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Mala hierba

La urgencia de un líder: primer aviso para la izquierda

Portada Daniel Bernabé

Hace cosa de un mes, tras las elecciones madrileñas, esas donde se impuso el trumpismo castizo a la idea de una sociedad equilibrada, Pablo Iglesias anunció su retirada de la política institucional. Cabe señalar que, al menos en este primer mes de retiro, Iglesias no ha firmado como asesor de una empresa energética, no ha puesto palos en las ruedas a sus sucesores y no ha dado una agria conferencia en alguna institución liberal donde hablara de España con gesto circunspecto. Es pronto para lanzar las campanas al vuelo, claro, pero que tan sólo hayamos sabido de su nuevo corte de pelo en este tiempo es un detalle para los que le acusaban de ser el culpable de todos los males del país: de las fiestas hay que saber, sobre todo, irse a tiempo.

Quizá el presidente Sánchez duerma mejor, quizá Iván Redondo echa de menos rival en el ajedrez discursivo, quizá los pájaros de la Castellana píen más ufanos a la salida del sol. Lo que no ha cambiado es la necesidad del aparato mediático de la derecha de buscar supuestos escándalos con los que animar al personal: cuando encuentras un nicho de negocio a ver quién es el listo que lo desmonta. Lo cierto es que en este mes se nota el destemple en las tribunas de asador y las cloacas digitales, sobre todo cuando es tan difícil pillar en un renuncio a la vicepresidenta del Empleo que lo mismo te presenta un plan contra la precariedad laboral juvenil que te cita a Rosalía de Castro, encima sin perder la sonrisa. Quizá el mérito no es sólo de Díaz, sino de un Iglesias que, a fuerza de crearse gravedad propia, recibió los ataques casi en exclusiva, permitiendo el trabajo tranquilo en meses muy difíciles.

Sin embargo, sí hay algo que, más que cambiar, se ha acentuado desde su marcha: los conflictos en el seno de la izquierda. Iglesias podía tener unos cuantos defectos, pero sabía crear agenda pública. Además, su papel de hiper-liderazgo provocaba tanto fuertes adhesiones como rechazos, lo que, de una u otra forma, mantenía entretenida a la parroquia de la izquierda. En el plano corto no es difícil de entender porque el mecanismo es muy parecido al comentado en la derecha: cuando te quedas sin centro de gravedad todo tiende a la entropía. Resulta paradójico que quienes se identificaron como los continuadores del 15M al final acabaran, entre deseo propio y conspiraciones ajenas, requiriendo de un líder fuerte. A mí esto, más que giro de guión inesperado o tendencia al cesarismo, lo que me explica es que hay cosas, y la política es una de ellas, donde las necesidades se imponen sobre los deseos.

A nivel partidista se vive un interregno extraño donde Podemos se recompone mediante la figura de Ione Belarra, que, a pesar de ser ministra a la espera de la remodelación del Gobierno, es una desconocida para el gran público, careciendo por otro lado de una autoridad que espera tomar en el cuarto congreso de los morados al que se postula como secretaria general. Cabe recordar que los cargos valen en la misma medida que las coronas de los reyes, es decir, cuando tus súbditos deciden creer en ellas. Que los votantes de Podemos crean o no en Belarra no dependerá tanto de ella misma como de un contexto en el que Podemos, más que nombres, lo que necesita es saber, más allá del difícil papel en Moncloa, quién es y para qué vale.

Algo muy parecido le sucede a su socio de coalición, Izquierda Unida, que ha revalidado el mando de Alberto Garzón a finales del pasado marzo en su XII Asamblea Federal sin grandes sustos, pero también, parece, sin grandes ilusiones. Puede ser sólo una percepción equivocada, pero a Garzón se le cita cada vez menos, para lo bueno y lo malo, quizá producto de un ministerio con atribuciones muy limitadas. Sira Rego, eurodiputada, se deja ver más a menudo en las redes sociales de la organización que el propio ministro, algo que puede ser simplemente una casualidad numérica o síntoma de un equilibrio pactado en la asamblea. Enrique Santiago, secretario general del PCE, queda casi como la espina dorsal, por edad y trayectoria, de una Unidas Podemos que, fuera de la Carrera de San Jerónimo, no existe como tal, lo que no le ha granjeado pocas críticas dentro el centenario partido comunista. Y este es, precisamente, un escollo no pequeño que estos líderes tienen que enfrentar: entenderse entre ellos, no tener descontenta a la afiliación propia y reequilibrarse cuando una de las partes, Podemos, ha perdido peso específico por la marcha de su líder.

