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... Que hereda un gran patrimonio

“Callad, que está hablando Gala”. Esta cita célebre, célebre en mi casa, lleva la firma de mi madre. La pronunciaba cada vez que Antonio Gala aparecía en alguna entrevista de la tele o de la radio. No era “palabra de Dios, te alabamos señor”, pero ella la escuchaba con devoción y nos obligaba —a mis hermanos, a mi padre y a mí— a que guardáramos silencio, como si estuviéramos en misa de doce.  

Mi padre era más de comentar en alto La tronera o las Charlas con Troylo, porque leía mucho. Todo lo que no pudo estudiar en el colegio, en aquella España que convertía rápidamente en obreros a los hijos de ídem, saltándose el paso de la escuela y de paso, el de la infancia, lo leyó. Mi padre se entregó a la lectura con avidez hasta que su cabeza no pudo descifrar el negro sobre blanco. Con tesón se fabricó una cultura bien amueblada y nos acostumbró a vivir en una casa en la que había libros, periódicos y suplementos semanales. En uno de ellos, el de El País, firmaba Gala.

En aquella casa, sonaba la radio todo el día por decisión matriarcal. Solo se apagaba aquel aparato para comer, cenar o dormir, el resto de las tareas se hacían con esa banda sonora de fondo. Yo me acostumbré a estudiar con la radio puesta y ese ejercicio me sirvió después para poder escribir en redacciones con ruido estridente, igual que aprendí a dormir con el sonido del tren como arrullo, en el apartamento de la sierra al que íbamos los fines de semana.

Mi padre se entregó a la lectura con avidez hasta que su cabeza no pudo descifrar el negro sobre blanco. Con tesón se fabricó una cultura bien amueblada y nos acostumbró a vivir en una casa en la que había libros, periódicos y suplementos semanales

Pasé de escuchar “Radio hora”, con ColaCao ardiendo y cartera escolar de “Los Picapiedra”, a estudiar los exámenes de la carrera con el “Buenos días, España” de Luis del Olmo.

Y como la vida es juguetona, acabé una mañana escuchando una canción, la versión instrumental de I Could Easily Fall (in Love with You) de Cliff Richard, en el control de una emisora de radio. Era la sintonía de Protagonistas y aquel mi primer trabajo en Onda Cero, año 93, a las órdenes de aquel señor que sonaba en la cocina de casa y al que mi madre llamaba “Luis”.

Una de las labores que tenía encomendadas, como redactora y productora de Protagonistas, era la de acompañar a un técnico de sonido a las entrevistas de los invitados que estaban en Madrid pero no podían acudir al estudio, para hacer de enlace con la emisora.

Era un trabajo de relaciones públicas, yo representaba al programa y me ocupaba de ser muy simpática con el invitado. Se trataba de hacer tiempo para la hora precisa de la conexión, mientras el técnico iba desplegando cables por la casa para que todo sonara perfecto.

Un día me tocó ir a la calle Macarena esquina con Triana y cuando me lo dijeron, me temblaron las piernas, el invitado era Antonio Gala. En una mañana soleada, llamamos al timbre de una casa con jardín, nos abrió su asistente y nos invitó a pasar a un despacho a esperarle. Allí estábamos el técnico y yo, rodeados de bastones colgados por las paredes, perfectamente alineados, todos distintos, todos bellísimos, todos tan Gala.

Y llegó el invitado, se sentó en el sillón que presidía el despacho y yo frente a él en una silla, al otro lado de la mesa. Y allí estuve, sin dejar de mirar a esos ojos que parecían contener un mundo, durante toda la entrevista. Inquieta, como cuando vas al médico esperando que recete algo para sentirte mejor. Y cuando acabó y nos despedimos sentí una especie de frustración mezclada con la emoción, como con esos sueños placenteros que te gustaría retomar a la noche siguiente pero sabes que no pasará.

Seguro que me puse más carmesí que su Manuscrito cuando entró en la sala y nos saludamos. Seguro que mi timidez innata, que todavía no había aprendido a disimular, me dejó bloqueada. Seguro que no me atreví a decirle lo mucho que lo admiraba, ni le confesé que escribía desde pequeña, ni le pedí que me diera algún consejo desde su sabiduría.

Hoy lo pongo aquí por escrito, es como suelo expresar lo que la cobardía o el pudor no me permiten decir a la cara.

Admirado Antonio Gala:

No puede usted imaginar lo emocionante que fue para aquella pipiola estar frente a usted en su despacho. Aquella mañana me hubiera gustado decirle que yo ya lo conocía desde niña, que su voz era la que me hacía escuchar mi madre y sus manos eran las que escribían lo que leía mi padre. Me hubiera gustado contarle que usted es una parte de ese patrimonio cultural y emocional que heredamos cuando aún viven quienes nos dejan ese legado. Eso que aprendemos a valorar de verdad después de haber caminado un largo trecho. ¿Sabe? Tengo una perrita mezcla de Teckel y no sé qué más. Ahora entiendo mucho mejor la carga de profundidad de sus charlas con Troylo. 

A trabajos forzados. Poema de Antonio Gala, música de Antonio Vega.

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