duda porque toca algunas “teclas de época”. No es innovadora en su planteamiento, es innegable que hemos conocido muchas tramas similares (desde Los juegos del hambre, hasta Alice in Borderland, pasando por Cube o la española El hoyo). Hacer de la competición para sobrevivir un espectáculo ha sido un vicio morboso transhistórico y transcultural, desde el antiguo ulama azteca y el pankrátion griego, pasando por el circo de gladiadores romano, hasta los cómic manga japoneses actuales, como Battle Royale o Liar game.

También fueron consideradas ultraviolentas en su día ciertas películas de Tarantino, Von Trier, Haneke o Kubrick, y sin duda no fue esta la faceta que explicó el impacto cinematográfico de directores tan reconocidos (aunque inferior en términos de audiencia al de esta serie). Junto a la innovación formal de sus obras, tuvieron la habilidad para recoger y a la vez hacer algo con el zeitgeist zeitgeist de sus contextos, para intervenir en el clima sociocultural del momento. La clave no es la ultraviolencia, ni la estética, tampoco el tema, nada de eso permite explicar el boom sin precedentes de esta serie. A ningún espectador atento se le escapará que lo que hace muy bien El juego del calamar es plantear abierta y explícitamente una metáfora del tiempo que vivimos, del punto crítico que están atravesando las sociedades del capitalismo desarrollado contemporáneo.

Si no es tan evidente que su éxito sea buena o mala noticia, es porque no es fácil decantarse entre dos conocidos efectos del visionado. Primero, el extrañamiento ante la propia realidad vivida, la denuncia de la barbarie que no por cotidiana deja de ser insoportable, pero también su opuesto: la asunción y normalización de esa bestialidad cotidiana, la insensibilización ante el espectáculo de su dolor. Harán falta estudios futuros de recepción serios, con perspectiva, para saber qué efecto predominó entre sus espectadores. ¿Sorpresa o catarsis? ¿Aceptación o rechazo? ¿Son acaso incompatibles? ¿No podemos progresar en ambos sentidos al mismo tiempo, insensibilización y repulsa, dependiendo de los humores que se nos activen en cada momento?

De lo que no me cabe duda, es de que El juego del calamar corre como reguero de pólvora porque reproduce algo más que jueguecitos salvajes. Funciona como audiovisual global porque ofrece algo más que una estetización sangrienta de la crueldad. Veamos en qué consiste su intención metafórica desde y contra esa fantasía que es la sociedad-mercado.

Metáfora de una época

El guion de esta serie pone en escena un conjunto muy reducido de elementos. Su imaginario es lúcidamente sencillo y, sin embargo —o gracias a ello—, las subtramas psicológicas llegan a tener bastante hondura. No relato nada que no cuenten el tráiler o la sinopsis, insisto: no destriparé ninguna trama. Básicamente muestra personas de clases medias y bajas que, agobiadas por su endeudamiento crónico y las peripecias de sus precarias vidas, se embarcan en una competición por superar una serie de pruebas, con el objetivo de repartirse entre los ganadores un botín tanto mayor cuantos más compañeros hayan quedado descartados en el camino. El desarrollo y final a partir de este planteamiento son, en cierta medida, a la vez previsibles y arbitrarios. Son lo de menos.

Ya desde la presentación, veremos a iguales luchando encarnizadamente en juegos que involucran factores de suerte, inteligencia, brutalidad y esfuerzo tanto físico como psicológico. Todo para perseguir la promesa de una vida diferente y mejor, más libre, que para la mayoría —lo presienten desde un principio— jamás se hará realidad. No sólo en el juego, también fuera de él, en el trabajo, en el mercado financiero, en las casas de apuestas. Se enganchan voluntariamente a esa estafa, a la esperanza de salir a flote, de escapar de la deuda eterna y la mediocridad omnipresente, porque “lo de ahí afuera también es infierno”.

Todo ese juego-mercado competitivo, la idea de entregar los cuerpos a cambio no ya de dinero, sino de la esperanza de progreso vital, se realiza en última instancia para entretenimiento y negocio de una élite ociosa, necesitada de nuevos hipódromos en los que intercambiar sus apuestas. El sufrimiento humano o la salvación son sólo efectos colaterales de su casino financiero. Lo cual también nos suena conocido: el autor ideó la serie en 2008, en pleno crac bancario global. Los productores la tuvieron diez años en un cajón, pero el público de hoy ya está preparado para entender la metáfora.