El segundo escollo es encajar a Yolanda Díaz en todo esto. ¿Saben ustedes cuál es la primera pregunta que ofrece Google al introducir el nombre de la ministra de Trabajo? La que se interroga por el partido al que pertenece. A la gente, incluidos la mayoría de votantes del PSOE, Díaz les cae estupenda, el trabajo que realiza es positivo, su imagen en medios es buena y Sánchez no puede prescindir de ella en su Gobierno. Sin embargo, Díaz es un poco como la Kaleshi en las primeras temporadas de Juego de Tronos: tiene el título, tiene algunos aliados, pero carece de poder efectivo en los aparatos de las organizaciones que componen Unidas Podemos. Y eso debe inquietar porque, como le ocurrió a Iglesias cuando se marchó a Europa, puede acabar siendo una figura electoral sin capacidad de elegir su programa político, algo que, intuimos, no debe de ser del gusto de la gallega. Todo César necesita de un pueblo que le quiera, pero también de una guardia pretoriana para no ser acuchillado por los patricios.

No podemos olvidar por otro lado a Íñigo Errejón, con su réplica euro-verde y un capital que, a excepción de un escándalo reciente lanzado por las tribunas ultras, es notable en medios progresistas, que ven la oportunidad de desequilibrar aún más a UP en favor del PSOE. Tampoco olvidarnos de Ada Colau, referente más visible a la izquierda del PSC en Cataluña, ni a Teresa Rodríguez, que intentará un ERC andaluz de aquí a las próximas elecciones autonómicas. Toda esta pléyade de nombres, cargos, siglas y proyectos lo que demuestra es que ninguno tiene la fuerza suficiente para imponerse al resto y, tras la marcha de Iglesias, todos andan vigilándose como esas escapadas ciclistas donde la colaboración siempre se presta en función de pasar el primero por la meta. El problema es que si en el ciclismo se va por una carretera, hay un final de etapa y el público atiende a los devenires de la carrera, nuestra situación política no está para zarandajas de lo interno. A la gente le importa poco qué siglas o qué caras enarbolen las banderas, sobre todo quieren saber que esas banderas les procurarán algo de estabilidad en estos tiempos inciertos.

Y esto, que no haya un comandante claro, se nota en el ecosistema progresista, que estas últimas semanas se ha hecho irrespirable en una suerte de alocada carrera hacia ninguna parte por definir, mediante trampas la mayoría de las veces, no ya qué programa concreto se debe defender desde la izquierda, sino quiénes son los enemigos internos a los que hay que desautorizar a toda costa. Y discúlpenme pero me parece que es muy mal negocio permitir a periodistas con aspiración a la DGT, por lo de dar y quitar carnets, que marquen el debate público, sobre todo cuando el periodismo digital, más que de reflexión, se nutre hoy de polémica y aspaviento. Si ya el testigo lo toman ex-cargos de Podemos con complejo de vedette y necesidad de foco, la cosa se puede joder del todo. No hay nada que repugne más a la gente que una jaula de grillos, sobre todo cuando lo que se tiene es dolor de cabeza: este año y medio de mascarilla nos ha dejado tocados en la paciencia.

El problema, dejémonos de cuentos fraternales, es, en primer lugar, que la izquierda surgida generacionalmente del 15M debe asumir algo que sucede desde los tiempos en que Alejandro el Grande cerró los ojos en Babilonia: el poder colegiado no funciona o, si lo hace, es por muy poco tiempo, ya que siempre hay un general dispuesto a imponerse al resto. Pero, en segundo lugar, y de forma más importante, que a la izquierda le hace falta una concreción, ideológica y organizativa, que no ha encontrado en esta última década de las dos crisis. Organizativa porque, más allá de ese cajón de sastre que es la “democracia interna”, lo que sí se necesitan son métodos de participación que recluten a lo mejor de una juventud que hoy carece de referentes en esta parte del espacio político. E ideológica porque no se puede estar en misa y repicando: más valdría apostar por una socialdemocracia sin complejos, ahora que los vientos geoestratégicos fuerzan a Biden a tener músculo ante China, que seguir con un discurso que pudo valer en las plazas hace diez años pero que hoy nadie se cree, incluidos sus dirigentes.

Y es aquí, en lo organizativo e ideológico, en donde se verán los verdaderos líderes, no tanto porque sean capaces de articular un discurso ilusionante –no hay ilusión con carteras ministeriales en la mano– sino por mover mediante la fuerza de los hechos a la masa social que les apoye. Quédense por último con un apunte: los sindicatos, en especial Comisiones Obreras, no están por la labor de ver cómo la izquierda se disuelve entre la competición identitaria y la pequeñez personal, entre otras cosas porque a cada día que pasa desde los otros lados de la mesa, una con bastantes jugadores, ya se están repartiendo cartas importantes. Los sindicatos no hacen política parlamentaria, pero sí pueden apostar por quien más pueda darles una relación laborista desde la política. Y que sepamos, dentro de la izquierda, incluso más allá, no hay organizaciones más grandes y engrasadas que ellos. Mal harían, esta vez, en no intervenir decididamente en la partida.

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