Plaza Pública

Una emigrante privilegiada

Durante las últimas semanas he conocido, a través de infoLibre, las peripecias personales de varios protagonistas de eso que el gobierno del PP llama "movilidad exterior""movilidad exterior", o "gusto por la aventura", y que el resto de españoles denominamos jóvenes emigrantes en busca de trabajo; ejemplos individuales de un colectivo que, según el Instituto de la Juventud, supone casi trescientos mil jóvenes obligados, entre 2009 y hoy, a buscar en el extranjero un futuro laboral y profesional que no han encontrado en España. Ninguno de ellos –como el resto de personas de cualquier edad que han optado por la emigración– figuran en las cifras del paro, ya demasiado vergonzantes, que se han hecho públicas este martes. Están fuera del sistema, "obligados a abandonar el país –según la Marea Granate– por los recortes en ciencia, en derechos sociales y la precarización del mercado laboral". Esta organización cifra en setecientos mil los jóvenes que han emigrado, y el Consejo de la Juventud y la organización Juventud Sin Futuro coinciden en que el 80 por ciento desearía volver, pero solo 14 de cada cien consideran viable el retorno.

Frente a los testimonios a que antes me refería, quiero hablar ahora de un caso que me atañe directamente: Soy el afortunado padre de una inmigrante privilegiada. Hace hoy un año la despedí en el aeropuerto de Barajas camino de la lista de embarque hacia Inglaterra. Dos meses antes, en vísperas de defender su proyecto de fin de carrera en la Escuela de Ingenieros de Caminos, había realizado un agotador examen de casi cinco horas –exclusivamente en inglés, off course– para ser admitida en una multinacional de Estados Unidos de Norteamérica, dedicada a proyectos de ingeniería; poco después la comunicaron que había sido seleccionada y que debía incorporarse al trabajo en unas oficinas de la empresa en las cercanías de Londres.

La primera sorpresa –al margen de que el sueldo anual, modesto pero profesional, superaba con mucho las paupérrimas cifras que en España suelen camuflarse como "año de prácticas", o "contrato de formación"– provino del aviso de que la multinacional ponía a su disposición una bolsa de mil libras "para gastos de desplazamiento e instalación" al margen del sueldo. Pronto supe que había tenido lugar un pequeño acto de recepción, y que entre las normas de trabajo se encontraba un horario flexible, dentro de unos márgenes, para que cada empleado pudiera compaginar mejor su vida laboral y personal; había incluso la posibilidad de "comprar" un cierto número de días extras de vacaciones con horas de actividad que excedieran las marcadas. La guinda, menor pero significativa, la ponía el cese de actividad a media tarde del viernes para que los compañeros pudieran confraternizar con unas cervezas, que el último viernes de mes corrían a cuenta de la empresa.

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¡Y todo eso en una multinacional originaria del país emblema del capitalismo mundial! Tuve que apartar los signos de admiración y sorpresa, a la vez que me desembarazaba de viejos clichés: todo eso forma parte del capitalismo; de ese capitalismo, inteligente y eficaz, que busca maximizar beneficios por las vías de la innovación, del producto bien hecho, de la oferta competitiva y se aleja de la espiral funesta de retribuciones escasas, trabajadores descontentos y producción tan cuantiosa como mediocre. Ese capitalismo que hizo exclamar a Henry Ford, el creador de la marca de automóviles: "¿Bajar salarios? ¿Y quién comprará mis coches?". Lo que he conocido en España es otra cosa, la llamen como la llamen. Aquí se pasó de los cupos de exportación e importación en manos de los jerarcas del franquismo a la "cultura del pelotazo" a lomos de información privilegiada y especulación; se hablaba de "crear valor" con artificios financieros; de conseguir concesiones públicas, aunque hubiera que ceder un porcentaje al cargo o al partido que las repartía. Quien hablaba de trabajo bien hecho, de cumplir los compromisos adquiridos, estaba destinado al ostracismo; se trataba de ingenuos a los honestos, y el cinismo y las apelaciones a que "hay que trabajar más por menos para salir de la crisis" se convertían en la lógica de la corrupta cúpula empresarial. Y a ese entramado de abusos y explotación le llamaban ser liberal, "cumplir con las normas del mercado", "no gastar lo que no se tiene", "devaluar los salarios para ser competitivos"... Mantras a la moda para intentar engañar a quienes perdíamos derechos; técnicas para sustituir la rebelión por la resignación, coartada para el "sálvese quién pueda", aquí con el trabajo precario, la pensión o el mísero subsidio, o fuera con la citada "movilidad exterior" sustituta del Vente a Alemania, Pepe.

Cierto que todo ha cambiado, al menos en parte. El emigrante sin cualificación de los sesenta, representado por Alfredo Landa, ha sucedido en estos años "la generación más preparada de la historia": dos de cada tres emigrantes jóvenes tiene estudios superiores; otra cosa es que consigan un puesto acorde con su preparación. Y en este punto se da la gran paradoja que rompe con tópicos establecidos como verdades universales: la multinacional en que trabaja mi hija realiza buena parte de sus procesos de selección europea en España, y aquí solo examina a ingenieros titulados por la Universidad Politécnica de Madrid, un centro público cuya cualificación se sitúa varios escalones por encima de los de otros países europeos. La cruz de esta paradoja no es individual, sino colectiva. Formar a un ingeniero de Caminos en la universidad pública española tiene un coste, según las cifras que he consultado, de alrededor de trescientos mil euros. Un dinero sufragado con los impuestos de todos los españoles que, en otras condiciones revertiría en los trabajos especializados que desarrollarían en nuestro país y generarían riqueza... y que las empresas extranjeras (como en la que trabaja mi hija) obtienen sin haber aportado ni un solo euro en la formación.

No es el caso, individualizado y privilegiado, de mi hija; son decenas, centenares de miles de jóvenes que se han formado en España con un alto coste para todos, y que, a medio y largo plazo, van a crear riqueza en el extranjero. Un Gobierno que basa la salida de la crisis en la emigración y el turismo nos condena a un futuro al servicio de los países que sí practican una capitalismo inteligente y saben utilizar la capacidad y preparación de nuestros profesionales.

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