Unos cuerpos armados salvaguardan el orden en esta microsociedad desregulada para mantener su apariencia democrática. El aparato represivo que, como explicara Althusser para nuestras sociedades, opera allí donde falla el aparato ideológico. En algún momento, al verles actuar, los protagonistas del juego recuerdan la violencia policial que vivieron en las huelgas durante la crisis surcoreana, y la solidaridad entre trabajadores. La policía del juego vela en todo momento (con excepción de alguna corruptela, tolerada siempre que no ponga en riesgo al conjunto) por el cumplimiento de las escasas normas del juego, sólo tres: no se puede dejar de jugar; como en el mercado laboral, quien se niegue a jugar será eliminado. Pero todo puede detenerse y acabar en el momento que lo vote la mayoría. Las conexiones sistémicas con nuestra realidad son múltiples, orgánicas, innegables. Es una metáfora flexible y eficaz: ese el principal factor de su éxito.

Performatividad de las metáforas

Desde los llamados Estudios del Discurso, solemos insistir a nuestros alumnos en la idea de performatividad, del potencial que tienen las construcciones simbólicas para terminar forjando realidades. Del poder que les damos, mejor dicho, bajo ciertas condiciones o en determinados contextos, para desplegar consecuencias materiales. Frases como “queda absuelto de todo cargo” o “yo os declaro marido y mujer” son sólo palabras, símbolos que ordenan metáforas. Pero según quien las pronuncie, por ejemplo si viste toga o sotana y estamos en un tribunal o una iglesia, ocasionarán a sus oyentes inevitables consecuencias personales y vitales, gracias precisamente a su eficacia performativa.

Que no exista un Dios perseguidor de impíos, no impide que esa idea y sus diversas narrativas, de manera performativa, hayan alimentado múltiples genocidios a lo largo de la historia, por ejemplo. Que las ideas de izquierda y derecha políticas sean sólo metáforas, no impide que durante más de medio siglo hayan establecido particiones electorales simétricas y bipartidistas en la muy asimétrica sociedad de clases. Metáforas eficaces, en sus efectos pragmáticos. Un billete es un signo impreso en papel, la metáfora de algo valioso, que es el trabajo humano. Igual que una bandera es sólo la sinécdoque de un territorio, pero en virtud de sus derivas performativas, billetes y banderas sirven para iniciar guerras, destruir vidas y consolidar o subvertir órdenes sociales. La performatividad performatividad es el motivo por el que usamos lenguaje. Es sólo una idea, o sea, son hechos.

Por esto no tengo tan claro si el éxito de El juego del calamar es una noticia maravillosa o terrible. Si debe darnos esperanza o pavor. ¿Predomina entre los niños que juegan sus juegos la dimensión crítica o la performativa? ¿Acaso triunfa por su denuncia del mercado laboral desregulado, del vaciamiento de contenido de las democracias reconvertidas en gran casino? ¿Arrasa porque sus millones de espectadores conocen o intuyen las consecuencias del sistema de “deudocracia”? ¿Porque pone en pie una verdad horrenda que nos resulta conocida, y al horrorizarnos nos prepara para confrontar con ella?

¿O tiene la serie más bien el efecto contrario, de fortalecer la ley de la jungla al presentarla como inevitable? ¿De hacer cumplir performativamente la metáfora social que supone: “es lo que hay, así somos los humanos, hay que aceptarlo”? No faltarán respuestas poco reflexivas que se apresten a afirmar que si la difunde Netflix sólo puede ser útil al sistema, o algo así. Como si la plataforma no fuera en el fondo un clan de bolsillos privados más atentos a enriquecerse pronto y mucho que a la sostenibilidad de sus propias prácticas sociales. Pablo Iglesias ha sido voluntarista pero mucho más agudo: la cultura no circula nunca en sentido único y vertical, es de naturaleza dialéctica y contradictoria. Y la respuesta depende de todos nosotros.

