Mala hierba

La nueva tarifa eléctrica, otra obvia cuestión de clase

Portada Daniel Bernabé

Casi todo lo que importa tiene un nombre antiguo y popular. Que a la factura eléctrica le hagamos sinécdoque llamándole “la de la luz”, nos recuerda a cuando la energía que empezó a llegar a las casas servía tan sólo para encender una bombilla que colgaba del techo, amarillo tungsteno, perilla mediante. La electricidad, que iluminó oscuridades de todo tipo, pasó a mover decenas de pequeños electrodomésticos con los que se importó a toda Europa el sueño americano, que entraba primero en celuloide enseñando las cocinas de la clase media. Hoy la electricidad es sobre todo comunicación y en nada, al parecer, pasará a ser transporte pero, para muchos, sigue siendo tan sólo la manera de combatir el frío o el calor, que en algunas latitudes de la península puede ser asfixiante. Los usos de un bien dependen primero de su acceso, pero sobre todo de la clase social del que los utiliza.

Según Facua, la factura media de la luz se sitúa en 82,13 euros, experimentando una subida de más de 26 euros, un 45%, desde el año anterior. Quienes también experimentaron una subida fueron las ganancias de las compañías energéticas. A mitad de febrero de este año pudimos conocer, como ejemplo, que Endesa ganó 1.394 millones de euros en 2020, ocho veces más que en 2019, o que Iberdrola tuvo unas ganancias récord de 3.610 millones. Estos balances causaron estupor en una opinión pública que, en plena ola de frío, vio incrementarse el precio de la electricidad de manera exponencial. Todos los ojos se giraron hacia el Gobierno que enfrentaba su primera gran crisis reputacional-energética, uno que llevaba en su acuerdo programático una reforma de la factura por tramos de consumo, es decir, pagar más baratos los primeros kilovatios empleados, algo que tendería a beneficiar a los pequeños usuarios.

Sin embargo, la reforma tarifaria que ha entrado en vigor el martes ha abandonado esta idea para pasar a discriminar por tramos horarios, reduciendo las modalidades tarifarias de las seis existentes a una única denominada 2.0TD. Ya saben, dos tramos para la potencia (cuántos cacharros pueden tener funcionando a la vez) y tres para el consumo con zonas valle, la más baratas, desde las 12 de la noche hasta las ocho de la mañana, llano, de 8 a 10h, de 14 a 18h y de 22 a 00h, y punta, las más caras, de diez de la mañana a dos de la tarde y de seis de la tarde a diez de la noche, todo esto de lunes a viernes, quedando los fines de semana y festivos en el tramo más barato. Según el Ministerio de Transición Ecológica y la CNMC, responsables de la reforma, la intención es que el usuario medio consuma en determinados tramos que no coincidan con el pico de las grandes empresas para así no tener que invertir más en infraestructura.

La idea, como era de prever, no ha caído demasiado bien entre los ciudadanos por dos cuestiones, el fondo y la manera de comunicarse. Aunque el ministerio aduce que ha bajado un 68% el coste de la parte regulada, esta cifra se refiere al total de las horas existentes, habiendo una diferencia notable de precio entre las horas valle y punta, 15 céntimos/KWh frente a 32 céntimos. Parece claro que la industria gasta menos electricidad por la noche y los fines de semana, casi tanto como esos momentos son los que la gente emplea para dormir y disfrutar de su ocio. Lo peor no es tanto que se bonifiquen esos tramos, sino que se penaliza el horario de seis de la tarde a diez de la noche de lunes a viernes, que es cuando la mayoría de asalariados tiene tiempo para realizar tareas domésticas que requieren de electricidad. Además, la extensión del teletrabajo por la pandemia, que promete extenderse en la posnormalidad, hace que muchos empleados sufran también el tramo de diez de la mañana a dos de la tarde.

