... Que pierde pequeñas batallas

Hablo de gente y hablo de usted y de mí, gente corriente. Aunque, a menudo, caigamos en la tentación de hablar de “la gente” como algo ajeno. “La gente” son esos que hablan alto en el cine, los que dejan una caca de perro cual ensaimada en la acera, los que no se detienen cuando intentas cruzar un paso de cebra… “¡De verdad, cómo es la gente!”, es el mantra con el que nos borramos de un club que detestamos. Aunque, seguramente, otros hablarán de nosotros con la misma distancia crítica.

Pero todos somos gente: buena gente, mala gente, gente de campo, gente urbanita, gente siesa o con don de gentes, gente de cien mil raleas porque la vida, como la Fiesta de Serrat, está llena de contrastes. Y vamos caminando entre los pequeños placeres que describe Delerm y esas mierdas como ensaimadas que nos comemos –en sentido figurado– cada día.

En esta categoría están las batallas que perdemos a diario. Les voy a confesar una cosa, de gente a gente: yo perdí una esta semana contra mi banco. Bueno, no es mi banco, yo no tengo un banco, es el banco el que me tiene a mí.

El banco tiene mi dinero, mi tiempo y mi paciencia, las tres variables de la fórmula siniestra que nos han hecho aprender: para hacer operaciones con TU dinero necesitas invertir una cantidad ingente de TU tiempo y donarle a la entidad toda TU paciencia. En esta relación, ¿quién puso más? Efectivamente, TÚ.

Al banco vamos poco, porque si tienes poco no quieren que vayas. Nos lo han dejado bien claro, para darte audiencia con un gestor te exigen esa redundancia llamada “cita previa” y  conseguir esa redundancia es más difícil que abrir un tetrabrik de leche con anilla sin quedarte con ella en la mano.

Todos somos gente: buena gente, mala gente, gente de campo, gente urbanita, gente siesa o con don de gentes, gente de cien mil raleas porque la vida, como la 'Fiesta' de Serrat, está llena de contrastes

El otro día se me ocurrió aparecer en una sucursal a lo loco, sin cita. Supuse –ilusa de mí– que aunque nos han colado que lo de citarnos es por nuestro bien, por nuestra felicidad… puedes hacer una consulta sin haber avisado, aunque tengas que esperar un rato. Entendía yo –ilusa de mí– que, igual que a ti te cobran los gastos sin solicitarte cita, tú tienes derecho a que te atiendan por aquello de ser cliente, pero no. 

No les voy a dar el sábado detallando lo que fue mi mañana, resumo: me fui de allí sin hacer mi gestión después de haber perdido dos horas y media de mi vida y la esperanza en la humanidad. Me ningunearon, me mintieron y me trataron sin respeto. Sí, quizás les recuerde al episodio de Relatos Salvajes de Darín y sí, yo sería Bombita, pero sin consumar mi venganza porque no tengo formación como artificiera.

Reconozco que me duró un rato el cabreo, la impotencia se te engancha al ánimo como una garrapata y no te deja en paz. Pero todo pasa y, una vez apagado el fuego de la indignación, quedó el rescoldo de la pena al recordar a uno de los empleados de aquella sucursal.

Era un señor de ese otro tiempo –hace no tanto–. Era el que te saludaba en la caja y te preguntaba por tus padres. El que, mientras te actualizaba la cartilla, te contaba que se iba de vacaciones a Gandía.

Aquel señor, al ver mi situación y la de tantas otras personas que estaban en la cola de la no-atención, la no-información y la desconsideración, estaba entre avergonzado, abochornado y sufriente.

Aquel señor tenía cara de querer jubilarse para dejar de estar allí, para dejar de ser de aquellos. Para no pertenecer a esa “gente” –como usted y como yo– a la que el sistema le ha encargado que ninguneen a otra gente, gente corriente, igual que ellos.

Más sobre este tema
stats