La sorprendente intervención de Calviño y los clientes vulnerables de los bancos

Hace unos días la vicepresidenta primera, Nadia Calviño, sorprendía con una rotunda intervención en el Congreso de los Diputados en contestación a Espinosa de los Monteros. Aludiendo a quienes de una forma u otra se están viendo beneficiados por las medidas del Gobierno, la vicepresidenta enumeró uno a uno los instrumentos de protección que se han ido aprobando en los últimos meses. La imagen conjunta de todos ellos es rotunda y clarificadora. Tanto, que debería ser mostrada más a menudo.

Sin embargo, y aunque las medidas afectan a una parte importantísima de la población, se sigue teniendo la percepción –en el Ejecutivo y en el ámbito público en general– de que no acaban de ser valoradas. ¿Quién se siente fuera de estas medidas de protección? Esta pregunta, que flota en el ambiente hace meses, la entiende bien uno de los sectores que más pueden verse afectados, tanto en términos económicos como de reputación, si la situación económica se agrava: los bancos.

Enfrascados en el debate sobre el impuesto a los beneficios extraordinarios y con la pérdida de reputación ocasionada por los desahucios y el rescate nunca devuelto en la crisis de 2008, en estos momentos el Gobierno y la Banca están buscando la manera de gestionar los efectos de la contundente subida del Euríbor que ha disparado las hipotecas de miles de familias. Para ello se proponen modificar el Código de Buenas Prácticas, elaborado en el contexto de la crisis financiera de 2008 y en vigor desde 2012, y redefinir el concepto de “cliente vulnerable”, eliminando o modificando algunos de los requisitos para ser clasificado así. La negociación está en marcha y es pronto para saber cómo acabará. Pero más allá del resultado final, hay elementos que merece la pena subrayar.

En primer lugar, que sea el financiero el primer sector en replantearse el concepto de vulnerabilidad. No es fácil hacerlo. Como ha mostrado el reciente informe de EAPN El Estado de la pobreza 2022, el 44,9% de la población española tiene alguna dificultad para llegar a final de mes, y el 21,7% ha pasado ya ese límite y dice tener serias dificultades. El índice de Gini que mide la desigualdad ha crecido tres puntos respecto al año pasado, está 2,9 puntos por encima de la media europea y se sitúa como el sexto país con la cifra más alta, solo superado por Bulgaria, Letonia, Lituania, Rumanía y Portugal. Es decir, somos más desiguales, los pobres son más pobres y la zona de zozobra empieza a alcanzar ya a las clases medias, que todavía recuerdan los apuros de la crisis de 2008. Y eso, pese a los esfuerzos de las medidas de protección social puestas en marcha durante la pandemia, que se estima que han laminado considerablemente sus repercusiones.

En efecto, en España la desigualdad tiene ya carácter estructural y sólo reformas en profundidad pueden abordarla. ¿Quién es, entonces, el cliente vulnerable? Se pensará que quienes menos tienen son ajenos a cualquier problema con una supuesta hipoteca, porque una vivienda en propiedad está muy lejos de sus posibilidades; pero junto a ellos se sitúa ese sector de la clase media-baja que a fuerza de esfuerzo y ahorro pensó que lo mejor que podía dejarle a sus hijos es un piso, y que ahora comprueba espantado cómo se ha disparado el recibo de la hipoteca. Si el financiero, empujado por el Gobierno, se está replanteando cómo gestionar la vulnerabilidad de la clase media es porque no puede obviar el riesgo de una oleada de impagos e incluso desahucios, con sus repercusiones tanto económicas como de reputación. Como apuntaba en esta columna hace unas semanas, el concepto de clase media va a dar mucho que hablar. 

Si no se logra hacer entender la estrategia que da coherencia a las medidas concretas del Gobierno, de nada servirá que el FMI diga que España será de los pocos países de nuestro entorno que no entrará en recesión

Por otro lado, es curioso que el Gobierno empuje hacia la autorregulación. El hecho de que la vía que más se está planteando sea la revisión del Código de Buenas Prácticas en lugar de la imposición de una normativa no deja de esconder cierta renuncia a intervenir al mismo tiempo que debilita los mecanismos de control. Curiosamente esta misma vía fue la planteada para la cesta básica de la compra. Claro que cualquier modificación como las aquí planteadas deben contar con la participación y la implicación del sector económico afectado, pero de ahí a dejarlo todo en sus manos dejando de lado el potente instrumento de la normativa hay una larga distancia, máxime si se considera la trascendental función que este sector tiene para el conjunto de la economía.

Finalmente, si se llegara a un acuerdo entre los bancos, como si se hiciera con la distribución de alimentación, que ojalá sea así, ¿sabrá y podrá el Gobierno sumarlo a su lista de logros? De lo contrario, y paradójicamente, podría volverse en su contra. 

Las medidas de protección social no se toman para venderlas, se toman para proteger a la población ante riesgos múltiples. Ahora bien, para ello hacen falta varias cosas. En primer lugar, saber quién es esa población vulnerable –clientes para los  bancos o los supermercados–, y en segundo lugar, transmitir estas medidas como parte de una estrategia general de forma que se consiga transmitir el esfuerzo realizado. Eso fue lo que consiguió Nadia Calviño en su imponente intervención.

De lo contrario, si no se logra hacer entender la estrategia que da coherencia a las medidas concretas, de nada servirá que el FMI diga que España será de los pocos países de nuestro entorno que no entrará en recesión, los agoreros anunciarán el apocalipsis y tendrán más seguidores, e incluso pueden llegar a obtener credibilidad quienes pretenden enfrentar a jóvenes y mayores por -sin ir más lejos- la subida de pensiones. 

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