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Tamara Falcó, Felipe González y las malas compañías

Tamara Falcó, el remolino de levedad más notable de nuestra aristocracia, ha vuelto a ocupar horas de pantalla tras sufrir un desengaño amoroso a manos de su prometido, un tipo que para ponerle los cuernos se tuvo que ir al desierto de Black Rock, en Nevada, quizá pensando que la distancia atenuaría su falta. Lo que no tuvo en cuenta es que las infidelidades, además de quedar expuestas a la todopoderosa mirada de Dios, tampoco escapan a la omnipresente mirada de la tecnología. Desde que cada uno llevamos una cámara en nuestro bolsillo, nos hemos convertido no en reporteros populares, como hubiera pensado Willy Muzenberg, sino en potenciales delatores y chantajistas. Menuda responsabilidad.

La cuestión es que la señora Falcó, que primero recibió el cariño, aprecio y comprensión de redes y medios, llegando casi a situarse como nuevo icono feminista, pasó en pocos días a volver a acaparar protagonismo al ejercer como ariete del integrismo católico en el Congreso de las Familias (de extrema derecha) en la Ciudad de México. Falcó, que además de celebridad es también marquesa de Griñón y empresaria de sí misma, aspira a ocupar el puesto de faro moral de occidente al declarar: “Estamos viviendo un momento muy complicado para la humanidad, hay tantos tipos distintos de sexualidades, hay tantos sitios distintos donde puedes ejercer el mal”.

Uno de los primeros síntomas que siempre acompaña a la enfermedad de la ortodoxia es el delirio de asumir que cualquier cosa que no encaje en las categorías que componen nuestro pensamiento es el mal

Uno de los primeros síntomas que siempre acompaña a la enfermedad de la ortodoxia es el delirio de asumir que cualquier cosa que no encaje en las categorías que componen nuestro pensamiento es el mal. Falcó, que nunca se ha destacado por ejercer el pensamiento estructurado —tampoco el que no lo está—, habla más como la víctima de una secta destructiva que como alguien con la convicción de lo reaccionario. Ella, que en su veintena fue una pija simpatiquísima que atravesó una etapa Mad Max estrellando coches por Serrano, que en su treintena inauguró un periodo Boogie Nights en el que pasaba más tiempo de fiesta que durmiendo, ha llegado a la crisis de los cuarenta buscando el amparo redentor de la religión para encontrarse con la tela de araña de su modelo talibán.

Para mí, lo confieso, Tamara Falcó significó una esperanza al imaginarla como la Patty Hearst de mi generación. Aun alejada de las inclemencias de la clase trabajadora, pensé que en algún momento entre el 15M y la irrupción de Podemos, Falcó comprendería la justicia de las reivindicaciones populares y se sumaría a ellas, sin secuestros, de propia voluntad, porque, a veces, lo bueno que tiene la ligereza es que deja el suficiente espacio para las ideas que vengan después. Imaginarla con su sonrisa angelical, su brillante y cuidada melena y sus modelitos de tres cifras gritando: “¡a partir de ahora llamadme Tania!” mientras encabezaba las Marchas de la Dignidad, no podía ser más que el momento histórico al que debimos aspirar, la definitiva reconciliación nacional que hubiéramos merecido. Pero no.

No porque la extrema derecha, que posee la constancia del capital y los apellidos compuestos, trabajó incansable para lograr una restauración reaccionaria que no podemos más que calificar de exitosa. Desde que José María Aznar, ese señor musculado y mezquino, rompió el consenso constitucional al poner en entredicho la limpieza de la victoria electoral de José Luis Rodríguez Zapatero, hasta la aparición del populismo ultra de Vox y una buena parte del PP, han pasado 20 años de ardua tarea político-cultural: mucho dinero metido en editoriales revisionistas, digitales faltones y tertulias con las transaminasas altas. Cuando llegó el otoño independentista, que funcionó como catalizador, todo estaba ya preparado de mucho antes.

Esta restauración reaccionaria es lo que ha provocado que ideas que antes pertenecían al epígrafe de lo marginal sean ahora compartidas como quien transmite una ETS. Que los jueces, que siempre se cortaron la toga mediante su privilegio de clase, pretendan suplantar a la soberanía popular del Legislativo. Que en los canales generalistas haya siempre un espacio reservado para propagandistas que tienen en su haber algún 20N a la sombra de los pinos de Cuelgamuros. Que unos militares se permitieran el lujo de decir que había que fusilar a "26 millones de hijos de puta" y nadie les tocara los galones. Que una parte de la juventud, a pesar de vivir con más incertidumbre que sus padres, sea hoy más de derechas que ellos. Y que Tamara Falcó, la que una vez fue musa del margarita, la intrascendencia y enredo de fotocol, se haya convertido en una herramienta del integrismo más chungo.

Con la victoria italiana de Meloni, muchas cabeceras han sacado el carrito de los eufemismos para preparar el terreno de un acuerdo Feijóo-Abascal, calificando a una posfascista como derecha dura para así anticipar la coartada frente al conflicto que les supondría llegar a un punto que para la CDU ha sido siempre una línea roja. Algo que no resultaría posible si este proceso de restauración reaccionaria no se hubiera llevado a cabo. Los liberal-conservadores pueden expresar ya sin temor a dormir mal por las noches que es mejor meter en la Moncloa a un partido declaradamente autoritario —tanto como Putin, Orban, Duda o Bolsonaro— que tener a Podemos e Izquierda Unida en el Consejo de Ministros. Y es ahí, en esa impúdica declaración de intenciones, cuando se encuentran con figuras como Felipe González, y algún barón socialista más, que expresó que le perturbaba menos Vox que los morados.

El problema, tanto para González como para los conservadores del carrito de eufemismos, es que uno de sus principales argumentos para justificar su querencia por Abascal, que este era un Gobierno Frankenstein que sólo traería inestabilidad a España, ha resultado una profecía tan errónea como interesada. Con el acuerdo de coalición para presentar al Congreso los Presupuestos Generales, terceros y últimos de esta legislatura, se ha roto, definitivamente, el mayor periodo de inestabilidad de nuestra historia democrática. Uno que abarcó toda la pasada década y que tuvo por protagonistas a un Ejecutivo del Partido Popular que comenzando su andadura con la mayor concentración de poder nunca vista acabó con un bolso en el escaño del presidente. Entre medias, brutales recortes, conflicto social y una corrupción desmedida. Al final resulta que meter a los comunistas en Moncloa no ha quitado el sueño a nadie.

De hecho, esta estabilidad pudo llegar mucho antes si se hubiera permitido al primer Podemos, que llegó a tener más de setenta escaños, coaligarse con el PSOE de Pedro Sánchez. Dejando a un lado las pasadas de frenada de Pablo Iglesias y los suyos, lo cierto es que, para evitarlo, los mariachis de la tranquilidad y los buenos alimentos se conjuraron montando aquel pollo en Ferraz que casi rompe un partido de 120 años de historia. Volverá a sonar la ranchera, no se preocupen, a poco que los resultados en la autonómicas de mayo no sean satisfactorios para la izquierda: si no queréis pacto con Vox, apoyad a Feijóo. Algunos prefieren ver al PSOE desplomarse antes de tener otros cuatro años junto a Yolanda Díaz. Es lo que tiene una restauración reaccionaria, que, a poco que te despistas, lo mismo hasta ni quieres celebrar el cuadragésimo aniversario de aquel 28 de octubre de 1982, porque te da cosa ver lo que has cambiado. Ni un añito tenía la pobre Tamara.

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