La esencia del ser humano

En mi lectura de esta serie, lo que quiero resaltar es que esta trama refleja la ambivalencia humana, tanto en un plano individual como colectivo. La ideología neoliberal, triunfante desde finales de siglo, viene repitiendo la metáfora de que el hombre es un lobo para el hombre. La idea performativa de que el mundo laboral, empresarial, las finanzas, la política, o la propia universidad, son y deben ser una despiadada carrera de todos contra todos, donde las reglas se vulneran constantemente y en las que no se triunfa precisamente gracias a un elevado sentido de la ética. Que nada es gratis, ergo todo tiene un precio. Que necesitamos construir marca personal —ser producto, y promocionarnos― antes que lazos de cooperación. Que cada vez somos más mercado y menos sociedad, que de hecho there is no society, there are only individuals, como sentenció la prócer de esta época.

Pero nada de eso es cierto, y lo que también nos muestra El juego del calamar (y la vida, constantemente) es que el mismo ser humano es capaz de lo mejor y lo peor en contextos límite. Estamos capacitados para la cooperación más altruista y la peor crueldad, en virtud de los constructos mentales que se nos activen en cada momento. De las metáforas y narrativas que guíen nuestra acción en cada contexto. Por eso hay que cuidarlas entre todos. No hay algo así como una “esencia” inmutable del ser humano, salvo quizá, la constatación de que podemos construirnos en uno u otro sentido. Y así lo hemos hecho, a lo largo de la historia. Sabemos ser lobo y ser sagrados para nuestros iguales, podemos tirar de uno u otro hilo y desarrollarnos en ambas direcciones. Esa es otra lectura política inevitable de esta serie y del fenómeno social asociado.

Si pensamos en la sociedad como salvaje carrera de ratas, cada vez lo será más. Esa metáfora gobernará nuestros actos hasta hacerse realidad. El exceso de evidencia hace innecesarios los ejemplos, y la serie ofrece muchos. Es lo que Mark Fisher ha llamado Realismo Capitalista, la sensación generalizada de que el capitalismo es el único sistema viable, la imposibilidad, aunque sepamos que es insostenible, de imaginar alternativas al mismo.

Pero si en cambio decidimos y logramos ver y contarnos la sociedad como una gran familia solidaria, o como un tejido entrelazado e interdependiente con otras especies, si hacemos de nuestra auto-metáfora una invitación a la cooperación para el progreso —más aún, si logramos articular nuevas nociones compartidas de progreso, superando así la ‘deconstructivitis’, esa postmoderna y adolescente etapa epistemológica de la humanidad fascinada ante su propio poder deconstructivo— también esa metáfora humanista se desplegará performativamente, con todas sus consecuencias. Ejemplos históricos de ello tampoco faltan. Y también es ese deseo, esa sed de sociedad la que nos mantiene pegados a la pantalla capítulo a capítulo.

No hay una esencia humana. Somos dignos de lo mejor y lo peor, podemos trabajar nuestra naturaleza a partir de muy distintas narrativas y metáforas. A las élites les ha interesado que pensemos y vivamos la sociedad-mercado como una carrera de ratas (en la que ellos son sólo las ratas más gordas y rápidas, que parten con ventaja), pero esta condición insolidaria no es inmanente a nuestra especie. Si vivimos de acuerdo a ese relato, si decidimos jugar al juego del calamar con la esperanza de destacar entre la masa y liberarnos, si aceptamos ser cada vez más un mercado sin normas, cada vez seremos menos una sociedad. Y viceversa. Es imposible ser cada vez más las dos cosas. La sociedad-mercado es un oxímoron, una fantasía de laboratorio, cuya representación en pantalla nos fascina por ser a la vez tan real, tan cotidiana y tan imposible.

Como nos enseñó Umberto Eco, el significado social de El juego del calamar, y de su espectacular resonancia transcultural, no está en su guion, ni en su próxima temporada, ni siquiera en la intención del autor: está en nosotros, aquí y ahora. En la “guerrilla semiológica” que podamos desplegar, como bien hace Iglesias, no en el lugar de la enunciación, sino en los de la recepción. En nuestra capacidad para hacer judo con su trama y desambiguar su sentido social rompiendo con nuestras propias dudas: leerla como lo que ya está siendo, una denuncia del turbocapitalismo salvaje y del lugar al que arroja a la humanidad. Un canto a la (estratégica) “esencia humana”: la capacidad de amar, empatizar y cooperar con el prójimo para salvarnos juntos. La capacidad de ser sociedad antes que mercado. Por eso, la más importante es la tercera regla del juego: todo puede cambiar en el momento que lo desee la mayoría. Mayoría. Deseos. El verdadero terreno de juego.

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