Les debemos una disculpa

Creo que recuerdo los primeros años dos mil por Operación Triunfo, el atentado de las Torres Gemelas y las empresas de trabajo temporal, tres elementos en apariencia no relacionados salvo por lo inquietantes que resultan. Los que de niños esperamos el siglo XXI cargados de esperanza, influidos por las maravillas que pronosticaba la ciencia ficción, nos encontramos un sincero adelanto de lo que nos iba a deparar la vida.

También una valiosa enseñanza: el futuro no es nunca como se anticipa. Esperábamos coches voladores y viajes a marte, paseando por el Monte Olimpo del brazo de Kim Basinger. A cambio obtuvimos las cabriolas de David Bisbal, un terrorista educado por la CIA y una inacabable romería por oficinas decoradas con ficus de plástico y retratos motivacionales en busca de la primera oportunidad laboral.

Los trabajos ofertados variaban entre la carestía y el absurdo, la mayoría ocupaciones precarias en la parte más baja del sector servicios por unos cuantos meses, en el mejor de los casos, o tan sólo unos días. Yo acabé vendiendo tarjetas de crédito por teléfono a jubilados residentes en las Islas Canarias. Un amigo montando banderillas, no de las que se usan para torturar animales, sino el encurtido comestible.

Aquello era una lotería en la que jugabas esperando que no te tocara el número agraciado. Mi amigo acabó renunciando porque decía que el olor a vinagre no se le iba ni tras la ducha, les prometo que es cierto. Yo hice lo mismo a las pocas semanas, y dejé de comerme la hora y media entre Fuenlabrada y Suances porque me daba reparo vender aquellas tarjetas a los simpáticos abuelos canarios.

La renuncia, eso sí, tenía trampa. Éramos universitarios, jóvenes que tan sólo querían sacar sus primeros euros para gastar el fin de semana. Podíamos permitirnos elegir, podíamos permitirnos volver a probar fortuna a ver si aquel bingo de la colocación a cachos nos deparaba mejor suerte. Pero para otros muchos aquel despropósito iba en serio, era fácil reconocerles por su cara.

Los procesos de selección eran tan tediosos, o más, que los puestos ofertados, teniendo todos en común la obligación de rellenar a mano unos formularios que, supongo, habían sido confeccionados por las mismas mentes que aleccionaron al que montó el lío en Nueva York. Luego venía algo así como una entrevista personal en la que te despachaban con una cortesía más falsa que el ficus.

En aquellas salas de espera, iluminadas por fluorescentes que de vez en cuando tintineaban produciendo un sonido metálico, te encontrabas con gente mucho mayor que tú, desempleados de larga duración, la mayoría excelentes profesionales a los que la reconversión industrial privó no sólo de su medio de vida, sino también de algo que todo el mundo debería tener: un empleo digno.

Los lunes al Sol, que Fernando León de Aranoa estrenó en 2002, recorría las vidas de estos trabajadores que entre los cuarenta y cincuenta años cambiaron el astillero por la barricada, para después ser condenados al peregrinaje de rellenar fichita tras fichita, unas que nunca llevaban un apartado para consignar aquella puta injusticia. Aquella película, al menos, dejó constancia del disparate.

Aquel despiece de las grandes plantillas tuvo al capitalismo de la globalización como matarife, pero también un contenido político que buscó dañar a los batallones pesados de los sindicatos

Aunque Los lunes al sol siempre se recuerda por las magníficas interpretaciones de Javier Bardem y Luis Tosar, es el actor de reparto José Ángel Egido quien protagoniza una de las escenas más impresionantes de la cinta. Su personaje, el más mayor del grupo, es rechazado una y otra vez por su edad, por lo que decide rejuvenecer su aspecto y acudir a una de las entrevistas vestido con la ropa de su hijo. 

También se tiñe el pelo, posiblemente con el Lady Grecian de su mujer, intentando tapar con esfuerzo las canas que ya pueblan sus sienes. Sin embargo, los nervios por no saber si aquella maniobra va a dar resultado, por sentirse tan fuera de juego, provocan que empiece a sudar más de la cuenta. En primer plano una gota de tinte recorre su mejilla. Alertado por las risas de un par de chavales, sale corriendo de aquella sala de espera.

Algunos de aquellos hombres fueron prejubilados. Otros consiguieron rehacer sus vidas sentándose por primera vez frente a un ordenador, tardes de esfuerzo en los cursos del paro en los que canjearon su herramienta por un teclado, su pericia por abnegación. Otros muchos subsistieron como pudieron, a salto de mata tras las faenas que nadie quería realizar. Y algunos se quebraron. A todos este país les debe una disculpa.

Primero porque sus oficios eran algo más que el medio con el que conseguir una nómina. A pesar de la dureza de los mismos, proporcionaban también una identidad de la que muchos se sentían orgullosos. Aquel despiece de las grandes plantillas tuvo al capitalismo de la globalización como matarife, pero también un contenido político que buscó dañar a los batallones pesados de los sindicatos.

Ellos fueron los principales damnificados, pero sus familias y sus comunidades sintieron el golpe poco después, una reacción en cadena que dejó exangües a comarcas enteras, a barrios completos, donde el pitido de la hora de comer significaba prosperidad para todos. Nos contaron que el turismo llegaría a suplir lo que se había marchado, pero lo que llegó fue la especulación.

Tiraron abajo las naves y en su lugar brotaron los bloques de apartamentos, el crédito barato y la especulación. Una riada de pasta para que no hubiera tiempo siquiera para el funeral. Puede que algunos de ellos, sus hijos o sus vecinos, fueran agraciados por la pedrea del ladrillazo. Fueron unos pocos, que nunca vivían cerca de los terrenos recalificados, los que se llevaron el gran botín.

Menos de una década después de que aquellos trabajadores industriales vagaran por las empresas de trabajo temporal, la gran estafa se vino abajo con estrépito. Sus barricadas anticiparon el momento, por algo más de diez años, en el que el país se tuvo que echar a la calle: la Gran Recesión fue una reconversión para todos. Quiero pensar que alguno se sintió entonces comprendido, menos solo. Quiero pensar que, al menos, aquellas plazas llenas de gente les dieron la razón.

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