Muertos, santos y difuntos

La imagen que los periódicos usan para ilustrar el Día de Todos los Santos, en esos artículos de encargo para rellenar un día festivo, es una pintura de Fra Angelico que lleva por título el nombre de esta conmemoración católica. De estilo renacentista temprano, representa a decenas de personajes canonizados, en tres filas, siendo la inferior la de las mujeres, la superior de los apóstoles y la central la de los primeros mártires y demás figuras hagias, es decir, elegidas por dios. De un tono predominantemente dorado, por cada una de las aureolas estampadas, a mí me recuerda, a pesar de su magnificencia, al catálogo de figuras de acción por el que los críos suspirábamos en los ochenta. Ya disculparán mis referentes, doy para lo que doy.

Lo cierto es que en el Día de Todos los Santos no se conmemora sólo a las divinidades conocidas, sino a todos los difuntos que consiguieron abandonar el purgatorio y lograron “visión beatífica y gozan de la vida eterna en la presencia de dios”, o al menos eso señala el ABC, que estoy convencido que de estos menesteres entiende un rato. Como los vivos no podemos saber a ciencia cierta si nuestro difunto ha alcanzado la gracia en el cielo ponemos flores imaginando que así ha sido, pero sobre todo porque no hay mayor muerte para un muerto que el olvido. Si tenemos dudas, el 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, ya incluye incluso a los que aún andan purgando sus penas. Aún estoy por conocer al que me diga que lo deja para el dos porque su muerto era algo cabrón.

Es verdad que cuando el tiempo pasa y las vidas se alejan del momento en que alguien dejó la suya, la memoria flaquea y quizá, por eso, dedicamos un día al año, el de Todos los Santos para recordar a los que se fueron. Es también verdad que hay algunos fallecimientos que nunca se olvidan porque no es lo mismo el fin del joven que el del viejo, el final en calma o el lleno de sufrimiento, el que se espera del súbito. No hay peor pesar en esta vida que el dolor por quien no está. Ahí tan sólo cabe el respeto e intentar confortar, casi siempre en balde, la pérdida.

Sin embargo en la víspera de Todos los Santos, All Hallows' Eve, lo que conmemoramos es la muerte en sí misma, porque quizá lo que nos haga falta es recordar eso que, como el nacimiento, tan sólo sucede una vez en la vida. Decía Gómez de la Serna que cuando los amigos están reunidos y ríen juntos creen escapar de la muerte. Vivimos en una sociedad que respira de espaldas a lo que sabemos irrenunciable porque a nadie le apetece darse de bruces con lo trágico, también porque, sospecho, en ese gran ciclo del consumo que el capitalismo ha instaurado en la vida, es malo para el negocio el pensar que, lo mismo, todos nuestros deseos y aspiraciones pueden quedar truncadas en el momento menos esperado.

Esta semana ha muerto un actor americano y la gente ha llorado a su personaje. Esta semana los muertos en Palestina se han cifrado en ocho mil, ninguno de ellos con nombre

Si hay algo cierto es que todos moriremos algún día, tarde o temprano. Y a pesar de que es normal y deseable que dediquemos un día al año a reírnos de la muerte, no estaría de más que integráramos en nuestra educación sentimental todo lo que implica enfrentarnos a este hecho. Al muerto, siempre lo digo, se le concede la autoridad de interrumpir lo cotidiano porque es imposible postergar su despedida. A nadie se le puede pedir, quizá estemos cerca de ello, que se muera pasado mañana porque hoy no nos cabe su deceso en la agenda. Esa autoridad, que dura mientras paseamos nuestra pena, recuerdos y complicidad por el tanatorio, finaliza cuando llega el momento del entierro o la cremación y la viuda, siempre la viuda, se monta en la parte de atrás del coche.

Eso en los muertos que nos tocan de cerca. En los muertos públicos el país observa al fallecido como una gran comunión que nos une al desconocido en el pesar. En España siempre fuimos mucho de toreros y folclóricas, unos por el dramatismo de la sangre en el albero, otras por decir aquello de “se apagó su voz”. Tuvimos incluso nuestros muertos célebres, aquellos a los que todos honramos, como los Abogados de Atocha, Tierno Galván o Miguel Ángel Blanco. Con el pasar de los años, este país no ha encontrado unanimidad ni para despedir a sus figuras públicas y tan sólo Chiquito de la Calzada se fue exento de críticas y reproches. Eso, al menos, no nos lo quita nadie: lo de agradecer a la gente que nos hizo reír.

La muerte ha sido siempre una gran revolucionaria porque no distingue a los ricos de los pobres, por eso hacen falta los mausoleos y las criptas para seguir distinguiendo al cadáver de posibles del que sólo tiene para un nicho. No es en la muerte donde se producen las diferencias, es en el recuerdo. Por eso los nobles tienen antepasados y al resto tan sólo nos llega la memoria hasta dos o tres generaciones atrás. Por eso unos se encargan de que sus nombres aparezcan en los libros de historia y otros tan sólo aparecemos en esos momentos en que la turba agarra las picas y las antorchas. Esta semana ha muerto un actor americano y la gente ha llorado a su personaje. Esta semana los muertos en Palestina se han cifrado en ocho mil, ninguno de ellos con nombre.

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