La apelación a las ventajas de poder cargar el coche eléctrico, aún muy minoritario y poco extendido, junto con el ya conocido discurso verde a la responsabilidad del consumidor, han encendido los ánimos. Titulares en prensa explicándonos el ahorro al planchar de madrugada han acabado de soliviantar a casi todos. La razón es sencilla: cuando alguien percibe que le estás contando sólo una parte de la historia, la brillante, para ocultarle las consecuencias indeseadas, tu mensaje acaba tomando la categoría de vendedor de coches usados de Las Vegas, ese que te promete una conducción excitante porque al utilitario que te quiere colocar le faltan los frenos. Si en el fondo, al llevar adelante una medida, sabes de antemano que va a ser impopular, es siempre mejor aplicar un estilo neutro al comunicar que intentar engrandecer una ventajas pequeñas o inexistentes: al menos no alimentas la indignación de quien se siente engañado.

Teresa Ribera, la ministra responsable, ha pasado de puntillas por el asunto, que es lo mejor que puedes hacer en estos casos si quieres salir medio indemne. Alberto Garzón, al mando de Consumo, se ha llevado la peor parte, pese a que su ministerio no ha dirigido este cambio, al asegurar que el Gobierno y la CNMC están haciendo un ejercicio de pedagogía. Después de esas palabras ya nadie ha escuchado la parte de las “reformas estructurales” ni aquella que hablaba de acabar con los beneficios de los diferenciales de las subastas. Sencillamente se ha interpretado que Garzón estaba cuestionando su juicio a la hora de encender la luz: “La culpa es tuya, que no sabes”. La derecha, política y mediática, a pesar de no aportar una sola solución, a pesar de estar en contra de cualquier reforma estructural que reduzca la parte de los beneficios empresariales del pastel, ha arrojado gasolina al fuego. De momento nadie parece penalizar el oportunismo.

La primera sensación es que en este país a las eléctricas no les toca un pelo ni dios. La segunda es que el Gobierno ha intentado reducir la factura de la peor manera posible, asumiendo que los consumidores son un ente homogéneo, es decir, ausentes del siempre inapelable factor de clase. Claro que esta reforma puede aminorar la factura: en una situación ideal donde un consumidor abstracto pueda elegir adaptarse a los tramos horarios sin tener en cuenta trabajo ni descanso. En el terreno de lo real muchos le quitarán horas al sueño o trasladarán, lo más probable, determinados quehaceres al fin de semana. Los que no puedan, no por haber sido privados de pedagogía, sino por los límites de la vida asalariada, verán incrementarse su tarifa. No es tanto una cuestión de acierto o error técnico, sino de que en este caso no se hecho política de izquierdas, una indispensable sobre todo en aquellos temas que afectan a la vida cotidiana de la gente. No se puede dejar en orfandad progresista la factura de la luz y, la misma semana, exigir explicaciones a los “varones cis hetero blancos” por sus “privilegios”, como hizo la diputada de Podemos Sofía Castañón, sin esperar un chaparrón de indignación al momento siguiente: la gente empieza a estar muy cansada de las reprimendas morales cuando no hay soluciones.

Una mayor renta suele significar una casa más grande, pero también una mayor eficiencia energética de la misma, tanto en su aislamiento como en la capacidad de rendimiento de los electrodomésticos. Por otro lado, una casa unifamiliar no gasta mucha más electricidad que una vivienda en altura, incluso en invierno, si tenemos en cuenta estos parámetros. Esta reforma tarifaria no sólo carga la responsabilidad del gasto sobre los consumidores, creando la coartada de que quien más pague es quien peor consume, sino que además perjudica a aquellos consumidores con menos renta que, puede ser, una de las nuevas maneras para referirnos a los trabajadores, después del lírico “personas vulnerables” y del marianista “personas que hacen cosas”.

Es el mercado eléctrico, es aquella privatización que ha convertido un bien de primera necesidad en otro comodín especulativo. Son los límites de una política que, a medias entre la ortodoxia neoliberal de la UE, a medias entre sus expectativas desaforadas, decepciona en un tema clave, como ya lo ha hecho con los alquileres. Pero es una ocasión donde, además de estas grandes cuestiones estructurales, simplemente no se han querido hacer las cosas de forma diferente a como las hubiera hecho la derecha, una que se guiña el ojo cómplice mientras señala al Gobierno teatralmente alterada. No, esto no se arregla sólo mejorando el relato.

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