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Me gusta el olor a alquitrán por la mañana

Hoy mi casa olía a café, como cada mañana. En pocos asuntos puede existir más consenso que en lo sugerente del aroma del café recién hecho. Ni siquiera su sabor llega a cumplir lo que promete el café cuando asciende como un diminuto géiser en la cafetera…

Pero, al abrir para ventilar mi dormitorio, otro perfume, uno genuinamente callejero, ha eclipsado el aroma insuperable del “cafetito”. Por mi ventana ha entrado el olor del alquitrán y he estado a punto de desmayarme de gusto, lo he aspirado cerrando los ojos, como Heidi en sus primeros días en los Alpes.

Oler el alquitrán de buena mañana –estaban poniéndole un parche a la calle– me ha trasladado a mis veranos madrileños, al “tiempo de asfaltar”. Porque en las ciudades no existen los tiempos que marca la naturaleza, aquí no hay vendimia, ni recogida de la cosecha, los tiempos los marcan las obras de instalación, las reparaciones, el cierre de los colegios por vacaciones…

En el siglo pasado, territorio de mi infancia, el tiempo de asfaltar coincidía con el tiempo de agostar. Y este verbo, en el paisaje urbano, no describía un terreno de plantas secas sino una ciudad vaciada. Vaciada, como la España de la que tanto se hablaba antes de que el puto bicho lo llenara todo.

Cada mes de agosto la ciudad era abandonada sin compasión por los que decidían “veranear” en alguna playa o en la sierra y por aquellos que tenían pueblo propio al que volver. No es que fuéramos más los que la abandonábamos, es que solíamos hacerlo todos a la vez, agosto era el mes de vacaciones y punto (lo de la salida “escalonada” es nuevo, bueno, ahora ya queda viejo, ahora ya estamos en la desescalada…) Pero además de que agosto fuera el mes sagrado para vacacionar, éramos menos y las ausencias se notaban más.

En estos días leo mucho a Galdós, se lo comentaba ayer a mi querida Eva Orúe tras leer su pieza brillante sobre el autor canario que mejor ha escrito Madrid, don Benito y Delibes, dos grandes, grandísimos y una "Conmemoración truncada", lean a Eva. Orúe charla con voces autorizadas de lo que escribirían ambos acerca de esta pesadilla que nos ha dejado sin palabras. Y también del poder curativo de las letras, de cómo nos consuela la lectura en general y de los sabios como ellos en particular.

Me encantó descubrir la serendipia en su crónica. Sí, acudí a las novelas de Galdós recién empezado el confinamiento buscando refugio, como me acurrucaba de pequeña en el regazo de la abuela y cerraba los ojos, porque de noche me daba miedo el ruido del tren al pasar muy cerca, camino de la estación de El Escorial .

He releído Tormento, Marianela, Fortunata y Jacinta. De la mano de Galdós estoy viajando de nuevo a otro Madrid que no es el mío –tenemos años pero tampoco somos del siglo XIX–. Sus letras me alejan a ratos de esta tortura y me llevan a otra realidad, como esta mañana al oler el alquitrán.

“Abrir una ventana en la mañana y respirar” cantaba María Ostiz, en el siglo pasado también…Y ese pueblo bucólico en mi cabeza olía a pastos, a flores, a árboles frutales, a horno de leña y a caca de vaca.

No imagino a Ostiz cantando “abrir una ventana en la mañana y alquitrán” y, sin embargo, qué subidón el mío al inhalarlo hoy. Porque todo lo que huele a normalidad, la de cada uno, es evocador y esperanzador. “Nos amorraremos a los tubos de escape” me decía entre risas desesperadas mi amiga Carmen esta mañana”, que casi todo lo que huele a antes, a muchos nos apetece para después.

Y, ay, ese miedo de que al salir la realidad esté agostada, nuestra vida vaciada, qué vértigo ante la nueva normalidad. Espero que nos queden las letras de los sabios y las personas queridas que el puto bicho no haya conseguido arrebatarnos.

Un día dejó de darme miedo el tren, me acostumbré a oírlo acercarse y alejarse después, pero no se lo dije a la abuela, en esa nueva normalidad seguía necesitando poder acurrucarme en su regazo.

Quiet town Josh Rouse. Para Eva y Sara, por José Mari.

Hoy mi casa olía a café, como cada mañana. En pocos asuntos puede existir más consenso que en lo sugerente del aroma del café recién hecho. Ni siquiera su sabor llega a cumplir lo que promete el café cuando asciende como un diminuto géiser en la cafetera…

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