Hace hoy cincuenta años, cinco hombres fueron asesinados por la dictadura. Tres de ellos pertenecían al FRAP y dos a ETA. A los tres del FRAP los mataron en Hoyo de Manzanares, en la sierra de Madrid; a los militantes de ETA, en Burgos y Barcelona. El día 1 de octubre de 1975, solo cuatro días después, con el mundo en contra, desde el Vaticano a la sociedad civil internacional, el Régimen español, una dictadura desquiciada, aislada, agonizante, en un estertor de seguir mostrándose en pie, en un amago de exhibir una fortaleza que ya no tenía, pero con la necesidad de aparentar algún control sobre la Historia, convocó al pueblo en la plaza de Oriente de Madrid. El dictador, enfermo y tembloroso, salió al balcón, flanqueado por el futuro rey Juan Carlos y otros hombres, y justificó lo inefable con estas palabras: “Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social que, si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”.
Aquella fue la última vez que Franco habló. Quedaba un mes y veinte días para que muriera. España era la última dictadura de Europa occidental. Y hoy es tiempo de preguntarnos por qué resuenan aquellas palabras todavía en algunos discursos políticos, cuál es la sinrazón de la pena de muerte que todavía existe en demasiados países, qué dejó atrás nuestra transición a la democracia.
Escribió Albert Camus en Reflexiones sobre la pena de muerte que en este acto no es menos indignante el castigo que el crimen y que este nuevo homicidio, lejos de reparar la ofensa inferida al cuerpo social, añade una nueva mancha a la primera. Porque el único objetivo de las penas de muerte es la ejemplaridad. Pero los verdugos, los autores intelectuales de esos crímenes, saben que esa publicidad, además de despertar instintos de incalculable repercusión y que terminan un día por satisfacerse en un nuevo asesinato, corre el peligro de provocar asco y rechazo en la opinión pública. Y la dictadura lo supo perfectamente. La urgencia, el secreto y la oscuridad que se ciernen sobre la historia de Xose Humberto Baena, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo, Ángel Otaegui y Juan Paredes Manotas tiene que ver con el final terrible de un Régimen que desoía el cambio de los tiempos, pero que escondió sus huellas, y con unos muertos todavía incómodos que nos siguen hablando hoy.
La Constitución Española suprimió la pena de muerte en 1978, excepto lo que dispusieran las leyes militares en casos de guerra. No fue abolida totalmente hasta 1995. Pero, lamentablemente, no es una conversación extinguida. En 2024, el mundo alcanzó los máximos de ejecuciones registrados en una década: al menos 1.518 personas fueron asesinadas en crímenes de Estado. Sin contar los países del este asiático, cuyos datos son un agujero oscuro, Oriente Medio es la región donde más ejecuciones se han llevado a cabo en el último año. Irán (972), Arabia Saudí (345) e Irak (63). Estados Unidos ejecutó a 25 personas en 2024.
Cuando sucedió aquella madrugada del 27 de septiembre de 1975, alguien dio órdenes de que los últimos fusilados de la dictadura, destinatarios de sentencias escritas sin someterse a ninguna garantía, menores todos de treinta y dos años, condenados a pena de muerte en cuatro consejos de guerra, fueran asesinados sin testigos, contradiciendo las normas del Código de Justicia Militar, alguien llamaría y diría a qué hora y dónde, lejos de la ciudad, alguien que sabía que había que esquivar las protestas y la imagen, alguien seleccionaría a los voluntarios para los pelotones, alguien se ofrecería voluntario. Cuál fue la mecánica de aquellas muertes. La memoria, esa palabra tan manoseada políticamente cuyo contenido a veces se intenta que no sepamos descifrar, son, en realidad, cuestiones muy concretas, y también debe recoger todo eso: los nombres y apellidos de la indignidad.
La diversidad de ideologías es un asunto vertebral del sistema democrático, pero la exaltación de la dictadura no lo es
Nací en democracia, agradezco a quienes pusieron el cuerpo y la palabra la consecución de los derechos y libertades que hoy disfruto. Y a la vez creo también que hay fracasos que se extienden a este presente histórico que pueden detenerse. La diversidad de ideologías es un asunto vertebral del sistema democrático, pero la exaltación de la dictadura no lo es. Por qué nos cuentan los profesores de las secundarias de este país que muchos estudiantes ensalzan aquel tiempo que, como yo, tampoco vivieron. La laguna educativa en asuntos de la Historia reciente es profunda, y debe ser aliviada.
Ojalá el aniversario de este hecho terrible que supuso un punto de inflexión para un periodo largo y oscuro nos sirva para conversar sobre la relevancia de mantener una democracia plena y salubre. No se puede remover lo que sigue agitado. Un país donde seamos capaces y libres de rebelarnos ante cualquier poder, de manifestarnos sin miedo, de señalar y alertar ante los discursos extremos y violentos. Ojalá conservar el privilegio de vivir sin terror. De hablar, de sentarnos a sostener ciertas conversaciones. De nombrar. Pero también puede servir para exigir el conocimiento, las sinergias de un Estado que se llamaba también España y que acabó sus días violando el más importante de los derechos humanos, el derecho a la vida. Porque la memoria también es un derecho y así deberíamos exigirlo a quienes la niegan y a quienes han sido tibios en su consecución.
_________________
Aroa Moreno, escritora, acaba de publicar ‘Mañana matarán a Daniel’, novela cimentada en una exhaustiva investigación sobre los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975 en Hoyo de Manzanares.
Hace hoy cincuenta años, cinco hombres fueron asesinados por la dictadura. Tres de ellos pertenecían al FRAP y dos a ETA. A los tres del FRAP los mataron en Hoyo de Manzanares, en la sierra de Madrid; a los militantes de ETA, en Burgos y Barcelona. El día 1 de octubre de 1975, solo cuatro días después, con el mundo en contra, desde el Vaticano a la sociedad civil internacional, el Régimen español, una dictadura desquiciada, aislada, agonizante, en un estertor de seguir mostrándose en pie, en un amago de exhibir una fortaleza que ya no tenía, pero con la necesidad de aparentar algún control sobre la Historia, convocó al pueblo en la plaza de Oriente de Madrid. El dictador, enfermo y tembloroso, salió al balcón, flanqueado por el futuro rey Juan Carlos y otros hombres, y justificó lo inefable con estas palabras: “Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social que, si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”.